El rato que se quedó estuvo lleno de falsedades, mientras ella se distanciaba y se mostraba fría y evasiva, hasta que por fin él la miró durante un silencio incómodamente largo, sonrió asintiendo y se marchó sin más.
«Y ahora no para de hablar de amor -pensó Ashley-. ¿De dónde ha salido un bicho así?»
Lo recordó marchándose con una expresión de frialdad. Eso la hizo agitarse incómoda.
Los demás hombres con los que había intimado, aunque fuera brevemente, se habrían marchado enfadados, esperanzados o sólo con arrogancia por haber conseguido echar un polvo. Pero O'Connell fue diferente. Simplemente la había dejado helada con su silencio antes de marcharse con un gesto que sugería que inexorablemente volverían a verse pronto.
Entonces reparó en que ella se había dormido, y luego había estado un rato bajo la ducha. ¿Había dejado el ordenador encendido? ¿Qué cosas había esparcidas en su mesa? ¿Sus recibos bancarios? ¿Qué números? ¿Qué claves? ¿Qué había tenido él tiempo de robar?
¿Qué se había llevado?
Era la pregunta obvia, pero no quería responderla.
Por un instante, la habitación volvió a girar. Entonces Ashley se levantó y corrió al pequeño cuarto de baño. Se agachó ante la taza del inodoro y vomitó violentamente.
Después de lavarse, Ashley se envolvió en una manta y se sentó en el borde de la cama, considerando qué debería hacer. Se sentía como la superviviente de un naufragio después de varios días a la deriva en el mar.
Pero, cuanto más tiempo permanecía allí sentada, más se enfurecía.
Michael O'Connell no tenía ningún derecho sobre ella. No tenía derecho a acosarla. Sus reclamos de amor eterno eran una soberana idiotez.
En general, Ashley era comprensiva, no le gustaban los enfrentamientos y evitaba la lucha casi a cualquier precio. Pero esa locura (no se le ocurría otra palabra) resultante de una noche insensata había ido demasiado lejos.
Se despojó de la manta y se levantó.
– Maldición -dijo-. Esto se va a acabar. Hoy mismo. Ya basta de chorradas.
Se acercó a la mesa y cogió el teléfono móvil. Sin pensar lo que iba a decir, marcó el número de O'Connell.
Él respondió casi de inmediato.
– Hola, amor -dijo casi alegremente, con una familiaridad que la enfureció.
– No soy tu amor.
Él no respondió.
– Mira, Michael. Esto tiene que acabar.
Silencio.
– ¿De acuerdo?
Silencio.
– ¿Michael?
– Estoy aquí -dijo fríamente.
– Se acabó.
– No te creo.
– He dicho que se acabó, ¡maldita sea!
Otro silencio, y luego él dijo:
– No lo creo.
Ashley no pensaba rendirse, pero entonces él colgó sin más.
– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó, y volvió a marcar el número.
– Eres obstinada, ¿eh? -respondió él.
Ella tomó aire.
– De acuerdo -dijo, envarada-. Si no quieres aceptarlo por las buenas, será por las malas.
Él rió.
– De acuerdo -dijo ella-. Reúnete conmigo para almorzar.
– ¿Dónde? -preguntó él bruscamente.
Ella trató de pensar en el sitio adecuado. Tenía que ser un lugar familiar, público, un lugar donde ella fuese conocida y él no, un lugar donde estuviera rodeada de aliados. Ese escenario le daría la fuerza necesaria para librarse de aquel capullo de una vez para siempre, pensó.
– El restaurante del museo de arte -dijo-. A la una. ¿De acuerdo?
Se lo imaginó sonriendo al otro lado de la línea. Eso la hizo estremecerse, como si una ráfaga helada se hubiera colado por la ventana. La propuesta debía de haberle resultado aceptable, comprendió Ashley, porque él había colgado.
– Supongo que en cierto modo todo se reduce a un problema de reconocimiento -dije-. Se trataba de lograr entender qué estaba pasando.
– Ya -respondió ella-. Fácil de decir. Difícil de hacer.
– ¿Lo es?
– Sí. Sabes que nos gusta presumir de que sabemos reconocer el peligro cuando aparece en el horizonte. Cualquiera puede evitar el peligro que tiene campanas, silbatos, luces rojas y sirenas. Pero es más difícil cuando no sabes exactamente con qué estás tratando. -Pensó un instante y luego se llevó a los labios el vaso de té frío.
