Выбрать главу

– ¿Tal vez el departamento de admisiones pueda encontrar un buen defensa para el año que viene?

– Es de esperar. Bien, Scott, ése no es el motivo de mi llamada.

– Ya lo imaginaba. ¿Qué puedo hacer por usted, profesor?

– ¿Recuerda un artículo que nos escribió para la Revistade Historia Norteamericana hace unos tres años? ¿Uno sobre los movimientos militares en los días posteriores a las batallas de Trenton y Princeton, cuando Washington tomó tantas decisiones clave y, me atrevo a decir, prescientes?

– Por supuesto, profesor -Scott no publicaba mucho, y este ensayo había sido particularmente valioso a la hora de influir a su propio departamento para que no recortara los cursos de historia norteamericana.

– Un buen trabajo, Scott -comentó Burris-. Evocador y provocador.

– Gracias. Pero no comprendo qué…

– ¿Tuvo usted alguna ayuda externa al redactar el texto y sacar sus conclusiones?

– No estoy seguro de comprenderlo, profesor.

– ¿La redacción fue toda suya? ¿Y la investigación también?

– Sí. Un par de estudiantes del último curso me ayudaron a recopilar las citas. Pero la redacción y las conclusiones fueron mías propias…

– Ha habido una desafortunada denuncia referida a ese artículo.

– ¿Una denuncia?

– Sí. Una acusación de fraude académico.

– ¿Qué?

– Plagio, Scott. Lamento decirlo.

– ¡Pero eso es absurdo!

– La alegación presentada cita preocupantes similitudes entre su artículo y un estudio escrito en un seminario de graduación en otra institución.

Scott tomó aire y la visión se le nubló. Se agarró al borde de la mesa para no perder el equilibrio.

– ¿Quién la ha presentado? -preguntó.

– Ahí está el problema. Me llegó por Internet. Es una denuncia anónima.

– ¿Anónima?

– Aun así, no podemos ignorarla. No en el actual ambiente académico. Y desde luego no ante la opinión pública. Los periódicos son voraces cuando se trata de tropezones o errores académicos. Tienden a llegar a conclusiones erróneas, de modo embarazoso y muy perjudicial. Me parece que lo mejor es cortar por lo sano. Suponiendo, naturalmente, que usted pueda encontrar sus notas y repasar cada línea, capítulo y cita, para que la revista se convenza de que la denuncia es infundada.

– Por supuesto, pero… -Scott vaciló. Estaba azorado.

– Me temo que, en estos tiempos de rampantes deducciones y temibles análisis microscópicos, debemos parecer más puros que la esposa de Lot.

– Lo sé, pero…

– Le enviaré la denuncia y todo lo demás por mensajero. Y luego deberíamos volver a hablar.

– Sí, sí, por supuesto.

– Y por cierto, Scott -la voz del profesor sonó átona, súbitamente fría y casi carente de inflexión-, espero que podamos resolver esto en privado. Pero no subestime su amenaza implícita. Se lo digo como amigo y colega historiador. He visto carreras prometedoras destruidas por menos. Mucho menos.

Scott asintió. «Amigo» no era la palabra que él habría empleado, porque, cuando la noticia se extendiera entre los círculos académicos, era probable que no le quedara ninguno.

Sally estaba contemplando por la ventana la tenue luz del atardecer. Se hallaba en ese extraño estado en que tenía muchas cosas en mente y, sin embargo, no pensaba específicamente en nada. Llamaron a la puerta abierta y se giró. Era una secretaria, con un gran sobre blanco en la mano.

– Acaban de enviar esto por mensajero -dijo-. Me preguntaba si sería importante…

Sally no recordó ninguna alegación ni ningún otro documento que esperara de modo urgente, pero asintió y preguntó:

– ¿De quién es?

– Del Colegio de Abogados del Estado.

Sally cogió el sobre y lo miró con extrañeza, volviéndolo. No recordaba haber recibido nunca nada del Colegio, aparte de las solicitudes rutinarias e invitaciones a cenas, seminarios y discursos a los que nunca asistía. Nada de aquello llegaba por mensajería urgente, con acuse de recibo.

