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– ¿Por qué no?

– Porque no es una idea lógica. No tenía motivo ni sentido. ¿Por qué O'Connell querría hacerles eso?

– Muy bien, ¿por qué?

– Eso tienes que averiguarlo por tu cuenta. Pero algo está claro: Michael O'Connell, que no les llegaba ni a la suela del zapato en educación, experiencia, prestigio y poder, era dos veces más listo que todos ellos, porque ellos eran como todas las personas normales, y él no. Allí estaban, atrapados en las redes de toda su maldad, sin poder verlo. ¿Qué habrías hecho tú? Han pasado cosas horribles, ¿pero tú habrías sabido reaccionar a tiempo?

No respondí directamente.

– Pero ¿cambió algo?

– Sí. Hubo un momento de lucidez.

– ¿Y cómo fue?

Ella sonrió.

– Fue gracias a una frase afortunada en una situación muy desafortunada.

19 Un cambio de estrategia

Al principio, Ashley se dejó llevar por la furia.

Segundos después de colgar, arrojó el teléfono móvil al otro extremo de la habitación, donde resonó contra la pared como un disparo. Se dobló por la cintura, con los puños apretados, la cara desencajada en una mueca, enrojecida, rechinando los dientes. Cogió un libro de texto y también lo estampó contra la misma pared. Fue a su dormitorio, cogió un cojín de la cama y empezó a aporrearlo como un boxeador en el último asalto, lanzando puñetazos a diestro y siniestro. Agarró la almohada y la desgarró; trozos de relleno sintético revolotearon a su alrededor, posándose en el suelo y en sus ropas. Tenía los ojos anegados en lágrimas y finalmente dejó escapar un gemido de desesperación, hundida en la más sombría depresión.

Se arrojó sobre la cama, adoptó una posición fetal y lloró lastimeramente, cediendo a toda su desdicha. Su cuerpo se agitaba de frustración, estremeciéndose, como si la frustración sacudiera todas las fibras de su cuerpo, como una infección errante.

Cuando se le agotaron las lágrimas, se dio media vuelta y contempló el techo, sujetando contra el pecho la almohada hecha jirones. Inspiró hondo. Sabía que las lágrimas no resuelven ningún problema, pero de cualquier forma se sintió un poco mejor. Cuando los latidos de su corazón recobraron un ritmo normal, se sentó en la cama.

– Muy bien -se dijo en voz alta-. Contrólate, chica.

Miró el móvil destrozado y decidió que su arrebato de furia era una bendición. Tendría que comprar un teléfono nuevo y, con él, un nuevo número. Un número, se prometió, que no tendría Michael O'Connell. Se volvió hacia la mesa, donde estaba el teléfono fijo. «Dalo de baja», se ordenó.

Junto al teléfono estaba su ordenador portátil.

– Muy bien -dijo, hablando consigo misma como con una niña pequeña-. Cambia de servidor y de cuenta de correo. Cancela todos los pagos domiciliados. Empieza de nuevo.

Entonces contempló el apartamento.

«Si tienes que mudarte, pues múdate», se dijo.

Resopló. Podía ir al registro de la universidad por la mañana y hacer que corrigieran sus datos. Sabía que sería un engorro, pero en alguna parte tenía copias de sus calificaciones en papel, y fuera cual fuese el truquito que Michael O'Connell utilizara, podría contrarrestarlo. Tal vez fuera imposible arreglar aquellas ausencias inexistentes, pero era sólo una asignatura, no sería tan desastroso.

Su despido era un problema mayor. No tenía ninguna confianza en que el subdirector no fuera a ser un obstáculo en el futuro. Era un rígido diletante y un machista encubierto, y Ashley odiaba tener que tratar de nuevo con él. Decidió que el mejor curso de acción sería conseguir que uno de sus profesores de la facultad le escribiera una carta diciéndole que seguramente se había confundido en sus apreciaciones sobre ella, y que repasara su historial de empleos. Seguro que podría conseguir a alguien que lo hiciese, cuando explicara las circunstancias. Tal vez no recuperase su puesto de trabajo, pero al menos minimizaría los daños colaterales.

