– ¿Y qué te hace pensar que yo lo soy? -repuso Sally.
Hope se encogió de hombros. Toda la conversación estaba saliendo mal, y no sabía si era culpa suya. Miró a Sally, sentada al otro lado de la mesa, y pensó que entre ellas había una tensión indefinida. Era como ver jeroglíficos tallados en piedra. Hablaban un lenguaje que debería ser claro, pero se les escapaba de las manos.
– La última vez que Ashley estuvo aquí, ¿notaste algo diferente?
Mientras Hope esperaba que Sally contestara, repasó la última visita de Ashley: había traído su habitual alegría y confianza, y un millón de planes a la vez. Hope pensaba que a veces estar junto a ella era como intentar agarrar una hoja en medio de un huracán. Para ella simplemente tenía una velocidad natural.
Sally sacudió la cabeza y sonrió.
– No lo sé -dijo-. Hizo esto y aquello y se reunió con unos y otros. Amigas del instituto a quienes no veía desde hacía años. Me pareció que no tenía ni un momento para su aburrida y vieja madre. Ni para la aburrida y vieja compañera de su madre. Ni, supongo, para su aburrido y viejo padre.
Hope asintió.
Sally se levantó de la mesa.
– Bien, ya veremos qué ocurre. Si Ashley tiene un problema, acabará por llamar y pedir consejo o ayuda o lo que sea. No hagamos de esto un mundo. Lo cierto es que lamento haber sacado el tema. Si Scott no hubiera estado tan trastornado… Bueno, trastornado no. Preocupado. Creo que se está volviendo un poco paranoico con la vejez. Demonios, nos pasa a todos, ¿no? Y Ashley, bueno, tiene toda esa energía. Lo mejor es hacerse a un lado y dejarla encontrar su propio camino.
Hope asintió.
– Hablas como una madre sabia -dijo. Empezó a retirar los platos, pero cuando fue a coger una delicada copa de vino, el cristal se le rompió en la mano, y un trozo de la base se hizo añicos contra el suelo. Se miró la mano: la yema del índice le sangraba. Durante un instante vio la sangre acumularse y luego gotearle por la palma, cada gota aflorando por el corte, sincronizada con los latidos de su corazón.
Vieron un poco la tele, y luego Sally dijo que iba a acostarse. Fue un anuncio, no una invitación, ni siquiera acompañada por el habitual beso en la mejilla. Hope apenas levantó la cabeza del trabajo que estaba corrigiendo, pero le preguntó si podía asistir a un partido o dos en las semanas venideras. Sally no dijo nada mientras subía las escaleras hacia el dormitorio que compartían en la primera planta.
Hope se acomodó en un lado del sofá, vio cómo Anónimo se le acercaba, y luego, al oír el agua corriendo en el lavabo del dormitorio, dio un par de golpecitos con la mano en el asiento junto a ella, invitando al chucho a tumbarse a su lado. Nunca hacía esto delante de Sally, quien desaprobaba las confianzas de Anónimo con los sillones. A Sally le gustaba que los roles de todo el mundo estuvieran bien definidos: los perros en el suelo, las personas en los asientos. El menor desorden posible. Era la abogada que habitaba en ella. Su trabajo consistía en solucionar las confusiones y el desorden e imponer la razón y el orden. Formular reglas y parámetros, fijar rumbos de acción y definir las cosas.
Hope no estaba tan segura de que organización significara libertad.
Le gustaba cierta improvisación en la vida, y tenía lo que consideraba una vena ligeramente rebelde.
Acarició a Anónimo, que sacudió la cola poniendo los ojos en blanco. Hope oyó a Sally arriba y luego vio que la sombra proyectada por la luz del dormitorio desaparecía del hueco de la escalera.
Echó la cabeza atrás y pensó que era posible que su relación estuviera atravesando una etapa más baja de lo que imaginaba, aunque no sabía exactamente por qué. Durante gran parte del último año había observado que Sally parecía estar con la mente en otra parte, todo el tiempo. ¿Se podía dejar de estar enamorada tan rápidamente como se llegaba al enamoramiento? Resopló despacio y cambió los temores que le despertaba su compañera por los temores que despertaba Ashley.
