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– Hay algo que me gustaría preguntarle -dijo Scott, envarado-. Encuentro algunas similitudes entre su tesis y un artículo que escribí meses más tarde…

– Sí -dijo el joven-. En la Revistade Historia Norteamericana. Lo leí con atención, porque tratamos el mismo material. Pero ¿similitudes? ¿A qué se refiere?

Scott tomó aire.

– Me han acusado de plagiar algunos párrafos suyos. No lo he hecho, pero me han acusado…

Se detuvo y esperó. Louis Smith tardó un par de segundos en recuperarse.

– Pero eso es una locura -dijo-. ¿Quién lo ha acusado?

– No lo sé. Pensé que podría ser usted.

– ¿Yo?

– Pues sí.

– Absolutamente no. Imposible.

Scott se sintió mareado. No sabía qué pensar.

– Pero tengo aquí delante una copia de su tesis, y hay párrafos que son iguales palabra por palabra. No sé cómo ha sucedido, pero…

– Imposible -repitió Louis Smith-. Su artículo fue publicado meses después de que escribiera mi tesis, pero usted debió de hacer su investigación y redactarlo más o menos al mismo tiempo. Y hubo retrasos en incorporar mi tesis a Internet. De hecho, aparte de la página web de la universidad, que enlaza con algunas webs de historia, es muy difícil encontrarla. Suponer que usted lo consiguiera y tomase algunos párrafos… bueno, no lo entiendo. ¿Puede leerme esos párrafos, si no le importa?

Scott miró las palabras resaltadas en amarillo.

– Sí -dijo-. En mi artículo, en la página treinta y tres, escribí… -Scott leyó ambos.

Louis Smith respondió lentamente.

– Vaya, es muy curioso. El párrafo que usted me lee y que supuestamente aparece en ambos trabajos no es del mío. Es decir, yo no lo escribí. No está en mi tesis. Quiero decir, los argumentos son similares, pero no la redacción.

– Pero -repuso Scott- estoy leyendo de una copia por impresora de su tesis.

– No puedo asegurarlo, profesor, pero me da que pensar que alguien ha manipulado la copia de mi trabajo que le han enviado… ¿Quién podría hacer una cosa así y para qué?

El viento arreciaba y la luz del sol se difuminaba hacia el oeste, dando al mundo una cualidad gris y confusa. Hope reunió al equipo tras terminar el entrenamiento. Las chicas estaban sudorosas. Las había hecho trabajar duro, quizá más que de ordinario cuando se acercaba el final de la temporada, pero había corrido al tiempo que ellas, como si el esfuerzo físico y el aire frío fuesen lo único que podía distraerla.

– Buen trabajo -jadeó-. Faltan dos semanas para las eliminatorias. Será difícil venceros. Muy difícil. Eso es bueno. Pero hay otros equipos que pueden estar preparándose igual de bien. Ahora interviene algo más que el estado físico. Ahora se trata de una cuestión de voluntad. ¿Cómo queréis que se recuerde este año, esta temporada, este equipo?

Contempló los brillantes rostros de aquellas jovencitas que habían aprendido que el trabajo duro y la dedicación dan sus frutos. «Primero surge un destello en sus ojos -pensó Hope-, y luego se les extiende a la piel, tan intenso que desprende una especie de calor.»

Les sonrió, aun sintiendo un profundo desasosiego.

– Mirad -dijo-. Para ganar, todas tenemos que arrimar el hombro y sudar la camiseta. ¿Alguna quiere decir algo? ¿Alguna duda o sugerencia?

Las chicas se miraron unas a otras. Algunas negaron con la cabeza.

Hope no sabía si ya circulaban algunos rumores. Pero le costaba imaginar que no fuera así. «No hay secretos en un colegio», pensó.

Las chicas parecieron encogerse colectivamente de hombros. Hope quiso interpretarlo como un gesto de solidaridad.

– Muy bien -dijo-. Pero si hay alguien que se sienta incómoda por algo, cualquier cosa, puede ir a mi despacho. Mi puerta está siempre abierta. Y si no queréis hablar conmigo, hacedlo con la directora deportiva… -No podía creer que estuviera diciendo eso. Atinó a cambiar de tema-. Nunca os había visto tan calladas, así que voy a suponer que os habéis quedado sin voz por haber trabajado tan duro. Por tanto, se cancela la carrera final. Daros una palmadita en la espalda, y luego recoged vuestras bolsas y a casa.

