La manzana donde esperaba encontrar la oficina de Murphy parecía un poco más deteriorada que las demás. En una esquina, un bar oscuro y cavernoso anunciaba «Topless las 24 horas» bajo un brillante rótulo de neón de cerveza Budweiser. Enfrente había un pequeño mercado con puestos de verdura, frutas, bebidas y latas de conservas; una bandera hondureña ondeaba en la entrada. El resto de los edificios era del ubicuo ladrillo rojizo de casi todas las ciudades. Un coche de la policía pasó por mi lado.
Encontré el edificio de Murphy en mitad de la manzana. Tenía un único ascensor junto a un directorio que indicaba cuatro oficinas en dos plantas.
La de Murphy estaba frente a una agencia de servicios sociales. Junto a la puerta había una placa nagra en la que, bajo su nombre, se leía «Investigaciones confidenciales» en letras doradas.
Accioné el pomo para entrar en la oficina, pero la puerta estaba cerrada. Lo intenté un par de veces y luego llamé con los nudillos.
No hubo respuesta.
Volví a llamar y maldije entre dientes.
Cuando me volví, sacudiendo la cabeza y pensando que había perdido todo el día, la puerta de la agencia de servicios sociales se abrió, y salió una mujer de mediana edad cargando con un montón de clasificadores. Me ofrecí a ayudarla.
– Ahí ya no hay nadie -me informó. -¿Se han mudado? -Más o menos. Salió en la prensa. Enarqué las cejas, y ella frunció el ceño.
– ¿Tiene usted relación con Murphy?
– Tengo algunas preguntas que hacerle.
– Ya -dijo ella-. Si quiere puedo darle su nueva dirección. Queda a media docena de manzanas de aquí.
– Gracias. ¿Dónde es?
Ella se encogió de hombros.
– El cementerio de River View.
23 Furia
Se recordó que tenía que conservar la calma.
Esto era difícil para Michael O'Connell. Funcionaba mejor al borde de la ira, cuando ramalazos de furia le embotaban el juicio y lo conducían a situaciones en que se sentía cómodo. Una pelea. Un insulto. Una obscenidad. Esos eran los momentos en que disfrutaba casi tanto como cuando urdía planes. Había pocas cosas, pensó, más satisfactorias que predecir lo que iba a hacer la gente y luego ver cómo lo hacían.
Había visto a Ashley subir a aquel taxi y había anotado la compañía y el número identificador. No le sorprendía que ella huyera. Esa reacción era natural en gente como Ashley y su familia, un hatajo de cobardes.
Había llamado a la centralita de los taxis. Después de dar los datos del vehículo, dijo que había encontrado una funda con unas gafas graduadas que al parecer la joven pasajera había dejado caer en la acera al subir al taxi. ¿Había algún modo de devolvérselas?
El operador vaciló un momento y luego consultó su archivo de llamadas.
– Pues me temo que no, amigo -dijo.
– ¿Por qué? -preguntó O'Connell.
– Ese servicio fue hasta salidas internacionales de Logan. Ya puede tirarlas. O entregarlas en uno de esos buzones de caridad.
– Ajá -dijo O'Connell, y se permitió bromear-: La chica no verá muchas vistas donde haya ido de vacaciones.
– Mala suerte para ella.
Eso era quedarse corto, pensó Michael O'Connell.
Ahora estaba apostado a media manzana del edificio de Ashley, viendo cómo tres jóvenes sacaban cajas del apartamento de la chica.
Tenían una furgoneta aparcada en doble fila en la calle, y trabajaban deprisa. Una vez más, O'Connell se ordenó conservar la calma. Encogió los hombros y trató de aflojar la tensión acumulada en el cuello, apretó los puños media docena de veces. Luego echó a andar lentamente en dirección al edificio.
Uno de los muchachos cargaba dos cajas de libros, con una lámpara puesta precariamente encima cuando O'Connell llegó al portal. El chico iba un poco desequilibrado.
– Eh, ¿entras o sales? -preguntó O'Connell.
– Estamos de mudanza -resopló el muchacho.