– Ashley lo sabía -dije.
Ella negó con la cabeza.
– No. Estaba asustada y rabiosa. Y su rabia ocultaba el carácter desesperado de su situación. En realidad, ¿qué sabía de Michael O'Connell? Nada. En cambio él sí sabía mucho de ella. Curiosamente, aunque a distancia, Scott estaba más cerca de comprender la verdadera naturaleza de aquello a lo que se enfrentaban, porque actuaba más por instinto, sobre todo al principio.
– ¿Y Sally? ¿Y su compañera, Hope?
– Todavía no conocían el miedo. Pero no por mucho tiempo.
– ¿Y O'Connell?
Ella vaciló.
– No podían verlo. No todavía, al menos.
– ¿Ver qué?
– Que estaba empezando a disfrutar.
9 Dos encuentros diferentes
Cuando Scott no pudo localizar a su hija ni en el teléfono fijo ni en el móvil, la ansiedad se apoderó de él, pero se dijo que estaba exagerando. Era mediodía, y probablemente ella había salido. En más de una ocasión dejaba el móvil cargando en su apartamento.
Así que, tras dejarle un breve mensaje («Sólo quería saber cómo van las cosas»), se sentó y se preocupó por si debería estar preocupado. Después de unos minutos sintiendo el pulso acelerado, se levantó y se paseó por el pequeño despacho. Luego se sentó y se puso a responder los e-mails de algunos estudiantes. También imprimió un par de trabajos. Estaba intentando perder el tiempo en un momento en que no estaba seguro de tener tiempo que perder.
No pasó mucho antes de que volviera a reclinarse en el sillón de su escritorio, meciéndose suavemente adelante y atrás, mientras evocaba imágenes del pasado. Una vez, cuando Ashley tenía poco más de un año, contrajo una fuerte bronquitis, y la temperatura le subió de golpe y no podía dejar de toser. Él la acunó en brazos toda la noche, tratando de arrullarla y calmarle la tos. Respiraba cada vez con mayor dificultad. A las ocho de la mañana llamó a la consulta del pediatra y le dijeron que fuera de inmediato. El médico examinó a Ashley, le auscultó el pecho, y luego exigió saber fríamente por qué no la habían llevado antes a urgencias.
– ¿Pensaban que abrazándola toda la noche iba a ponerse mejor? -le dijo.
Scott no respondió, pero, sí, había pensado que abrazándola se recuperaría.
Naturalmente, los antibióticos fueron una solución mejor.
Cuando Ashley empezó a repartir su tiempo entre las casas de sus padres, Scott permanecía despierto en su cuarto, caminando de un lado a otro, incapaz de no imaginarse lo peor: accidentes de tráfico, atracos, drogas, alcohol, sexo… todos los desagradables inconvenientes de crecer. Sabía que Sally estaba dormida en su cama aquellas noches en que la adolescente Ashley andaba por ahí rebelándose contra Dios sabe qué. Sally siempre tenía problemas para enfrentarse al agotamiento que provoca la preocupación. Parecía creer que durmiendo lograría anular la tensión y su causa, como si nunca hubiera existido.
Odiaba esa actitud de su ex mujer. Siempre se había sentido solo, incluso antes de divorciarse.
Jugueteó con un lápiz entre los dedos, hasta que por fin lo partió por la mitad. Inspiró hondo. «¿Pensaban que abrazándola toda la noche iba a ponerse mejor?»
Scott se dijo que angustiarse pasivamente era inútil. Tenía que hacer algo, aunque se equivocara por completo.
Ashley llegó a su trabajo unos diez minutos antes de lo normal, impulsada por la furia, su habitual caminar tranquilo sustituido por un paso ligero, la mandíbula apretada, preocupada por O'Connell. Observó un momento las enormes columnas dóricas que señalaban la entrada al museo y luego se volvió para contemplar la calle. El sitio donde trabajaba pertenecía a su mundo, no al de Michael O'Connell. Se sentía cómoda entre las obras de arte, las comprendía, percibía la energía tras cada pincelada. Los lienzos, como el museo, eran enormes y ocupaban grandes zonas de pared. Intimidaban a muchos visitantes, empequeñeciendo a todo aquel que se detenía ante ellos.