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Se tumbó en el suelo, alzó las piernas por encima de la cabeza y luego las bajó despacio, deteniéndose para mantener la postura tres veces antes de inmovilizar los talones a escasos centímetros del parquet. Repitió este ejercicio veinticinco veces, pero en la última repetición mantuvo la postura de suspensión inmóvil, los brazos planos a los costados. Sabía que superados los tres minutos empezaría a sentir incomodidad, y a los cinco, inquietud. Después de seis minutos, sentiría dolor.

O'Connell se dijo que el asunto no era ya desarrollar los músculos. Ahora se trataba de superarse.

Cerró los ojos, y no hizo caso a la quemazón del estómago, sustituyéndola por una imagen de Ashley. En su mente trazó lentamente cada detalle, con toda la paciencia de un artista dedicado. «Empieza por los pies, el dibujo de sus dedos, el arco, la tensión del talón. Luego sube por la pierna, recorriendo pantorrilla, rodilla y muslo.»

Rechinó los dientes y sonrió. Normalmente podía mantener la posición hasta llegar a los pechos de Ashley, después de entretenerse largo rato en su ingle, e incluso a veces llegaba a la larga y sensual curva del cuello. Entonces se veía obligado a desistir. Pero a medida que se hacía más fuerte, sabía que algún día completaría la imagen mental con los rasgos del rostro y el cabello. Anhelaba desarrollar esa fuerza. Con un jadeo, se relajó y sus talones chocaron contra el suelo. Permaneció tendido unos segundos, sintiendo el sudor correrle por pecho y espalda.

«Ella llamará -pensó-. Hoy. Tal vez mañana.» Era predecible. Él había puesto en juego fuerzas que la atraerían. «Estará molesta -se dijo-. Furiosa.» Le espetaría una serie de reproches y exigencias, ninguno de los cuales significaría nada para él. «Y esta vez acudirá sola. Desquiciada y vulnerable», pensó.

Tomó aire. Durante un instante le pareció sentir a Ashley a su lado, cálida y suave. Cerró los ojos y se dejó envolver por esa sensación. Cuando se desvaneció, sonrió.

Siguió tendido en el suelo, mirando el techo blanco y la bombilla desnuda de cien vatios. Una vez había leído que ciertos monjes de una orden olvidada de los siglos XI y XII permanecían en esa postura durante horas, en completo silencio, ignorando el calor, el frío, el hambre, la sed y el dolor, experimentando visiones y contemplando los inmutables cielos y la inexorable palabra de Dios. Para él tenía todo el sentido del mundo.

Lo que preocupaba a Sally era una cuenta extranjera que había recibido varias transferencias de la cuenta de su cliente. La suma en cuestión rondaba los cincuenta mil dólares, una escasa parte del total robado. Pero eran las únicas transferencias enviadas a un sistema bancario que denegaba el acceso por Internet.

Cuando llamó al banco en Gran Bahama, se mostraron corteses y le dijeron que necesitaría autorización de su propio banco, algo muy difícil de obtener incluso para los investigadores del fisco, y probablemente imposible para una abogada que careciese de una orden judicial o el apoyo del Departamento de Estado.

Lo que Sally no podía imaginar era por qué alguien capaz de acceder a la cuenta de su cliente sólo había robado una quinta parte de la cantidad depositada. Las otras sumas, dispuestas en una serie mareante de transferencias a través de bancos de toda la nación, podían seguirse y probablemente recuperarse. Había conseguido congelar las cuentas en casi una docena de instituciones, donde permanecían intactas bajo nombres diferentes, todos falsos. ¿Por qué no habían transferido todo el dinero a cuentas en el extranjero, donde era muy probable que fuera irrecuperable?, se preguntó. La mayoría del dinero estaba simplemente flotando allí, no robado, sino esperando a que ella se tomara la engorrosa molestia de recuperarlo. Eso la preocupaba. No podía identificar con precisión qué clase de delito se había cometido. Lo único que sabía era que su reputación profesional recibiría un buen golpe, como mínimo, y lo más probable es que quedara afectada para siempre.

Tampoco estaba segura de quién la había hecho objeto de aquel robo informático.