– Deja que te eche una mano -dijo O'Connell, y cogió la tambaleante lámpara. Sintió un cosquilleo al aferrar la base metálica, como si el mero contacto con las pertenencias de Ashley equivaliera a acariciar su piel. Recordó exactamente dónde estaba situada en el apartamento y visualizó la luz proyectada sobre el cuerpo de la chica, silueteando curvas y formas. Su respiración se aceleró y casi se notó mareado al entregársela al muchacho de la mudanza.
– Gracias -respondió el chico y la metió sin ceremonias en la furgoneta-. Sólo faltan la maldita mesa, la cama y un par de alfombras.
O'Connell tragó saliva y señaló una colcha rosa. Recordó la noche que la había abierto, antes de inclinarse sobre Ashley.
– ¿Te estás mudando? -preguntó.
– Qué va -respondió el muchacho, estirando la espalda-. Estamos trasladando las cosas de la hija de un profesor. Nos paga bien.
– Vaya -dijo O'Connell, esforzándose en no revelar ninguna curiosidad especial-. Debe de ser la chica que vive en el primer piso, ¿no? Yo vivo ahí abajo. -Señaló otro edificio-. ¿La chica se marcha de la ciudad?
– Se va a Florencia, Italia, nos han dicho. Consiguió una beca de estudios.
– Muy afortunada.
– Desde luego.
– Bien, buena suerte con la mudanza. -O'Connell saludó y continuó su camino. Cruzó la calle y encontró un árbol donde apoyarse, fuera de la vista de los chicos.
Inspiró hondo mientras una compulsión helada se asentaba en su interior. Vio los muebles de Ashley desaparecer en la parte trasera de la furgoneta y se preguntó si aquello estaba sucediendo de verdad. Era como estar viendo una película, donde todo parece real pero no lo es. Un taxista con una carrera hasta el aeropuerto internacional Logan, tres estudiantes universitarios haciendo una mudanza un domingo por la mañana, un detective privado con oficina en Springfield sacándole fotos desde un coche frente a su propio apartamento. Todo aquello significaba algo, pero todavía no estaba seguro de exactamente qué. Sin embargo, sí estaba seguro de una cosa: si los padres de Ashley creían que comprarle un billete de avión la alejaría de él, estaban muy equivocados. Sólo conseguirían que las cosas fueran más interesantes para él. La encontraría, aunque tuviera que volar a Italia.
– Nadie puede robarme -susurró para sí-. Nadie puede quitarme lo que es mío.
Catherine Frazier se ciñó un poco más el chaquetón de lana y vio cómo su aliento formaba un halo de vaho ante ella. El aire nocturno presagiaba el tiempo por venir. «Vermont es así -pensó-, siempre te avisa con antelación, sólo has de prestarle atención.» Un frío regusto a noche en los labios, una sensación cortante en las mejillas, la sacudida de las ramas de un árbol, una fina capa de hielo en los estanques por la mañana. Habría nevadas en los próximos días. Anotó mentalmente comprobar su provisión de leña apilada tras la casa. Ojalá supiera leer en las personas con la misma precisión con que leía el tiempo.
El autobús de Boston llegaba un poco tarde, y en vez de esperar dentro de la bolera y restaurante donde hacía su parada antes de proseguir a Burlington y Montreal, Catherine había salido al exterior. Las luces brillantes la ponían extrañamente nerviosa: se sentía más cómoda en las sombras y la niebla.
Ansiaba ver a Ashley, aunque, como siempre, tenía sus dudas sobre cómo tratarla exactamente durante su estancia. Ashley no era su nieta ni su sobrina. No era pariente suya por adopción, aunque eso era lo más parecido. La gente de Vermont, por norma, rara vez se mete en los asuntos de los demás, pues tienen esa sensibilidad yanqui de que, cuanto menos se diga, mejor. Pero Catherine sabía que las otras mujeres de su iglesia, así como los dependientes de las tiendas donde era conocida, se harían preguntas. En aquella región todos poseían finos radares para detectar cualquier pequeño acto que sugiriera hipocresía. Y había algo incongruente en recibir en su casa a la hija de la compañera de su hija, una relación que ella condenaba en silencio aunque de manera evidente.