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– Nada fuera de lo normal -mintió-. ¿Por qué lo pregunta?

– Entonces, ¿diría que las cosas son normales en su vida? ¿Nada nuevo?

– No estoy segura de adonde quiere ir a parar.

– Sus puntos de vista sobre, hum, la vida en general, ¿no han cambiado recientemente de forma abrupta?

– Mis puntos de vista son mis puntos de vista -respondió ella.

Él volvió a vacilar.

– Me lo temía. No la conozco bien, Ashley, así que supongo que nada debería sorprenderme. Pero tengo que decir… Lo expresaré de esta forma: sabe que en este museo tratamos de ser tolerantes con los puntos de vista y opiniones de los demás, así como con sus, por decirlo así, estilos de vida. No nos gusta tener prejuicios. Pero hay ciertas líneas que no pueden cruzarse, ¿de acuerdo?

Ella no tenía ni idea, pero asintió.

– Por supuesto -dijo-. Ciertas líneas, claro.

El subdirector pareció a la vez triste y enfadado. Se inclinó hacia delante.

– ¿De verdad cree que el Holocausto no sucedió?

Ashley parpadeó.

– ¿Qué?

– ¿Que el asesinato de seis millones de judíos fue simple propaganda y nunca ocurrió?

– No entiendo…

– ¿Son los negros una raza inferior? ¿Poco más que animales salvajes?

Ella no respondió, muda de sorpresa.

– ¿Que los judíos controlan el FBI y la CIA? ¿Y que la pureza de raza es el asunto más importante al que se enfrenta hoy nuestra nación?

– No sé qué preten…

Él alzó una mano, la cara enrojecida. Señaló su ordenador.

– Venga aquí y entre con su contraseña -ordenó con aspereza.

– No entiendo…

– No me tome por tonto -la cortó él.

Ashley se acercó a la mesa e hizo lo que le pedían. El ordenador emitió un sonido familiar, y una imagen del museo llenó la pantalla, seguida de una pantalla que rezaba: «Bienvenida, Ashley. Tienes mensajes no leídos en tu buzón.»

– Muy bien -dijo Ashley, incorporándose.

El subdirector se apoderó del teclado.

– Aquí -dijo-. Búsquedas recientes.

Pulsó una serie de teclas. La imagen del museo fue sustituida por una pantalla negra y roja y una música marcial llenó los altavoces. Una gran esvástica apareció de repente, seguida por otra música. Ashley no reconoció la canción Horst Wessel, pero captó su naturaleza. Abrió la boca asombrada y trató de hablar, pero sus ojos estaban clavados en el ordenador, que mostraba antiguas fotografías en blanco y negro de un grupo de personas alzando el brazo con el saludo nazi mientras Sieg Heil! se repetía media docena de veces. Reconoció imágenes de El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl, que fueron sustituidas por un «Bienvenido a la página web de la Nación Aria». Al instante apareció una segunda pantalla, que proclamaba: «Bienvenida, soldado de asalto Ashley Freeman. Por favor, introduzca su clave de acceso.»

– ¿Tenemos que continuar? -preguntó el subdirector.

– Esto es una locura -dijo Ashley-. No es mío. No sé cómo…

– ¿No es suyo?

– No. No sé cómo, pero…

El subdirector señaló la pantalla.

– Bien -dijo-. Teclee su clave del museo.

– Pero…

– Hágalo -dijo él fríamente.

Ella se inclinó y tecleó. Sonó otra fanfarria musical, algo de Wagner.

– No comprendo…

– Ya.

– Alguien lo ha manipulado -dijo Ashley-. Un ex novio. No sé cómo, pero es muy bueno con los ordenadores y debe de…

El subdirector alzó una mano.

– Pero acaba de decirme que no hay nada raro en su vida. «Nada fuera de lo normal.» Un ex novio que la inscribe en una página web de neonazis, bueno, yo lo consideraría fuera de lo normal.

– Es que él…

El subdirector sacudió la cabeza.

– Por favor, no me ofenda con más excusas tontas. Éste es su último día aquí, Ashley. Aunque su excusa sea verdad, bueno, no podemos tolerar esto. Novio despechado o creencia auténtica, da igual. Ambas cosas resultan inaceptables en la atmósfera de tolerancia que promovemos aquí. Esto es pornografía del odio. No lo permitiré. Y, para ser sincero, no estoy seguro de creerla. Le enviaremos por correo su última nómina. Buenas noches, señorita Freeman. Por favor, no vuelva. Y por favor -añadió mientras señalaba la puerta-, no solicite referencias.