No conocía bien a Scott y sólo había hablado con él media docena de veces en casi quince años, cosa que, admitió, era poco corriente. Sus impresiones se debían principalmente a Sally y Ashley, pero no le parecía la clase de hombre que se obsesiona por algo, sobre todo por algo tan trivial como una carta de amor anónima. En su trabajo, tanto como entrenadora como consejera estudiantil de una escuela privada, Hope había visto muchas relaciones extrañamente peligrosas, así que tenía tendencia a la cautela.
Volvió a acariciar a Anónimo, que esta vez apenas se movió.
Era una tontería, pensó, que alguien con su capacidad de persuasión recelara de todos los hombres. Pero, por otro lado, era consciente del daño que podían hacer las emociones desbocadas, sobre todo a los jóvenes.
Miró el techo, como si pudiera ver a través de la madera y la escayola y saber qué estaba pensando Sally en la cama. Sabía que su compañera tenía problemas para conciliar el sueño. Y cuando lo conseguía, se agitaba, daba vueltas y parecía preocupada en sueños.
Se preguntó si Ashley tendría los mismos problemas para dormir. Probablemente era conveniente averiguarlo. Pero cómo averiguar las causas se le escapaba. Hope ignoraba que más o menos el mismo dilema mantenía despierto a Scott en ese preciso momento.
Boston tiene una singular cualidad camaleónica que la diferencia de otras ciudades. En las brillantes mañanas de verano parece estallar de energía e ideas. Respira cultura y educación, constancia, historia. Una sensación intensa que promete muchas posibilidades. Pero cuando cae la niebla procedente de la bahía o cuando hay un regusto a escarcha en el aire o el sucio residuo de la nieve mancha las calles, Boston se convierte entonces en un sitio frío e inhóspito, con una afilada dureza propia de un lugar mucho más sombrío.
Contemplaba las sombras de la tarde arrastrarse lentamente por la calle Dartmouth, y sentía el aire caliente que salía del Charles. No podía ver el río desde donde me encontraba, pero sabía que estaba a pocas manzanas de distancia. Newbury Street, con sus tiendas y galerías elegantes, estaba cerca. Igual que la Escuela Berklee de Música, que llenaba las aceras adyacentes de aspirantes a músico de todas las variedades: rockeros punks, cantantes folks, concertistas de piano. Pelo largo, pelo de punta, pelo teñido. Incluso un vagabundo, canturreando para sí y meciéndose de un lado a otro, apoyado contra la pared de un callejón, medio oculto por las sombras. Puede que estuviera oyendo voces o tuviera el mono, difícil saberlo. En una calle cercana, un BMW tocó el claxon a varios estudiantes que cruzaban con el semáforo en rojo, y luego aceleró con un chirrido de neumáticos.
Me detuve un momento, pensando que lo que hacía único a Boston era la habilidad de acomodar al mismo tiempo tantas corrientes diferentes. Con tantas identidades para elegir, no era extraño que Michael O'Connell hubiera encontrado un hogar allí.
Todavía no conocía bien a ese hombre, pero empezaba a tener una leve idea.
Naturalmente, Ashley se enfrentaba a ese mismo misterio.
6 Un anticipo de lo que vendría
Esperó hasta mediodía, incapaz de levantarse de la cama, hasta que el sol entró a raudales por las ventanas y las calles más allá de su apartamento resonaron tranquilizadoras. Pasó unos instantes asomada a una ventana, como para convencerse de que, con el ir y venir normal de otro día, nada podía ser diferente. Dejó que su mirada siguiera primero a una persona, luego a otra, mientras recorrían la acera y entraban en su campo de visión. No reconocía a nadie, y sin embargo todo el mundo le era familiar. Todos encajaban en tipos fácilmente identificables. El hombre de negocios, el estudiante, la camarera. Parecía haber un mundo con sentido más allá de su alcance. La gente se movía con decisión y destino.
Ashley se sentía como una isla entre ellos. Ojalá tuviera una compañera de habitación o una amiga íntima. Alguien en quien confiar, que se sentara al otro lado de la cama con una taza de té, dispuesta a reírse o llorar o comentar sus problemas con franqueza. Conocía a muchas personas en Boston, pero a nadie a quien pudiera confiar una carga, y desde luego no la carga de Michael O'Connell. Tenía un centenar de conocidos, pero ningún amigo de verdad. Se volvió hacia su mesa, repleta de trabajos a medio terminar, textos de arte, un ordenador portátil y algunos cedes. Rebuscó entre ellos un papel con unos números anotados.