Esto produjo una salva de aplausos. Exonerarlas de un par de vueltas extra alrededor del campo siempre funcionaba. «Están preparadas», pensó. Y se preguntó si lo estaba ella.

Las chicas empezaron a despejar el campo, en pequeños grupos, y Hope oyó sus risas. Las vio marchar y luego se sentó en el banquillo.

El viento había aumentado. Pensó que ser parte de algo, como la escuela y el equipo, era parte de la imagen que tenía de sí misma, y ahora esa imagen estaba en peligro. Las sombras del atardecer avanzaban sobre el verde césped, haciendo que pareciera negro. «Hay pocas cosas tan terribles como una acusación falsa», pensó. La ira se apoderó de ella. Quiso encontrar a la persona que le había hecho eso y darle de puñetazos.

Pero fuera quien fuese, parecía no tener más sustancia que la creciente oscuridad que la rodeaba, y Hope, a pesar de lo furiosa que estaba, prorrumpió en sollozos incontrolados.

– ¿Ashley? ¿Ashley Freeman? Hace tiempo que no la veo. Meses. Tal vez incluso más de un año. ¿Sigue viviendo en la ciudad?

No respondí a esa pregunta.

– ¿Trabajaba usted aquí con ella? -pregunté.

– Sí. Éramos varios posgraduados trabajando aquí a tiempo parcial.

Yo estaba en el vestíbulo del museo, no lejos del restaurante donde Ashley había esperado infructuosamente una tarde a Michael O'Connell. La joven recepcionista llevaba el pelo muy corto y con una cresta en lo alto, lo que le daba aspecto de gallo, y tenía media docena de piercings en una oreja y un único aro brillante y naranja en la otra. Me dedicó una sonrisa y se atrevió por fin a hacer la pregunta obvia.

– ¿Por qué le interesa Ashley? ¿Algo va mal?

Negué con la cabeza.

– Me interesa un caso legal en el que ella estuvo relacionada. Estoy haciendo un trabajo de investigación. Sólo quería ver dónde trabajaba. Entonces, ¿la conoció usted cuando estaba aquí?

– No muy bien… -Vaciló.

– ¿Qué ocurre?

– No creo que la conociera mucha gente. Ni que la apreciaran demasiado.

– ¿Sabe el motivo?

– Bueno, oí decir que Ashley era un poco rara, o algo así. Se habló y especuló mucho cuando se marchó.

– ¿Por qué?

– Se rumoreaba que encontraron en su ordenador algo que la metió en problemas.

– ¿Algo?

– Algo raro. ¿Vuelve a tener problemas?

– No exactamente -respondí-. Problemas tal vez no sea la palabra adecuada.

18 Cuando las cosas empeoran

Michael O'Connell consideraba que su mayor virtud era la paciencia.

No era sólo una cuestión de ocupar el tiempo, o de sentarse mano sobre mano. Esperar de verdad requería preparativos y planes, para que cuando llegara el momento él fuera por delante de todos los demás. Se consideraba un director de cine, la persona que tiene una visión de la historia completa, acto a acto, escena a escena, hasta el final. Era un hombre, se decía, que conocía todos los finales, ya que los diseñaba él mismo.

Estaba en calzoncillos, el cuerpo sudoroso. Un par de años antes, mientras curioseaba en una tienda de libros de segunda mano, había encontrado un libro de ejercicios muy curioso. Pertenecía al manual de preparación física de las Reales Fuerzas Aéreas Canadienses y estaba lleno de antiguos dibujos de hombres en calzón haciendo flexiones con una sola mano y la barbilla levantada. Era todo lo contrario de los manidos ejercicios abdominales de seis minutos que saturaban los canales de televisión a todas horas. Había aprendido los ejercicios de las RFAC, y bajo sus ropas sueltas de estudiante ocultaba el físico de un luchador profesional. Nada de asistir a gimnasios selectos, que eran nidos de vanidad, ni de penosas carreras en solitario por los paseos de la ciudad. Prefería tonificar sus músculos a solas, en su habitación, escuchando a veces con auriculares algún grupo de rock pretendidamente satánico, como Black Sabbath o AC/DC.