— No entiendo qué quiere decir.
Pacientemente, Boardman explicó:
— Supón que usamos tu propuesta. ¿Qué le dirías a Muller para hacerle salir?
— Bueno… que venimos de la tierra para pedirle que nos ayude en un momento en que todo el sistema está en crisis. Que hemos hallado una raza con la que no podemos comunicarnos, que es imprescindible que lo hagamos inmediatamente y que él es el único que podría lograrlo. Que nosotros… — Rawlings se interrumpió, como si la vacuidad de sus palabras le resultara evidente. Sus mejillas enrojecieron y dijo, con voz áspera —: A Muller esos argumentos no le interesarán demasiado, ¿verdad?
— No, Ned. La Tierra le envió ante un puñado de seres extraños, una vez, y lo destruyeron. No creo que quiera intentarlo nuevamente.
— Y entonces, ¿cómo haremos que nos ayude?
— Apelando a su honorabilidad. Pero ahora no vamos a hablar de eso. Estamos discutiendo la forma de hacerle salir de su santuario. Tú sugerías que instaláramos un altavoz, le dijéramos exactamente lo que pretendemos de él y esperásemos a que saliera, danzando de alegría, y se comprometiera a hacer todo lo posible por la vieja y querida Tierra. ¿Digo bien?
— Creo que sí.
— Pero sería inútil. Por lo tanto, tendremos que penetrar en el laberinto, ganar la confianza de Muller y persuadirlo de que debe cooperar. Y para hacer eso debemos ocultar la verdadera situación hasta que deje de sospechar de nosotros.
Una expresión preocupada apareció en la cara de Rawlings.
— Pero entonces, ¿qué vamos a decirle, Charles?
— No vamos; vas.
— Bueno; ¿qué voy a decirle, entonces?
Boardman suspiró.
— Mentiras, Ned. Un montón de mentiras.
3
Habían venido equipados para resolver el problema del laberinto. El cerebro de la nave era, por supuesto, un ordenador de primera clase y había sido alimentado con todos los detalles de todas las expediciones previas que habían partido de la tierra con intenciones de entrar en la ciudad. Excepto una y, desgraciadamente, ésa era la única que había tenido éxito. Pero los registros de antiguos fracasos son útiles. El banco de datos de la nave tenía muchas extensiones móviles, taladros sonda terrestres y aéreos, ojos espía, baterías de sensores y muchas cosas más. Antes de arriesgar vidas humanas, Boardman y Hosteen utilizarían todos los medios mecánicos, las máquinas podían ser derrochadas, de todas maneras; la nave incluía un juego de patrones, de modo que duplicar todos los aparatos destruidos no representaría un problema. Pero llegaría un momento en que las sondas y los robots deberían dejar paso a los hombres; el plan era reunir la mayor cantidad de información posible para esos hombres.
Nunca se había intentado entrar en el laberinto de este modo. Los primeros exploradores simplemente habían echado a andar, sin sospechar nada, y habían perecido. Sus sucesores sabían lo suficiente como para evitar las trampas más obvias y, en alguna medida, contaban con la ayuda de aparatos sensores refinados; pero éste era el primer intento de efectuar un estudio detallado antes de entrar. Nadie confiaba demasiado en que la técnica les permitiría salir incólumes, pero era la mejor forma de encarar el problema.
Los vuelos del primer día les habían proporcionado una buena imagen visual del laberinto. En realidad, no hubiese sido necesario que dejaran la tierra; hubieran podido ver las retransmisiones en pantallas grandes, en su cómodo campamento, y hubiesen obtenido una idea correcta del panorama de la ciudad, dejando que las sondas aéreas hicieran todo el trabajo. Pero Boardman había insistido. La mente registra las cosas de una manera cuando las ve en una pantalla receptora y de otra cuando las impresiones sensoriales llegan directamente de su fuente. Ahora todos habían visto la ciudad desde el aire y sabían qué podían hacer los guardianes del laberinto a una sonda exploratoria que se aventuraba en el campo que protegía la parte superior de la ciudad.
