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«La ciudad es así», pensó. En su casa del oeste de Massachusetts, las cosas eran menos abigarradas, y por eso, cuando algo no estaba en orden, se notaba más. Pero Boston, con su constante flujo y energía, desafiaba su capacidad de captar si algo había cambiado. Sintió una vaharada de calor, como si la temperatura hubiera aumentado, aunque en realidad ocurría lo contrario.

Escudriñó la calle. Coches, autobuses, peatones. La misma visión de siempre. Aguzó el oído. El mismo rumor continuo y el habitual latido de la vida diaria. No había motivo para la indefinida ansiedad que sentía.

Así pues, reanudó la marcha con paso firme y se desvió por la calleja donde estaba su apartamento, a mitad de la manzana.

En Boston se distingue claramente entre los apartamentos para estudiantes y los apartamentos para la gente que trabaja. Ashley seguía en el mundo estudiantil. En la calle había un descuido aceptable, un poco de suciedad de más que a sus jóvenes ojos parecía infundirle carácter, pero que quienes habían dejado atrás esa etapa consideraban mera provisionalidad. Los árboles plantados en pequeños parterres circulares parecían un poco torcidos, como si no recibieran suficiente sol. Era una calle indecisa, como mucha de la gente que vivía allí.

Ashley subió hasta su casa, sostuvo la bolsa de la compra con la rodilla y abrió la puerta. Sintió un súbito agotamiento al cerrar la puerta y echar la llave.

Miró alrededor, agradecida de no haber encontrado una nueva remesa de flores muertas.

Tardó menos de cinco minutos en guardar los cereales, el yogur, el agua mineral y la lechuga en el pequeño frigorífico. Abrió una lata de cerveza y bebió un largo sorbo. Luego se dirigió al salón, y sintió alivio al ver que no había ningún mensaje en el contestador. Dio otro sorbo y se dijo que se estaba comportando como una tonta, porque había varias personas de las que quería recibir noticias. Desde luego, esperaba que Susan volviera a llamarla para cenar. Y que Will la llamara para una segunda cita. De hecho, mientras hacía una lista mental, pensó que no permitiría que aquel cabrón de Michael la aislara. Había sido muy clara con él el otro día, tal vez aquello habría puesto punto final. Cuanto más repasaba la conversación, más adquiría una eficacia probablemente exagerada.

Se quitó los zapatos, se sentó al escritorio, encendió el ordenador y tarareó mientras conectaba. Para su sorpresa, había más de cincuenta nuevos mensajes en el correo electrónico. Vio que procedían de prácticamente todos las direcciones que tenía en la agenda del ordenador. Abrió el primero, enviado por una colaboradora del museo, una chica llamada Anne Armstrong. Ashley se inclinó hacia delante para leerlo. Pero el mensaje no era de Anne Armstrong.

Hola, Ashley. Te he echado de menos más de lo que puedas imaginar. Pero pronto estaremos juntos para siempre y eso será magnífico. Como ves, hay 55 e-mails después de éste. No los borres. Contienen un mensaje importante que te será muy útil.

Hoy te amo más que ayer. Y mañana te amaré más que hoy.

Tuyo para siempre,

Michael

Ashley quiso gritar, pero de su garganta no salió ningún sonido.

Al principio, el dueño del taller no pareció muy dispuesto a colaborar.

– Ya -dijo, frotándose las manos manchadas de grasa en un trapo igualmente sucio-. Quiere saber algo sobre Michael O'Connell. Bien, pero antes ha de decirme por qué.

– Soy escritor -respondí-. O'Connell aparece en un libro en el que estoy trabajando.

– ¿O'Connell? ¿En un libro? -La pregunta fue seguida por una risita de escepticismo-. Debe de ser una chapuza de libro.

– Así es. Más o menos. Agradecería su colaboración…

– Aquí cobramos cincuenta pavos la hora por arreglarle el coche. ¿Cuánto tiempo va a necesitar?

– Eso depende de cuánto pueda decirme.

Hizo una mueca.

