Ned Rawlings sintió que su corazón se helaba, mientras estaba junto al banco de datos, a un kilómetro de los terraplenes exteriores del laberinto, mirando cómo sus compañeros de a bordo reunían sondas e instrumentos. Ni siquiera Marte, con sus marcas de viruela, le había deprimido tanto, porque Marte era un mundo que no había vivido nunca, mientras aquí había habido vida y había desaparecido. Lemnos era un cementerio. Una vez, en Tebas, había estado en la tumba del visir del faraón, muerto cinco mil años antes, y mientras el resto del grupo miraba los alegres murales con sus brillantes representaciones de figuras vestidas de blanco que impulsaban sus embarcaciones por el Nilo, él había mirado hacia el fresco suelo de piedra, donde yacía un escarabajo muerto, con las patas hacia arriba en un montoncito de polvo. Para él, Egipto sería siempre el escarabajo rígido que yacía entre el polvo; para él, Lemnos sería, con seguridad, vientos otoñales y planicies blanquecinas y una ciudad silenciosa. No comprendía cómo una persona tan dotada, tan llena de vida y energía y calor humano como Dick Muller podía haber decidido enterrarse dentro del lúgubre laberinto.
Entonces recordó lo que le había sucedido a Muller en Beta Hydri IV y admitió que hasta un hombre como Muller podía tener buenas razones para refugiarse en un mundo como aquél, en una ciudad como aquélla. Lemnos era perfecto para un fugitivo: un mundo parecido a la tierra, deshabitado, donde tenía casi garantizada la independencia del resto de la humanidad. «Y estamos aquí para hacerle salir y llevárnoslo. — Rawlings frunció el ceño —. Es una jugada sucia, sucia, sucia», pensó. El famoso asunto del fin y los medios. Más adelante, Rawlings veía la robusta figura de Boardman, de pie frente a la gran terminal de datos, agitando los brazos en todas las direcciones para dar órdenes a los hombres que se desplegaban cerca de las murallas de la ciudad. Estaba empezando a comprender que había dejado que Boardman le hipnotizara y le arrastrara a una aventura sórdida. Allá en la Tierra el viejo charlatán no había entrado en detalles acerca de los métodos que usarían para ganarse la cooperación de Muller. Boardman le había hecho creer que estaban emprendiendo una cruzada, y en cambio iba a ser una especie de estafa. Rawlings se estaba dando cuenta de que Boardman nunca daba explicaciones detalladas por anticipado. Regla número uno: Oculta tu estrategia. Nunca dejes ver tus cartas. «De modo que aquí estoy, formando parte de la conspiración», pensó.
Hosteen y Boardman habían desplegado una docena de exploradores mecánicos en las diversas entradas del laberinto. Estaba claro que el único camino seguro para entrar en la ciudad era por la puerta norte, pero tenían muchos exploradores y querían reunir la mayor cantidad posible de información. La terminal que estaba observando Rawlings proyectó en la pantalla un diagrama parcial del laberinto, la sección que estaba justo delante de él, y le dio tiempo para estudiar sus vueltas y revueltas, sus zigzags y sus retorcimientos. Estaba encargado de seguir el avance del explorador en ese sector, cada uno de los demás exploradores era controlado al mismo tiempo por el ordenador y por un observador humano; Boardman y Hosteen estaban en la central controlando simultáneamente toda la operación.
— Que entren — dijo Boardman.
Hosteen dio la orden y los exploradores avanzaron rodando a través de la puerta de la ciudad. Mirando con los ojos de la sonda móvil, Rawlings vio por primera vez la zona H del laberinto. Había una pared ondulada que parecía ser de porcelana y que giraba hacia la izquierda, y una barrera de hilos metálicos que colgaban de una gruesa laja de piedra hacia el otro lado: El explorador mecánico esquivó los hilos, que se estremecieron y resonaron, respondiendo delicadamente a la corriente de aire; se dirigió a la pared de porcelana y la siguió, trazando un ángulo agudo durante unos veinte metros. Allí, la pared se doblaba abruptamente sobre sí misma y formaba una especie de cámara abierta en la parte superior. La última vez que alguien había entrado en el laberinto por esa ruta — durante la cuarta expedición — dos hombres habían llegado hasta la cámara; uno se había quedado fuera y había sido destruido; el otro había entrado y se había salvado. El explorador entró en la cámara. Un momento después un rayo de luz roja surgió del centro de un mosaico decorativo que había en la pared y barrió el área situada inmediatamente fuera de la cámara.
