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Anoté eso.

Cuando el dueño del taller me vio escribir en la libreta sonrió y retiró el dinero del mostrador.

– ¿Sabe qué era lo más gracioso?

– ¿Qué?

– Se podría pensar que un tipo así busca un golpe grande. Un modo de hacerse rico. Pero no era el caso de O'Connell.

– ¿Qué era, entonces?

– Quería ser perfecto. Era como si quisiera ser grande, pero también anónimo.

– ¿Poca ambición?

– No, no es eso. Sabía que iba a ser grande y la ambición lo cegaba. Estaba enganchado a ella, como si fuera una especie de droga. ¿Sabe lo que es tener cerca a un tipo que es como un adicto, pero no se mete cocaína por la nariz ni la heroína recorre sus venas? Estaba colocado todo el tiempo con sus proyectos. Siempre se estaba preparando para lo grande. Como si el éxito lo estuviera esperando ahí fuera. Trabajar aquí era sólo una forma de pasar el tiempo, de llenar los huecos por el camino. Pero no estaba interesado exactamente en el dinero ni en la fama. Era otra cosa.

– ¿Acabaron mal?

– Sí. No me daba buena espina. Algún día iba a meterse en un lío gordo. Ya sabe eso de que el fin justifica los medios… Así era O'Connell. Como le decía, el muy malnacido se emborrachaba con sus grandes proyectos.

– Pero usted sabe si…

– No sé nada. Pero lo que vi me bastó para asustarme.

Miré al mecánico. Estar asustado no parecía tener cabida en su carácter.

– No lo entiendo -dije-. ¿Él lo asustaba?

Dio una larga calada al cigarrillo y dejó que el humo se elevara alrededor de su cabeza.

– ¿Ha conocido alguna vez a alguien que esté haciendo siempre algo diferente de lo que aparenta estar haciendo? No sé, tal vez suena absurdo, pero así era O'Connell. Y cuando le llamabas la atención por algo, te miraba como si estuviera anotando algo sobre ti para algún día cobrarse revancha.

– ¿Contra usted?

– Sí. Es preferible no cruzarse en el camino de esa clase de hombres, ya me entiende.

– ¿Era violento?

– Era lo que hiciera falta. Tal vez eso era lo que daba más miedo. -Dio otra larga calada y luego añadió-: Mire, señor escritor, voy a contarle una historia. Hace unos diez años, yo estaba trabajando a altas horas, las dos o las tres de la madrugada, y entran dos chicos y cuando me doy cuenta tengo una pistola de nueve milímetros delante de la cara. Y uno de ellos no para de gritarme «cabrón» e «hijoputa» y «voy a pegarte un tiro en la cara, viejo», ese tipo de cosas. Pensé que me había llegado la hora mientras veía cómo el otro limpiaba la caja. No soy demasiado religioso, pero me puse a murmurar padrenuestros y avemarías, ya sabe, porque era el fin. Pero, mire usted, los dos chicos se largaron sin decir ni una palabra más. Me dejaron tirado en el suelo detrás del mostrador y necesitado de una muda de calzoncillos. ¿Ve la situación?

Asentí.

– Nada agradable.

– No, señor, nada agradable. -Sonrió y sacudió la cabeza.

– ¿Pero qué relación tiene O'Connell con ese episodio?

El hombre meneó lentamente la cabeza y resopló.

– Nada -dijo-. Absolutamente nada. Excepto esto: cada vez que le hablaba a O'Connell y él no me contestaba y se quedaba mirándome de aquella manera, me recordaba a cuando tuve delante de la cara el agujero negro de la pistola de aquel chico. La misma sensación. Siempre que hablaba con él me preguntaba si eso me valdría una muerte violenta.

8 Un principio de pánico

Ashley se inclinó hacia la pantalla del ordenador, estudiando cada palabra que parpadeaba ante ella. Llevaba en esa postura más de una hora y la espalda empezaba a dolerle. Los músculos de las pantorrillas le temblaban un poco, como si hubiera corrido más de lo habitual un día de ejercicio.

Los mensajes eran un batiburrillo de notas de amor, corazones y globos generados electrónicamente, poemas malos escritos por O'Connell y poemas buenos birlados a Shakespeare, Andrew Marvell y Rod McKuen. Todo resultaba empalagosamente trillado e infantil, y sin embargo daba miedo.