De regreso a su apartamento, Ashley pasaba de las lágrimas de frustración a la furia absoluta. A cada paso se enfurecía más, tanto que apenas veía las sombras y la oscuridad que la rodeaban. Marchaba con precisión militar por las calles, tratando de saber qué hacer, pero cegada por la cólera. Nadie en su sano juicio permitiría que alguien le fastidiara la vida de esa manera, así que decidió que aquello iba a acabarse esa misma noche.

Una vez llegó a casa, arrojó la chaqueta y la mochila sobre la cama y fue directa al teléfono. Marcó el número de Michael O'Connell.

La voz de él sonó soñolienta.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– Sabes jodidamente bien quién es -le espetó Ashley.

– ¡Ashley! Sabía que llamarías…

– ¡Hijo de puta! ¡Has arruinado mis estudios y mi trabajo! ¡¿Qué clase de gusano eres?!

Él guardó silencio.

– ¡Déjame en paz de una vez! ¡¿Me has oído, asqueroso bastardo?!

Él continuó en silencio.

Ella se embaló.

– ¡Te odio con toda mi alma! ¡Maldito seas mil veces, Michael O'Connell! ¡Te dije que se había acabado y se acabó! No quiero verte ni en pesadillas. No puedo creer que me hayas hecho esto. ¿Y dices que me amas? Eres una persona enferma y malvada. ¡Desaparece de mi vida! ¡Para siempre! ¿Lo entiendes, cabrón de mierda?

Él siguió sin responder.

– ¿Me oyes, cabronazo? ¡Se acabó! Aléjate de mí o te arrepentirás. ¿Has comprendido?

Esperó una respuesta, pero no obtuvo ninguna. El silencio la envolvió como una enredadera.

– ¿Sigues ahí? -preguntó. De repente pensó que había colgado y que sus palabras desaparecían en el vacío electrónico-. ¿Lo entiendes? Se acabó…

Más silencio.

Le pareció oír su respiración.

– Por favor -dijo, serenándose-, esto tiene que acabar.

Cuando él habló por fin, la desconcertó.

– Ashley -respondió casi con alegría-, es maravilloso oír tu voz. Cuento los días que faltan para que volvamos a estar juntos. -Hizo una pausa y luego añadió-: Para siempre.

Y colgó.

– ¿Pero sucedió algo? -pregunté.

– Sí -respondió ella-. Muchas cosas, en realidad.

La miré a la cara y vi que se debatía con los detalles de lo que quería decir. Se vestía de reluctancia igual que algunos se ponen un jersey grueso en invierno, en previsión del frío y un empeoramiento del clima.

– Bueno -dije, un poco molesto por sus reticencias-, ¿cuál es aquí el contexto? Me metes en esta historia diciendo que yo debía encontrarle sentido. De momento no estoy seguro de haberlo hecho. Puedo ver los juegos que preparaba Michael O'Connell. Pero ¿con qué fin? Puedo ver que el crimen va tomando forma… pero ¿de qué crimen estamos hablando?

Ella levantó una mano.

– Quieres que las cosas sean simples, ¿no? Pero el crimen no es tan simple. Cuando lo examinas, intervienen muchos elementos. A veces creo que todos ayudamos a crear la atmósfera psicológica y emocional necesaria para que las cosas malas y terribles echen raíces y luego florezcan. Nosotros mismos somos una especie de invernadero para el mal. ¿No te parece a veces?

No respondí. Me limité a observarla contemplar su taza de café, como si ésta pudiera decirle algo.

– ¿No te parece que vivimos vidas increíblemente difusas, inconexas? En otros tiempos crecías y te quedabas en tu lugar natal. Probablemente comprabas una casa enfrente de la de tus padres y ayudabas a llevar el negocio familiar. Así todos permanecíamos relacionados, en la misma órbita. Tiempos ingenuos. Los Honeymooners y Papá lo sabe todo en la televisión. Qué idea tan extraña: papá lo sabe todo. Ahora nos educan y nos marchamos. -Hizo una pausa-. ¿Qué harías tú si alguien decidiera arruinarte la vida? -preguntó, y añadió-: Desde nuestra perspectiva, mirando lo ocurrido desde nuestro lugar seguro, es fácil ver que había un tipo tratando de destruir sus vidas. Pero ellos no podían verlo…