Como advertencia. «DEJAD TODA ESPERANZA, LOS QUE ENTRÁIS.»
Esos esqueletos formaban parte de la guerra psicológica en que estaba en aquella ciudad insensata, mortífera, diabólica, contra todos los intrusos. Eran recordatorios de los peligros que acechaban por todas partes. Muller no sabía cómo se las arreglaba el mecanismo para captar la sutil diferencia entre los cuerpos que debían quedar in situ y los que debían ser barridos, pero estaba convencido de que existía una forma de distinguirlos.
Vigiló sus pantallas. Miró las figuritas que se movían alrededor de la nave, en la llanura.
«Que entren — pensó —. La ciudad no ha tenido una víctima desde hace años. Yo me cuidaré de ellos. Aquí estoy a salvo.»
Y sabía que si, por un milagro, se las arreglaban para llegar hasta él, no se quedarían mucho tiempo. Su propia y especial enfermedad los echaría. Podían ser lo suficientemente inteligentes como para derrotar al laberinto, pero no podrían soportar la calamidad que hacía que Richard Muller fuera intolerable para su propia especie.
— Idos — dijo Muller en voz alta.
Oyó el zumbido de los rotores y salió de su morada a tiempo para ver una sombra oscura que atravesaba la plaza. Estaban explorando el laberinto desde el aire. Se apresuró a entrar y luego sonrió ante su impulso de ocultarse. Podían detectarlo, por supuesto, estuviera donde estuviese. Sus pantallas les dirían que en el laberinto había un ser humano. Y, naturalmente, quedarían pasmados y tratarían de establecer contacto con él, aunque desconocieran su identidad. Y después…
Muller se puso rígido porque, súbitamente, sintió un deseo irresistible que lo atenazaba. Que llegaran hasta él. Hablar nuevamente con otros hombres. Romper su aislamiento.
Quería que vinieran.
Fue un sólo un instante. La soledad se había abierto paso momentáneamente, pero la sensatez volvió, la aterradora conciencia de lo que significaría enfrentarse nuevamente con sus congéneres. «No — pensó —. Que no entren. O que mueran en el laberinto. Que no entren. Que no entren.»
2
— Justo allí abajo — dijo Boardman —. Allí es donde tiene que estar, ¿eh, Ned? ¿Ves el resplandor de la pantalla? Estamos captando la masa justa, la densidad justa, todo exacto. Un hombre vivo: tiene que ser Muller.
— En el corazón del laberinto — dijo Rawlings —. ¡Así que lo logró!
— De algún modo — dijo Boardman, mientras estudiaba el visor. Desde una altura de dos kilómetros, la estructura de la ciudad se distinguía con claridad. Pudo observar ocho zonas diferentes, cada una con un estilo arquitectónico distinto; sus plazas, sus paseos, sus paredes angulosas, sus calles enrevesadas que giraban según pautas incomprensibles. Las zonas eran concéntricas y se extendían en forma de abanico, a partir de una amplia plaza que era el corazón de la ciudad; el detector de masas del vehículo explorador había localizado a Muller en una hilera de casas bajas, situadas al este de la plaza. Lo que Boardman no pudo descubrir fue el paso que unía a las zonas entre sí. Los callejones sin salida eran abundantes y, aun desde el aire, no se distinguía el camino recto; ¿cómo sería tratar de encontrarlo sobre el terreno?
Boardman sabía que era casi imposible. Los bancos de información de la nave contenían los informes de los primeros exploradores que lo habían intentado y habían fracasado, había traído consigo toda la información posible sobre la penetración del laberinto y no era muy esperanzadora, salvo por un dato desconcertante e incomprensible: Richard Muller había logrado entrar.
— Ya sé que lo que estoy diciendo parecerá ingenuo, Charles — dijo Rawlings —. Pero ¿por qué no bajamos desde aquí y aterrizamos en medio de la plaza central?
— Te lo mostraré — dijo Boardman.