Ella iba anotando diferentes combinaciones de palabras y frases extraídas de los distintos e-mails para deducir cuál era el misterioso mensaje. No había nada en cursiva o negrita que le facilitara la tarea. Después de casi dos horas de concentración, finalmente arrojó el bolígrafo, frustrada. Se sentía estúpida, como si le pasara por alto algo que hubiera resultado obvio para cualquier aficionado a los acrósticos y crucigramas. Odiaba los juegos.

– ¿Qué es, cabrón? -le espetó a la pantalla-. ¿Qué intentas decirme? ¡Maldito loco!

Volvió atrás y empezó por el principio, pasando rápidamente todos los mensajes.

– ¿Qué? ¿Qué? -gritaba mientras desfilaban ante sus ojos.

Y de pronto lo comprendió.

El mensaje de Michael O'Connell no estaba contenido en los e-mails que había enviado. El mensaje era que había podido enviarlos.

Cada uno de ellos procedía de un nombre incluido en su lista de direcciones. Todos eran suyos. El hecho de que contuviesen poemas almibarados e infantiles declaraciones de amor eterno era irrelevante. Lo único importante era que aquel chalado hubiese podido introducirse en su ordenador. Y luego, gracias a un astuto texto inicial, había conseguido que ella leyera todos los mensajes. Además, era probable que al abrirlos hubiera dado entrada también a Michael O'Connell. Aquel tipo era como un virus, y ahora estaba tan cerca de ella que bien podía haber estado sentado a su lado.

Con un pequeño gemido, Ashley se reclinó en la silla con brusquedad y casi perdió el equilibrio. Sintió una especie de mareo, como si la habitación girara a su alrededor. Se agarró a los brazos de la silla con firmeza e inspiró hondo varias veces para sosegarse.

Se dio la vuelta despacio y contempló el pequeño mundo de su apartamento. Michael O'Connell había pasado sólo una noche allí, una noche truncada. Ella creía que ambos estaban borrachos y lo había invitado. Ahora intentó repasar qué había sucedido de verdad aquella noche aciaga. No logró recordar cuánto había bebido él. ¿Una copa? ¿Cinco? ¿Se había contenido mientras ella bebía? La respuesta se había perdido en su propio exceso aquella noche. Había experimentado una desagradable sensación de libertad, un tono de abandono que no cuadraba con ella. Se habían desnudado torpemente y luego habían copulado frenéticamente. Fue rápido, nervioso, sin mucha ternura. Acabó en pocos minutos. Si hubo algún afecto real en el acto, no podía recordarlo. Para ella había sido una liberación explosiva y rebelde, justo en una época en que solía tomar malas decisiones. La resaca de una ruidosa y fea ruptura con su novio de tercer curso, relación que había durado hasta el último año a pesar de algunas peleas y una sensación general de insatisfacción. La graduación y la incertidumbre la asaltaban a cada paso. Una sensación de aislamiento de sus padres y de sus amigos. Todo en su vida le parecía forzado, un poco torcido, desenfocado y desafinado. Y en aquel torbellino se produjo aquella única desafortunada noche con O'Connell. Era guapo, seductor, diferente a los estudiantes con que había salido en la facultad, y ella había pasado por alto aquella manera rara que tenía de mirarla desde el otro lado de la mesa, como tratando de memorizar cada centímetro de su piel, y no de una manera romántica.

Sacudió la cabeza.

Los dos se derrumbaron en el colchón al terminar. Ella agarró una almohada y, con la habitación dándole vueltas y un sabor amargo en la boca, se quedó dormida al momento. «¿Qué hizo él? -se preguntó ahora-. Encendió un cigarrillo.» Por la mañana, ella se levantó, sin propiciar un segundo revolcón, y lo despertó aduciendo que tenía una entrevista importante. No lo invitó a desayunar ni lo besó, tan sólo se metió en la ducha y se frotó con frenesí bajo el agua caliente, restregando cada centímetro de piel como si estuviera cubierta de un olor asqueroso. Quería que aquel tipo se marchara de inmediato, pero él no lo hizo.