Después de todo, se dijo, no es que el trabajo en el museo fuera el único del mundo. Tenía que haber muchos otros relacionados con el arte, que era lo que a ella le interesaba.

Cuanto más planeaba, mejor se sentía. Cuanto más decidía, más se sentía ella misma, fuerte y decidida. Tras unos instantes, se levantó y fue al cuarto de baño.

Se miró en el espejo y sacudió la cabeza; tenía los ojos hinchados y enrojecidos.

– Muy bien -dijo, mientras llenaba el lavabo con agua caliente para lavarse la cara-. Se acabaron las malditas lágrimas por culpa de ese hijo de puta.

Se acabó el estar asustada. Se acabó la ansiedad. Se acabó el apretar los dientes y la frustración nerviosa. Iba a continuar con su vida, maldito fuera Michael O'Connell.

De repente sintió hambre y, tras haberse desprendido de tanta tristeza, se dirigió a la cocina. Encontró una tarrina de helado Ben and Jerry's en el congelador y se zampó una buena cucharada. Una vez el dulce sabor mejoró su estado de ánimo, se dirigió al teléfono que le quedaba para llamar a su padre. Mientras cruzaba el apartamento, comiendo el helado directamente de la tarrina, vaciló junto a la ventana y contempló la noche con una súbita punzada de incertidumbre. «Se acabó mirar las sombras.» Se dio la vuelta, cogió el teléfono fijo y empezó a marcar, sin saber que un par de ojos escrutaban la tenue luz de la ventana de su casa en busca de un atisbo de su silueta, a la vez satisfecho e insatisfecho con la mera sugerencia de su presencia, completamente tranquilo en la oscuridad, excitado ahora por lo cerca que la sentía. Era algo que ella nunca entendería, pensó. Cada paso que ella daba para intentar separarse sólo lo excitaba más y más. Se subió el cuello del abrigo y se internó en las sombras. Allí podía sentirse cálido toda la noche si era necesario.

Hope se sorprendió al encontrar a Sally esperándola cuando llegó a casa esa noche. Habían caído en la más envarada de las pautas, marcada por largos silencios.

Miró a su compañera de tantos años y de repente sintió un arrebato de cansancio e inquietud. «Ya está -pensó-. Ahora es cuando nos decimos adiós.» Una tristeza difusa la embargó mientras miraba nerviosa a Sally.

– Vuelves un poco pronto esta noche -dijo con el tono más neutro posible-. ¿Tienes hambre? Puedo preparar algo rápido, pero no será gran cosa…

Sally apenas se movió. Tenía otro whisky en la mano.

– No tengo hambre -dijo con voz algo pastosa-. Pero tenemos que hablar. Tenemos un problema.

– Sí. Tal vez yo debería servirme una copa. -Fue a la cocina.

Mientras Hope se servía un vaso de vino blanco, Sally trató de decidir exactamente por dónde iba a empezar y qué problemas debería presentar primero. En su mente había una extraña confusión que unía el robo en la cuenta de su cliente y la amenaza a su carrera con la inquietante frialdad que sentía hacia Hope.

«¿Quién soy?», se preguntó Sally.

Se sentía como en los días antes de separarse de Scott. Una especie de sombra negra y gris teñía sus pensamientos. Le hizo falta mucha fuerza de voluntad para permanecer sentada. Quería levantarse y correr. Para ser una abogada acostumbrada a resolver conflictos, se sentía bruscamente incompetente.

Cuando alzó la cabeza, Hope estaba de pie en el umbral.

– Tengo que contarte lo que ha pasado -dijo Sally.

– ¿Te has enamorado de otra persona?

– No, no…

– ¿Un hombre?

– No.

– ¿Otra mujer, entonces?

– No.

– ¿Ya no me quieres?

– No sé qué quiero -respondió Sally-. Siento, no sé, como si me estuviera desvaneciendo, como si fuese una foto antigua.