– Bueno, eso depende de lo que quiera saber. Trabajé codo con codo con O'Connell todo el tiempo que estuvo empleado aquí. Eso fue hace un par de años, y desde entonces no lo he visto. Menos mal. Pero, demonios, yo fui quien le dio el trabajo, así que podría contarle algunas cosas. Pero, claro, también podría arreglarle la transmisión del Chevy, si entiende lo que quiero decir.

Pensé que de seguir así no llegaría a ninguna parte. Así pues, saqué la cartera y dejé cien dólares encima del mostrador.

– Sólo la verdad -dije-. Y nada que no sea de primera mano.

El mecánico observó el dinero y fue a cogerlo, pero, como uno de esos personajes duros que aparecen en las películas de serie B, coloqué la mía sobre el dinero. El mecánico sonrió, mostrando una dentadura bastante estropeada.

– Quiero su conformidad -le dije.

– Primero una pregunta -repuso-. ¿Sabe dónde está ahora ese bastardo?

– No. Pero lo encontraré. ¿Por qué?

– No es el tipo de individuo que uno quisiera enfadar. No me gustaría que luego venga a echarme en cara haber hablado con usted. ¿Entiende?

– Esta conversación será confidencial -dije.

– Esas palabras son muy bonitas. Pero ¿cómo sé, señor escritor, que hará lo que dice?

– Me temo que es un riesgo que tendrá que correr.

Él sacudió la cabeza, pero al mismo tiempo miró el dinero.

– Mal asunto -dijo-. No es aconsejable enemistarse con ese cabrón. Y menos por cien pavos piojosos. -Esperó un momento y yo agregué otros cincuenta dólares-. Qué demonios -masculló, y se encogió de hombros-. Michael O'Connell. Trabajó aquí durante cosa de un año, y desde el primer día me aseguré de no perderlo nunca de vista. No quería que me robara a mis espaldas. Es el hijoputa más listo que ha cambiado bujías aquí, eso seguro. Y muy seguro, también, a la hora de robar dinero. Duro y simpático al mismo tiempo. Ni te dabas cuenta de cuándo te la pegaba. Aquí suelo emplear a universitarios que necesitan un poco de dinero extra, o tipos que no aprueban los cursos de mecánica que exigen en los grandes talleres. Suelen ser demasiado jóvenes o son demasiado tontos para robar. ¿Entiende?

Asentí. Probablemente era más o menos de mi edad, pero ya se le habían formado arrugas alrededor de los ojos y la comisura de la boca. Encendió un cigarrillo, ignorando su propio cartel de «Prohibido fumar» que ocupaba un lugar destacado en la pared del fondo. Tenía una curiosa forma de hablar mirando a los ojos pero volviendo ligeramente la cabeza, lo que le daba aspecto de conspirador.

– Así que empezó a trabajar aquí…

– Sí. Trabajó aquí, pero en realidad su trabajo no estaba aquí, si entiende a lo que me refiero.

– No, no lo entiendo.

El dueño del taller puso los ojos en blanco.

– O.C. cumplía un horario, pero arreglar coches viejos y hacer revisiones no era lo suyo. Su futuro no era exactamente esto.

– ¿Qué era?

– Bueno, por ejemplo, sustituir una bomba de gasolina perfectamente buena por otra reparada, para luego vender la buena y quedarse con la diferencia. O cobrarle veinte pavos de más a alguien para que su viejo cacharro pasara la ITV. O cargarse algunas piezas a martillazos para luego decirle al propietario que el coche necesitaba un nuevo juego de frenos y una nueva alineación.

– ¿Quiere decir que era un timador?

El mecánico sonrió.

– Lo era. Pero no sólo eso.

– Muy bien, ¿qué más?

– Iba a clases de informática por la noche, y era capaz de hacer cualquier cosa con un chisme de ésos. El cabroncete era todo un experto. Fraude con tarjetas de crédito, falsa identidad, facturas dobles, estafas telefónicas… Y en su tiempo libre revisaba páginas web, periódicos, revistas, lo que fuera, buscando nuevas formas de estafar. Llevaba unos archivadores con recortes, para mantenerse al día. ¿Sabe qué solía decir?

– ¿Qué?

– No hay que matar a alguien para matarlo. Pero si quieres hacerlo de verdad, puedes. Y si realmente sabes lo que estás haciendo, nadie va a pillarte. Nunca.