– Nunca considerarás que éste es tu hogar, ¿verdad? -pregunté.
– No, por supuesto que no. Es un sitio terrible de tan normal.
– Te mudaste, ¿verdad? Después de que ocurrieran todos esos acontecimientos.
Ella asintió.
– Muy perspicaz por tu parte.
– ¿Porqué?
– Ya no me consideraba a salvo en la soledad de la que me había rodeado durante años. Demasiados fantasmas y recuerdos. Temí volverme loca. -Sonrió, y añadió-: Bien, ¿qué te dijo el policía?
– Que lo que Sally predijo se cumplió. Bueno, no llegó a decirlo: es lo que yo interpreté. Cuando los detectives fueron al apartamento de Michael O'Connell encontraron el arma del crimen oculta en la bota. Bajo las uñas de su padre asesinado hallaron su ADN. Al principio admitió haber estado allí y haberse peleado con el viejo, pero negó haberlo matado. Naturalmente, alguien que machaca sádicamente bajo su zapato la medicación para el corazón de su padre carece de credibilidad, y por eso no le creyeron. Ni por un segundo. No, lo tenían, incluso sin una confesión completa, y cuando recuperaron el ordenador, que él había llevado a reparar, y encontraron esa carta llena de ira dirigida a su padre… Bueno, lo reunieron todo: móvil, medio, oportunidad. La Santísima Trinidad del trabajo policial. ¿No lo llamó así Sally cuando diseñó el plan?
– Sí. Es lo que supuse que te diría. Pero ¿no te contó nada más?
– O'Connell trató de acusar a Ashley, y a Scott y Sally y Hope, pero…
– Una conspiración que requeriría reunir pruebas imposibles, ¿verdad? Una, robar el arma del crimen, dársela a otra persona, pasar por tres manos antes de devolverla al apartamento de O'Connell, y un incendio… Desde luego es difícil de creer, ¿no?
– Así es. Sobre todo cuando se une al suicidio de Hope y la nota que dejó. El detective me dijo que para creer a O'Connell habría que dar por sentado que una mujer suicida paró por el camino para asesinar a un hombre a quien no había visto jamás, en un lugar donde no había estado nunca, luego condujo de vuelta a Boston para dejar el arma en el armario de su propietario y luego viajó hasta Maine para arrojarse al océano después de dejar una nota donde olvidó mencionar todo esto. También se podría pensar que Sally fue la asesina, pero estaba en Boston comprando lencería más o menos a la hora del crimen. Y Scott, bueno, tal vez fue él, pero no tuvo tiempo de hacerlo y luego volver a Boston y regresar a Massachusetts para tomarse una pizza. Una vez más, no tiene cabida en el reino de lo probable…
Mientras yo hablaba, vi lágrimas en sus ojos. Pareció erguirse en su silla, como si mis palabras tensaran el nudo y sacaran algún recuerdo nuevo de su interior.
– ¿Y entonces? -preguntó con un hilo de voz.
– Y entonces, el plan trazado por Sally se cumplió. Michael O'Connell fue condenado por asesinato en segundo grado. Al parecer, continuó alegando inocencia hasta el último minuto. Pero, cuando la policía le dijo que el arma utilizada en el asesinato de su padre era la misma que había matado al detective privado Murphy, y que tal vez le colgarían también ese crimen, escogió la salida fácil. Naturalmente, fue un farol de la policía. Los disparos que acabaron con la vida de Murphy produjeron fragmentos de bala demasiado deformes para cotejarlos. El policía me lo dijo. Pero fue una amenaza útil. De veinte años a cadena perpetua. Podrá solicitar su primera vista para la libertad condicional después de dieciocho años.
– Sí, sí -dijo ella-. Eso lo sabemos.
– Así que ellos consiguieron lo que querían.
– ¿Eso crees?
– Se salieron con la suya…
– ¿De veras?
– Bueno, si he de creer lo que me has contado, pues sí.
Se levantó, se dirigió al mueble bar y se sirvió una copa.
– Supongo que ya es tarde -dijo. Había lágrimas formándose en las comisuras de sus ojos.
Permanecí callado, observándola.
– ¿Salirse con la suya has dicho? ¿Crees de verdad que ocurrió así?
– No van a ser acusados en ningún tribunal.