Su primera sospecha recayó en la parte contraria del caso de divorcio. Pero no comprendía por qué haría algo así: tan sólo retrasaría el asunto y complicaría las cosas, además de llamar la atención del tribunal, lo que la pondría en una posición desventajosa. La gente se comportaba de modo irracional en los divorcios, eso lo sabía muy bien, pero esto la desconcertaba. La gente se mostraba vociferante e intratable cuando buscaba crear problemas, nunca hacía gala de una sutileza como la que suponía aquel robo.

Así pues, sus sospechas se dirigieron a otros casos. Debía de ser alguien a quien hubiera derrotado en el pasado.

Esto la inquietó aún más. La idea de que alguien mantuviese intacta su sed de venganza durante meses o años era muy inquietante, algo salido directamente de El Padrino.

Se había marchado temprano de su despacho y se encontraba en un restaurante céntrico que tenía nombre irlandés y un bar tranquilo, donde bebía su segundo escocés con agua. Al fondo, los Grateful Dead cantaban Friend of the Devil.

«¿Quién me odia?», se preguntó.

Fuera quien fuese, tenía que contárselo a Hope. Con toda la tensión que había entre ambas, eso era lo último que necesitaban. Bebió un largo sorbo de whisky. «Ahí fuera hay alguien que me odia y soy una cobarde», pensó. Contempló el vaso, decidió que no había, suficiente alcohol en el mundo para aliviar lo mal que se sentía, lo apartó y, con la poca firmeza que le quedaba, regresó a casa.

Scott terminó su carta al profesor Burris y la releyó con atención. La palabra que había elegido para describir lo sucedido era «engaño»: presentó la alegación como si todos hubieran sido objeto de una elaborada y retorcida broma estudiantil.

Sólo que Scott no se reía.

La única parte de la carta con la que se sentía cómodo era el párrafo en que recomendaba a Burris que tuviera en cuenta los logros académicos de Louis Smith. De ese modo tal vez podría darle al joven un empujoncito en su carrera.

Firmó el e-mail y lo envió. Luego volvió a su casa y se sentó en su viejo y ajado sillón de orejas y se preguntó qué significaba todo aquello. No se creía que la carta que acababa de enviar lo librase de todos los problemas. Todavía tenía que verse con aquel periodista del campus a finales de semana. La habitación se ensombreció a su alrededor, mientras el día moría, y Scott supo que en algún momento del futuro tendría que defenderse. Que la acusación no tuviera fundamento era más o menos irrelevante. Alguien, en alguna parte, se la creería.

Todo aquello lo enfurecía. Permaneció allí sentado con los puños apretados, la cabeza dolorida, preguntándose quién le había hecho aquella vileza. Ignoraba que la misma pregunta acosaba a Sally y a Hope, y que si todos hubieran conocido los problemas de los demás, el origen de éstos les habría resultado obvio. Pero, por las circunstancias y la mala suerte, todos estaban separados.

Ashley estaba recogiendo sus cosas para marcharse del museo cuando alzó la cabeza y vio que el subdirector la estaba esperando, incómodo, a unos pasos de distancia.

– Ashley -dijo, recorriendo con la mirada la habitación-, me gustaría hablar con usted.

Ella soltó la pequeña mochila y lo siguió diligentemente a su despacho. El silencioso museo pareció de pronto una cripta donde resonaban sus pasos. Las sombras parecían afectar a los cuadros de las paredes, desdibujando las formas y mezclando los colores.

El subdirector le indicó una silla y él se sentó a su escritorio. Se ajustó la corbata, suspiró y la miró a los ojos. Tenía la costumbre de frotarse las manos en momentos tensos.

– Ashley, tenemos algunas quejas sobre usted.

– ¿Quejas? ¿Qué clase de quejas?

Él no respondió.

– ¿Ha tenido dificultades últimamente?

La respuesta era sí, pero no quería que el subdirector supiera más de lo necesario de su vida privada. Lo consideraba un hombre pueril y metomentodo. Tenía dos hijos pequeños y una casa en Somerville, detalles que rara vez le impedían tirarles los tejos a las nuevas empleadas jóvenes.