Hope pensó que eso sonaba demasiado indulgente y romántico. Le sentó como un puñetazo e hizo todo lo que pudo, dada la tensión a la que había estado sometida, por no estallar.
– ¿Sabes, Sally? -dijo con una frialdad que la sorprendió-. No quiero discutir los vaivenes de tu estado emocional. Las cosas no son perfectas. ¿Qué es lo que quieres hacer? Odio vivir en este campo de minas que tenemos por casa. Me parece que o bien nos separamos o… no sé, ¿qué? ¿Qué sugieres? Pero desde luego odio esta montaña rusa psicológica…
Sally negó con la cabeza.
– No lo había pensado.
– Y una mierda que no. -Hope sentía remordimientos por lo bien que le sentaba estar furiosa.
Sally empezó a decir algo, pero se detuvo.
– Hay otro problema -dijo-. Uno que nos afecta a las dos, a cómo vivimos…
Sally la informó de la denuncia del Colegio de Abogados y de la dura realidad de que una buena parte de sus ahorros, al menos por el momento, había volado, y que tardaría algún tiempo en localizar el dinero y realizar los trámites necesarios para recuperarlo.
Hope escuchó asombrada.
– Estás bromeando, ¿no?
– Ojalá.
– Pero no era tu dinero, era nuestro dinero. Tendrías que haberme consultado primero…
– Tuve que actuar con rapidez para impedir una investigación por parte del Colegio de Abogados.
– Eso es una excusa. Pero no explica por qué no cogiste el maldito teléfono para decirme lo que estaba pasando.
Sally no respondió.
– ¿Así que no sólo estamos al borde del divorcio, sino que de pronto nos quedamos sin blanca?
Sally asintió.
– Bueno, no del todo, pero hasta que las cosas se resuelvan…
– ¡Magnífico! ¡De maravilla! ¿Qué demonios vamos a hacer ahora? -Hope se levantó para pasearse por la habitación. Estaba tan enfadada que le parecía que las luces de la habitación parpadeaban.
Antes de que Sally pudiera responder «No lo sé», sonó el teléfono.
Hope lo miró como si el aparato tuviera la culpa de todas las desgracias y cruzó la habitación para atenderlo. Murmuraba obscenidades para sí a cada paso.
– ¿Sí? -dijo con rudeza-. ¿Quién es?
Desde el sillón, entristecida por el caos en que parecía estar sumida su vida, Sally vio que el rostro de Hope se tensaba de repente.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Algo va mal?
Hope vaciló, escuchando a su interlocutor. Al final asintió.
– Madre de Dios. Espera, te la paso. -Se volvió hacia Sally-. Sí. No. Toma. Cógelo. Es Scott. El gusano ha vuelto a la vida de Ashley. A lo grande.
Scott llegó a la casa una hora más tarde. Llamó al timbre, oyó a Anónimo ladrar y cuando alzó la cabeza vio que era Hope quien había abierto la puerta. Tuvieron su habitual momento de embarazoso silencio, y luego ella dijo:
– Hola, Scott. Pasa.
A él le sorprendió ver que Hope había estado llorando, porque siempre había supuesto que ella era la dura en la relación con Sally: su ex esposa siempre era la mitad pasiva de cualquier relación.
Se saltó los saludos cuando llegó al salón.
– ¿Has hablado con Ashley?
Sally asintió.
– Mientras venías para aquí. Me ha informado de lo que te ha contado. Ahora está sin trabajo y metida en un lío en sus estudios -suspiró-. Supongo que hemos subestimado a ese O'Connell.
Scott alzó las cejas.
– Eso sería quedarnos cortos. Fue un error probablemente inevitable. Pero ahora tenemos que ayudar a Ashley a salir de la encrucijada.
– Creí que habías ido a Boston para eso -dijo Sally fríamente, mirándolo con las cejas arqueadas-. Junto con cinco mil dólares en efectivo.
– Sí -replicó Scott con la misma frialdad-. Supongo que nuestra oferta de soborno no funcionó. Bien, ¿cuál es el siguiente paso?
Todos guardaron silencio, hasta que Hope estalló.
– Ashley tiene problemas graves. Está claro que necesita ayuda, pero ¿cómo? ¿Qué podemos hacer?
– Tiene que haber leyes que la protejan -dijo Scott.
