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– Repito, señorita Freeman: ¿qué sentido tendría?

– Quiere vengarse…

La profesora vaciló.

– Bien -dijo lentamente-. ¿Puede demostrar esta acusación?

Ashley tomó aire muy despacio.

– No sé cómo -admitió.

– Ya. Bien, como recordará, en la primera clase dejé bien claro que la asistencia es obligatoria. No soy inflexible, señorita Freeman. Si alguien tiene que perderse una clase o dos por motivos personales, lo comprendo. Pero asistir a clase y estudiar el temario es su responsabilidad. No creo que pueda usted aprobar este curso…

– Hágame un examen. Mándeme un trabajo. Algo que me permita demostrar que he asimilado toda la enseñanza impartida…

– No encargo trabajos especiales ni concedo tratamientos especiales -replicó la profesora, hosca-. Si lo hiciera, tendría que hacer lo mismo con cada estudiante perezoso o poco dedicado que se siente donde está usted sentada, señorita Freeman, para aducir una excusa u otra, incluyendo las típicas de mi perro se comió mi trabajo o mi abuelita ha muerto. Las abuelas parecen morirse en mis clases con deprimente frecuencia y regularidad, y a menudo más de una vez. Así que, señorita Freeman, empiece a asistir a clase y consiga una excelente nota en el último examen. Tal vez así consiga aprobar… ¿Ha considerado dedicarse a otra cosa? Quiero decir, quizás el arte y los estudios de posgrado no son lo suyo.

– El arte ha sido siempre…

La profesora la interrumpió alzando una mano.

– ¿De veras? Bien, buena suerte, señorita Freeman. La necesitará.

Ashley salió del despacho a un pasillo que resonaba de vacío. En algún lugar, en una escalera u otra planta, oyó una risa lejana, casi fantasmal. Se quedó inmóvil. Él estaba allí, vigilándola. Giró lentamente, como si él estuviera a un paso, como una sombra que la siguiera a todas partes. Prestó atención a cualquier sonido, una respiración, un susurro, cualquier cosa que le confirmara que O'Connell estaba realmente allí, pero no oyó nada.

Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas. No tenía duda de que de algún modo era aquel demente quien había conseguido borrar su nombre de las listas de asistencia. Se apoyó contra una pared, respirando con dificultad. Todas las clases a las que había asistido, toda la atención que había prestado, las notas tomadas, la información, el conocimiento, la apreciación de las formas, estilos y belleza de los artistas estudiados, en aquel momento no valían nada. Era como si todo aquello existiera en una dimensión diferente donde la Ashley que creía ser continuaba con su vida, dispuesta a convertirse en la persona que quería ser.

«Me está haciendo desaparecer», se dijo con súbita lucidez. La furia y la desesperación la embargaron. Se apartó de la pared. «Esto tiene que acabarse», decidió con inaudita determinación.

Scott estaba sentado a su mesa, anonadado por lo que acababa de leer. Se sentía como si algo en su interior se hubiera marchitado. Las líneas de las páginas que tenía delante rielaban, como las ondas de calor sobre una carretera, y un ramalazo de pánico cruzó su pecho.

El profesor Burris le había enviado un ejemplar de su artículo publicado en Quarterly y una copia de la tesis doctoral de un tal Louis Smith, de la Universidad de Carolina del Sur. La tesis había sido defendida ante el departamento de Historia de esa facultad unos ocho meses antes del artículo de Scott, y era un análisis del mismo material. Las similitudes eran evidentes, y ambos trabajos se habían basado en las mismas fuentes.

Pero eso no era lo peor. Resultaba que media docena de párrafos clave aparecían palabra por palabra en ambos. El profesor Burris los había marcado con amarillo fluorescente.

En un artículo largo para una revista de prestigio y en una tesis doctoral de ciento sesenta páginas, dichos párrafos constituían un mínimo porcentaje. Y las observaciones que hacían no eran de una importancia académica capaz de sacudir los cimientos del tema tratado. Pero Scott sabía que esos aspectos no eran lo significativo. Eran idénticos, y eso era lo único que se tendría en cuenta a la hora de juzgarlo como plagiador.