Dio una orden. Una sonda robot sonora se desprendió del vientre del vehículo explorador y se precipitó hacia la ciudad. Boardman y Rawlings siguieron la trayectoria del romo proyectil de metal gris hasta que estuvo a pocos metros de los techos de los edificios. Su visor facetado transmitía una clara imagen de la ciudad y revelaba lo intrincado de las texturas talladas en sus piedras. Súbitamente la sonda desapareció. Hubo una explosión incandescente, una nube de humo verdoso…, y luego nada.
Boardman asintió.
— Todo sigue igual. Continúa habiendo un campo que protege la ciudad. Volatiliza cualquier cosa que pretenda entrar.
— De modo que hasta un pájaro que se acerque…
— No hay pájaros en Lemnos.
— Gotas de lluvia, entonces. Cualquier cosa…
— En Lemnos no llueve — dijo Boardman con tono ávido —. Por lo menos, no en este continente. Lo único que rechaza ese campo son los extranjeros. Lo sabemos desde la primera expedición. Algunos hombres valerosos descubrieron el campo del peor modo posible.
— Pero ¿por qué no tiraron una sonda primero? Sonriendo, Boardman respondió:
— Cuando se encuentra una ciudad muerta en medio de un desierto no imaginas que te hará estallar si aterrizas en su interior. Es un error explicable, pero Lemnos no perdona los errores.
Hizo un gesto y el avión perdió altura, siguiendo por un momento el contorno de las murallas. Luego se elevó nuevamente y se mantuvo sobre el centro de la ciudad tomando fotografías. El sol que tenía el color equivocado se reflejó en un muro curvo de espejos. Boardman estaba fatigado. Sobrevolaron la ciudad una y otra vez, completando un modelo de observación preprogramado, y descubrió que estaba deseando que un súbito dardo de luz brotase de los espejos y los incinerara en la próxima pasada, para evitarle la molestia de llevar a cabo su misión. Había perdido el gusto por el trabajo detallado y había demasiados detalles sutiles que se interponían entre él y sus propósitos. Decían que la impaciencia era una característica juvenil, que los hombres mayores podían tejer sus redes cuidadosamente y hacer planes con serenidad, pero, de algún modo, Boardman comprendió que estaba deseando terminar rápido su trabajo. Mandar alguna clase de sonda que pudiese entrar al laberinto corriendo sobre un raíl de metal, coger a Muller y traerlo fuera. Decirle lo que pretendían de él y convencerle de que lo hiciera. Pero el estado de ánimo cambió, y Boardman se sintió taimado nuevamente.
El capitán Hosteen, que dirigiría los intentos de penetración, fue a popa para saludar a Boardman. Hosteen era un hombre bajo y robusto, de piel bronceada y nariz corta. Llevaba el uniforme como si creyera que se le iba a caer en cualquier momento, pero era un buen oficial; Boardman lo sabía y sabía también que estaba dispuesto a sacrificar todas las vidas necesarias, incluyendo la suya propia, para entrar en el laberinto.
Hosteen miró la pantalla y después a Boardman. Luego dijo:
— ¿Ha averiguado algo?
— Nada nuevo. Tendremos que trabajar.
— ¿Quiere bajar de nuevo?
— No estaría mal — dijo Boardman. Miró a Rawlings —. A menos que tú quieras comprobar alguna otra cosa, Ned.
— ¿Yo? Oh, no… no. En realidad…, bueno, me pregunto si es necesario entrar en el laberinto. Quiero decir que si pudiéramos atraer a Muller para que saliera y hablar con él fuera de la ciudad…
— No.
— ¿No sería posible?
— No — dijo Boardman enfáticamente —. En primer lugar, Muller no saldrá. Es un misántropo, ¿recuerdas? Se enterró aquí para huir de la humanidad — ¿Por qué iba a hacer vida social con nosotros? En segundo lugar, no podemos invitarle a salir sin informarle de lo que pretendemos de él. En este asunto, Ned, tenemos que cuidar nuestros recursos estratégicos; no podemos desperdiciarlos en la primera jugada.