Abrió el sobre y sacó una carta del interior. Iba dirigida a ella y era del presidente del Colegio de Abogados, un hombre al que sólo conocía por su reputación, miembro destacado de un gran bufete de Boston, activo en los círculos del Partido Demócrata y frecuente invitado en los debates de televisión y las páginas de ecos sociales de los periódicos.

Leyó con cuidado la breve misiva. Con cada segundo, la habitación parecía oscurecerse a su alrededor.

Estimada señora Freeman-Richards:

Por la presente la informo de una denuncia recibida por el Colegio de Abogados del Estado referida a su manejo del dinero de las cuentas de su cliente en el pendiente litigio de Johnson contra Johnson, en estos momentos ante el juez V. Martinson del Tribunal de Apelaciones.

La denuncia afirma que los fondos asociados con este asunto han sido desviados a una cuenta privada a su nombre. Se trataría de una violación de la ley 302, sección 43, y también un delito tipificado en la ley 112, sección 11.

El Colegio de Abogados necesitará esta misma semana una declaración jurada en la que usted explique este enojoso asunto, o será remitido a la oficina del fiscal del condado de Hampshire y al fiscal del Distrito Occidental de Massachusetts para su resolución.

A Sally le pareció que cada palabra se le atascaba en la garganta, ahogándola.

– Imposible -dijo en voz alta-. Completamente imposible, joder.

La palabrota resonó en la habitación. Sally resopló y fue a su ordenador. Tras teclear rápidamente, recuperó el juicio de divorcio citado en la carta. Johnson contra Johnson no era uno de sus casos más complicados, aunque estaba marcado por una clara animosidad entre su cliente -la esposa- y su hostil marido. Él era un cirujano oftalmólogo local, padre de dos hijos preadolescentes, un sinvergüenza redomado, a quien Sally había pillado a punto de desviar dinero de una cuenta conjunta a otra en un banco de las Bahamas. Lo había hecho de manera muy torpe, sacando grandes cantidades de la cuenta común, y luego cargando billetes de avión a las Bahamas a su tarjeta Visa para conseguir bonos de viaje extra. Sally había conseguido que el juez inmovilizara las cantidades y las reenviase a la cuenta de su patrocinada hasta la disolución del matrimonio, que tendría lugar poco después de Navidad. Según sus cálculos, la cuenta de su cliente debería tener algo más de cuatrocientos mil dólares.

No los tenía.

La pantalla se lo confirmó.

– No puede ser -dijo.

Al borde del pánico, repasó todas las transacciones de la cuenta. En los últimos días habían extraído más de un cuarto de millón de dólares por medios electrónicos, y los habían transferido a casi una docena de otras cuentas. No pudo acceder a esa docena de cuentas por ordenador, ya que estaban puestas a una serie de nombres distintos, tanto de individuos a quienes ella no reconocía como a dudosas corporaciones. También vio, para su creciente ansiedad, que la última transferencia de la cuenta de su cliente había sido hecha directamente a su propia cuenta corriente. Eran quince mil dólares, y de ello hacía apenas veinticuatro horas.

– No puede ser -repitió-. ¿Cómo…?

Se detuvo porque la respuesta a esa pregunta probablemente sería complicada, y además no tenía ninguna explicación a mano. Lo que sí tuvo claro fue que era más que probable que estuviese metida en un buen lío.

– Hay algo que no entiendo…

– ¿Qué? -preguntó ella pacientemente.

– El motivo del amor de Michael O'Connell. Quiero decir, no paraba de decir que la amaba, pero ¿qué provocó que entendiera sus propias pulsiones con el amor?

– Difícil saberlo.

– Creo que en su mente había algo muy distinto.

– Puede que tengas razón -respondió ella, tan distante y seductora como siempre.

Vaciló, y, como hacía a menudo, pareció detenerse para organizar sus ideas. Tuve la sensación de que quería controlar la historia, pero de un modo que yo no pudiera ver del todo. Eso me produjo incomodidad. Sentía que me estaban utilizando.