Rawlings había sugerido la posibilidad de que hubiese un punto desguarnecido en el campo protector. Cuando caía la tarde lo comprobaron, cargando una sonda con perdigones metálicos y estacionándola en el punto más alto de la ciudad. Unos visores registraron la acción mientras la sonda giraba lentamente, arrojando los perdigones, uno por uno, hacia áreas de un metro seleccionadas previamente. Cada uno de ellos fue incinerado cuando cayó. Pudieron calcular que el grosor del campo protector variaba según la distancia del centro del laberinto; tenía unos dos metros de profundidad en las zonas centrales y era más ancho en el anillo exterior, formando una taza invisible sobre la ciudad. Pero no había puntos desguarnecidos; el campo era continuo. Hosteen comprobó la idea de que el campo podría «fatigarse», cargando la sonda con perdigones que eran descargados simultáneamente en todas las zonas de prueba. El campo los destruyó todos, creando, por un momento, una orla de llamas que cubría toda la ciudad.
Hubo que sacrificar varias sondas de espolón para descubrir que también era imposible llegar a la ciudad a través de un túnel. Los espolones horadaron el duro suelo arenoso en la parte externa de las murallas, abrieron un pasaje hasta alcanzar cincuenta metros de profundidad y empezaron a subir cuando estuvieron debajo del laberinto. Fueron destruidos por el campo protector cuando estaban todavía a veinte metros de distancia de la superficie. También fracasó un intento de perforar la tierra en la base de los terraplenes; aparentemente el campo rodeaba toda la ciudad también por debajo.
Un técnico de energía propuso instalar un pilón de interferencia para absorber la energía del campo. Fue inútil. El pilón de cien metros de altura absorbió energía de todo el planeta; relámpagos silbaban y saltaban en su banco de acumuladores, pero no produjo efecto en el campo protector. Invirtieron el pilón y enviaron un millón de kilovatios hacia la ciudad con la esperanza de provocar un corto circuito, pero el campo los absorbió y parecía dispuesto a asimilar más energía. Nadie tenía una teoría racional que explicara la fuente de energía del campo. — Debe provenir de la energía de rotación del planeta — dijo el técnico que había conectado el pilón. Luego, comprendiendo que no había hecho nada útil, desvió la mirada y se puso a ladrar órdenes en el micrófono manual que llevaba.
Tres días de investigaciones demostraron que la ciudad era invulnerable por arriba y por debajo.
— Hay una sola manera de entrar — dijo Hosteen —. Andando, por la puerta principal.
— Si la gente que vivía aquí quería estar protegida — preguntó Rawlings — ¿por qué dejaron una puerta abierta?
— La querían entrar y salir — dijo Boardman, en voz baja —. O quizá querían dar una posibilidad a los invasores. Hosteen, ¿enviamos algunas sondas a la ciudad?
La mañana era gris. Unas nubes del color del humo de la madera manchaban el cielo; casi parecía que iba a llover. Un viento áspero levantaba el polvo de la llanura y lo lanzaba contra sus rostros. Detrás del velo de nubes estaba el sol, un disco plano, color naranja, que parecía pegado al cielo. Parecía apenas un poco más grande que el Sol visto desde la tierra, aunque estaba a la mitad de distancia. El sol de Lemnos era una triste enana clase M, tibia y fatigada, una estrella vieja, rodeada por una docena de viejos planetas. Lemnos, el más próximo a su sol, era el único que había sustentado la vida; los otros estaban fríos y muertos, más allá del alcance de los débiles rayos solares, helados desde el núcleo hasta la atmósfera. Era un sistema adormecido, con tan poco impulso angular que hasta Lemnos se arrastraba en una órbita de treinta meses, sus tres lunas, que volaban como saetas, cruzándose incesantemente a unos pocos miles de kilómetros de altitud, estaban en flagrante desacuerdo con el estado de ánimo de esos mundos.