– Pero ¿no crees que hay otros tribunales dentro de nosotros, donde la culpabilidad y la inocencia están siempre en equilibrio? ¿Se sale alguna vez con la suya gente como Scott y Sally?
No respondí. Supuse que ella tenía razón.
– ¿Crees que Sally no pasa las noches llorando mientras pasan las horas, sintiendo el vacío en el lado de la cama que ocupaba Hope? ¿Qué ha ganado? Y el peso que Scott carga ahora… los acontecimientos de esos días seguramente lo despiertan cada poco. ¿Nota aquel olor a carne quemada y muerte con cada ráfaga de brisa? ¿Puede enfrentarse a todos sus jóvenes estudiantes sabiendo la mentira que oculta en su interior?
Hizo una pausa.
– ¿Quieres que continúe?
Negué con la cabeza.
– Piénsalo -añadió-. Ellos seguirán pagando un precio por lo que hicieron el resto de su vida.
– Debería hablar con ellos -insistí.
Ella suspiró.
– Lo digo en serio -me obstiné-. Debería entrevistar a Sally y a Scott. Aunque ellos no quieran hablar conmigo, debería intentarlo.
– ¿No crees que deberían quedarse a solas con sus pesadillas?
– Deberían ser libres.
– Libres de una duda. Pero ¿lo son de verdad?
No supe qué decir.
Ella dio un largo sorbo a su bebida.
– Bien, nos acercamos al final, ¿no? Te he contado una historia. ¿Qué dije al comienzo de todo esto? ¿La historia de un asesinato? ¿La historia de una muerte?
– Sí, eso me dijiste.
Sonrió tras las lágrimas.
– Pero me equivocaba. O, para ser más precisos, no te dije la verdad. No, en absoluto. Es una historia de amor.
Debí de parecer sorprendido, pero ella lo ignoró y se acercó a un mueble. Abrió un cajón.
– Eso es lo que fue. Una historia de amor. Siempre ha sido una historia de amor. ¿Habría sucedido todo eso si alguien hubiera amado de verdad a Michael O'Connell cuando era niño, de modo que hubiese aprendido la diferencia entre amor y obsesión? ¿Y no amaban Sally y Scott lo suficiente a su hija para hacer cualquier cosa que la protegiera de todo daño, sin importar el precio que tuviesen que pagar? Y Hope, ¿no amaba también a Ashley de un modo más especial de lo que había advertido nadie? Y amaba también a Sally, más profundamente de lo que ésta sabía, así que el regalo que les dio a todos fue una clase de libertad, ¿no? Y realmente, cuando examinas sus acciones, los hechos, las cosas que pasaron desde que Michael O'Connell entró en sus vidas, ¿no fue en verdad por amor? Demasiado amor o insuficiente amor. Pero, en cualquier caso, amor.
Permanecí en silencio.
Mientras ella hablaba, sacó un papel de un cajón y escribió algo.
– Tienes que hacer un par de cosas más para comprender realmente todo esto -dijo-. Hay una entrevista importante que debes realizar. Una información crucial que necesitas adquirir y, bueno, transmitir. Cuento contigo.
– ¿Qué es esto? -pregunté mientras me entregaba el papel.
– Después de que hayas hecho lo necesario, ve a este sitio a esta hora y lo comprenderás.
Cogí el papel, lo miré y me lo guardé en el bolsillo.
– Tengo unas fotografías -dijo-. Ahora las guardo en los cajones. Cuando las saco, lloro con desconsuelo, y eso no es bueno, ¿verdad? Pero deberías ver un par de ellas…
Se volvió hacia el mueble, abrió un cajón, rebuscó y finalmente sacó una foto. La miró con ternura.
– Toma -dijo, con la voz algo quebrada-. Ésta es tan buena como cualquier otra. La hicieron después del campeonato estatal, poco antes de que ella cumpliera dieciocho años.
Había dos personas en la foto. Una adolescente sonriente y perdida de barro, alzando un trofeo dorado por encima de la cabeza, mientras un hombretón calvo, claramente su padre, la cogía en brazos. Sus rostros brillaban con esa inconfundible alegría de la victoria tras el sacrificio. La foto parecía estar viva, y durante un instante casi pude imaginar los vítores y las voces entusiastas y las lágrimas de felicidad que debieron de acompañar ese momento.