Recordó de pronto a la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas. «¡Primero la ejecución, luego celebraremos el juicio!»

Scott no tenía duda de que en efecto había escrito aquellas frases. Las pocas esperanzas que hubiera podido tener de que uno de sus dos ayudantes las hubiera escrito en una nota y que él las hubiese utilizado sin comprobarlo a conciencia habían desaparecido.

Se rebulló en el asiento.

El profesor Burris no había mencionado la fuente de la denuncia. Scott supuso que procedía del estudiante de doctorado, o de algún miembro del claustro de la Universidad de Carolina del Sur. Cabía la posibilidad de que la hubiera hecho algún resentido (de los que había miles por todo Estados Unidos) con los historiadores.

Hasta mediodía, Scott (sin afeitar, con los ojos hinchados, y por su cuarta taza de café) no pudo localizar por fin al decano del departamento de Historia de la UCS. El hombre se mostró amable y dispuesto a ayudar, y no parecía que el trabajo de Scott le hubiera provocado ninguna duda.

– Lo cierto es que recuerdo esa tesis -dijo-. Recibió notas muy altas por parte de todo el tribunal. Era una buena investigación, bien redactada, y creo que va a publicarse en alguna parte. Su autor era un magnífico estudiante, y muy buena persona, imagino que tiene una carrera excelente por delante. Pero ¿dice que hay algunas dudas sobre la tesis? Me cuesta imaginarlo…

– Sólo quiero examinar algunas similitudes. Después de todo, trabajamos en el mismo campo.

– Por supuesto -dijo el decano-. Aunque no me gustaría comprobar que uno de nuestros estudiantes ha hecho algo indecoroso…

Scott vaciló. Le había dado a su interlocutor la falsa impresión de que el acusado de fraude era el estudiante.

– ¿Sabe? Si pudiera hablar con ese joven podría aclarar las cosas -dijo.

– Por supuesto. Déjeme comprobar…

Scott tuvo que esperar varios tensos minutos. Permaneció inmóvil en la silla, esperando para continuar con aquella conferencia que podría costarle todo lo que había tardado años en construir.

– Bien, profesor Freeman, lamento haberle hecho esperar. Es un poco difícil localizar a Louis. Tras recibir su doctorado se unió a Maestros por América. Desde luego, no es lo habitual en la mayoría de nuestros estudiantes. El número y la dirección que tengo de él son de un sitio al norte de Lander, Wyoming, en una reserva india. Apunte…

Scott llamó a Wyoming, donde le dijeron que en ese momento Louis Smith estaba impartiendo clase a niños de octavo curso. Dejó su nombre y explicó que era urgente. Cuando por fin sonó el teléfono, contestó con ansia.

– ¿Sí?

– ¿Profesor Freeman? Soy Louis Smith…

– Gracias por llamar.

El joven parecía excitado.

– Me siento muy honrado por su llamada, profesor Freeman. He leído todo lo que ha publicado, en particular lo referido al inicio de la guerra de Independencia. Ésa es también mi especialidad. Las maniobras militares, las intrigas políticas, las expectativas. Tantas lecciones que deberíamos tener en cuenta hoy en día… Quiero decir que puede imaginarse qué distinto se ven en una reserva india los conceptos de historia que nosotros damos por sentado… -El joven hablaba rápidamente, sin parar. De pronto se detuvo, tomó aliento y pidió disculpas-. Lo siento. Estoy divagando. Por favor, profesor, ¿a qué debo el honor de su llamada?

Scott vaciló. La energía del joven maestro no era lo que esperaba.

– He leído su tesis doctoral…

– ¡Dios mío! Oh, cuánto me alegra, quiero decir. ¿Le gustó? ¿Cree que hecho una buena interpretación?

– Excelente -dijo Scott, un poco aturdido-. Y sus conclusiones son acertadas.

– Gracias, profesor. No se imagina cuánto significan sus palabras para mí. Ya sabe, uno hace un trabajo así y sueña con verlo publicado en una editorial especializada, pero en realidad sólo su tribunal y tal vez su novia lo leen. Saber que usted lo ha leído…