La voz de Boardman llegó hasta Rawlings a través del auricular que estaba fijado en su oreja.
— Perdimos cuatro sondas en cuanto entraron por sus respectivas puertas. Es exactamente lo que esperábamos. ¿Cómo va la tuya?
— De acuerdo a lo previsto — dijo Rawlings —. Por ahora todo va bien.
— Tendríamos que perderla a los seis minutos de entrar. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
— Dos minutos quince segundos.
El explorador había salido de la cámara y se desplazaba velozmente por la zona donde había pasado el rayo rojo. Rawlings conectó el olfativo y sintió el olor a aire quemado; mucho ozono. Más adelante el sendero se dividía. A un lado había un puente de piedra que se curvaba sobre lo que parecía ser un pozo llameante; al otro había un confuso montón de enormes bloques en equilibrio precario. El puente parecía mucho más atractivo, pero el explorador se alejó de él y prosiguió su camino entre los desordenados bloques. Rawlings preguntó la razón y recibió la información de que el «puente» no existía; era una proyección transmitida por unas cámaras ocultas en los entrepaños de la pared. Cuando solicitó una simulación de acercamiento, Rawlings recibió una imagen de la sonda andando hacia el puente y perdiendo el equilibrio al pisar el puente inexistente; mientras trataba de recuperar el equilibrio, el muro se inclinó hacia adelante y la empujó, precipitándola en el pozo. «Muy hábil», pensó Rawlings, estremeciéndose.
Mientras tanto, la verdadera sonda había trepado sobre los bloques y estaba bajando hacia el otro lado, sin haber sufrido daños. Ya habían pasado tres minutos y ocho segundos. Un trozo de camino recto demostró ser tan seguro como aparentaba. Estaba flanqueado a ambos lados por torres sin ventanas de cien metros de altura, construidas con algún material iridiscente y bruñido, cuya superficie parecía estar aceitada, que emitía dibujos temblorosos mientras la sonda pasaba junto a él. Al comenzar el cuarto minuto, la sonda evitó una reja brillante y dentada y se apartó de un martillo pilón en forma de paraguas que bajó con fuerza destructora. Ochenta segundos más tarde dio la vuelta a un volquete que abrió un abismo, eludió rápidamente un quinteto de filos tetraédricos que surgieron del pavimento y emergió en una alfombra mecánica que lo transportó velozmente hacia adelante durante cuarenta segundos más.
Aquel trecho había sido recorrido muchos años antes por un explorador terrestre llamado Cartissant, que había muerto allí. Había dictado un registro detallado de su experiencia en el laberinto. Había durado cinco minutos y treinta segundos; su error había sido no bajar de la alfombra en el segundo cuarenta y uno. Los que habían estado recibiendo la transmisión en el exterior no supieron nunca qué le había sucedido luego.
Cuando su explorador dejó la alfombra mecánica, Rawlings pidió otra simulación y vio una rápida escenificación de lo que suponía el ordenador: en ese lugar la alfombra se abría y tragaba a su pasajero. Mientras tanto, la sonda se dirigía rápidamente hacia lo que parecía ser la salida de la zona más exterior del laberinto. Más allá había una plaza alegre y bien iluminada, rodeada por unas burbujas flotantes de una sustancia irisada y brillante.
— Estoy en el séptimo minuto y seguimos avanzando, Charles — dijo Rawlings —. Parece que justo delante hay una puerta que da paso a la zona G. Quizá sería mejor que vigilara usted mi pantalla.
— Si duras dos minutos más, lo haré — dijo Boardman.