– Las hay, pero ¿cómo las aplicamos? -observó Hope-. Y hasta ahora, ¿qué ley pensamos que ha quebrantado ese tipo? No la ha atacado. No la ha golpeado. No la ha amenazado. Le ha dicho que la ama. Y la ha seguido. Y luego lo que ha hecho es joderle la vida con el ordenador. Malicia, principalmente…
– Hay leyes contra eso -dijo Sally.
– ¿Contra la malicia con el ordenador? -repuso él-. No lo creo.
– Acoso anónimo -dijo Sally.
Scott se echó hacia atrás en su asiento.
– He tenido un problema peliagudo esta última semana, generado anónimamente por ordenador. Creo que está resuelto, pero…
– Yo también -dijo Hope.
Sally alzó la cabeza, sorprendida. Pero antes de que pudiera decir nada, Hope la señaló directamente.
– Y tú también. -Y se levantó-. Creo que vamos a necesitar una copa -dijo, y se marchó en busca de otra botella de vino-. Tal vez más de una -exclamó por encima del hombro, mientras Scott y Sally se miraban el uno al otro, sumidos en la duda.
El detective de la policía estatal de Massachusetts sentado frente a mí parecía un tipo bastante agradable, sin ese aspecto endurecido y cansino de los policías de las novelas. De estatura y constitución medias, llevaba una chaqueta cruzada azul y pantalones caquis baratos, y tenía un cabello corto tirando a pelirrojo y un desarmante bigote hirsuto en el labio superior. De no ser por la negra pistola Glock de 9 mm que llevaba en una sobaquera, habría parecido más bien un vendedor de seguros o un profesor de instituto.
Se reclinó en su silla, ignorando el teléfono que sonaba.
– Así que quiere saber un poco sobre el acoso, ¿eh?
– Sí. Estoy haciendo un trabajo de investigación -respondí.
– ¿Para un libro? ¿O un artículo? ¿No porque tenga interés personal en el tema?
– Creo que no comprendo…
El detective sonrió.
– Bueno, usted parece el tipo que va a ver al médico y dice: «Tengo un amigo que quiere saber cuáles son los síntomas de una enfermedad como la sífilis o la gonorrea. Y cómo él, mi amigo, puede haberla pillado, porque le duele un montón…»
Negué con la cabeza.
– ¿Cree que me están acosando y quiero…?
Él sonrió con aire calculador.
– O tal vez quiere acosar a alguien y está reuniendo información para evitar ser arrestado. Suena a locura, pero un acosador realmente decidido lo intentaría. Es un grave error subestimar a los acosadores de verdad.
Se acomodó en su silla.
– Un acosador decidido convierte en una ciencia su obsesión. En una ciencia y en un arte.
– ¿Cómo es eso?
– No sólo estudia a su víctima, sino también su mundo. Familia, amigos, trabajo, estudios. Dónde le gusta cenar, a qué cine va, dónde repara su coche o compra la lotería. Dónde saca a pasear al perro. Usa todo tipo de recursos, legales e ilegales, para acumular información. No deja de medir, calibrar, prever. Dedica todos sus pensamientos a su objetivo… tanto que a menudo piensa por adelantado, casi como si leyese la mente de su víctima. Llega a conocerla casi mejor de lo que se conocen ella misma…
– ¿Qué impulsa todo esto?
– Los psicólogos no están seguros. La conducta obsesiva es siempre un misterio. ¿Un pasado con aristas o flecos sueltos?
– Probablemente más que eso, ¿no?
– Sí, probablemente. Si se rasca un poco la superficie, se encuentran cosas muy desagradables en la infancia. Abusos, violencia y todo lo demás. -Sacudió la cabeza-. Son tipos peligrosos. No son criminales corrientes, en modo alguno. Ya seas la cajera del supermercado local acosada por su ex novio motero, o una estrella de Holywood acosada por un fan, corres mucho peligro, porque, no importa lo que hagas: si se lo proponen, llegarán hasta ti. Y la policía, incluso con órdenes de alejamiento temporal y leyes anti acoso cibernético sólo puede intervenir a posteriori, no puede impedir un acoso eventual. Los acosadores lo saben. Y lo más terrible es que a menudo no les importa. Ni pizca. Son inmunes a las sanciones habituales. La vergüenza, la ruina económica, la cárcel, incluso la muerte, son cosas que no los asustan necesariamente. Lo que temen es perder de vista su objetivo. Eso es lo único que les preocupa, y la persecución se convierte en su única razón para vivir.