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– Bang -dijo tranquilamente.

A continuación le sacó el arma de la boca, se levantó, le dedicó una sonrisa, se dio la vuelta y se marchó.

El frío aire nocturno lo refrescó y tuvo ganas de soltar una carcajada. Enfundó la pistola, se ajustó la chaqueta para quedar presentable y echó a andar por la calle, moviéndose con rapidez pero sin prisa, disfrutando de la oscuridad, la ciudad y la sensación de triunfo. Ya estaba calculando cuánto tardaría en regresar a Springfield y se preguntaba si llegaría a tiempo de cenar en algún sitio. Dio unos cuantos pasos y empezó a tararear para sí. «No ha estado tan mal, ¿eh?», pensó. Desde luego se había equivocado: la oportunidad de tratar con una basura como O'Connell merecía el diez por ciento de descuento que iba a hacerle a Sally Freeman-Richards. Le encantó comprobar que sus viejas habilidades se mantenían intactas, y se sintió decididamente más joven. Lo primero que iba a hacer por la mañana, pensó, sería escribir un pequeño informe (sin mencionar la destacada intervención de la automática) y enviárselo a la abogada, acompañado de su minuta y de la garantía de que nunca más tendría que preocuparse por Michael O'Connell. Murphy se enorgullecía de saber exactamente qué tecla pulsar para causar pánico a las personas débiles.

La oreja de O'Connell latía y la mejilla le picaba. Supuso que había perdido uno o más dientes, porque saboreaba la sangre en su boca. Estaba un poco entumecido cuando se levantó del suelo, pero se dirigió a la ventana y consiguió ver a aquel poli cabrón cuando doblaba la esquina. Se pasó la mano por la cara y pensó: «No ha estado tan mal, ¿eh?» Sabía que la forma más sencilla de conseguir que un poli te creyese era aceptar siempre la paliza. A veces era doloroso, a veces embarazoso, sobre todo si se trataba de un tipo viejo al que podías vencer fácilmente si no llevaba un arma. Sonrió, se relamió y dejó que el sabor salado lo llenara. Había aprendido mucho esa noche, se dijo, tal como le había dicho Matthew Murphy. Pero sobre todo había comprobado que Ashley no estaba en ningún país extranjero. Si estaba en Italia, a miles de kilómetros de distancia, ¿por qué enviaba su familia a un ex poli bocazas para intimidarlo? Eso no tenía sentido, a menos que ella estuviera cerca. Mucho más cerca de lo que había imaginado. ¿A su alcance? Eso creía. Inhaló hondo por la nariz. No sabía dónde estaba, pero lo descubriría pronto, porque el tiempo ya no significaba nada para él. Sólo Ashley significaba algo.

El edificio del News-Republican estaba situado en una engañosa zona del centro, junto a la estación de ferrocarril. Tenía una deprimente vista de la carretera interestatal, solares vacíos y otros lugares llenos de desechos. Era uno de esos sitios no exactamente deteriorado, sino simplemente ignorado, o quizás agotado. Montones de verjas, basura revoloteando al viento y pasos subterráneos decorados con pintadas. La sede del periódico era un edificio rectangular de cuatro plantas, un bloque de cemento y ladrillo. Parecía más una armería o incluso una fortaleza que un periódico. Dentro, lo que una vez se llamó sucintamente «la Morgue» era ahora una sala pequeña con ordenadores.

Una vez una servicial joven me enseñó cómo acceder a los archivos, no tardé en encontrar la noticia del último día de Matthew Murphy. O tal vez sería más correcto decir de sus últimos momentos.

El titular de primera plana rezaba: «Investigador privado y ex policía asesinado.» Había otros dos titulares más pequeños: «El cadáver fue encontrado en un callejón» y «La policía lo considera una venganza».

Llené varias páginas de mi bloc con detalles de los artículos aparecidos ese día, y de los siguientes. La lista de sospechosos parecía interminable. Murphy había intervenido en muchos casos importantes durante sus años de servicio, y al retirarse había continuado granjeándose enemigos con regularidad mientras trabajaba como investigador privado. No me cabía duda de que los detectives de Springfield que trabajaban en el caso habían dado prioridad a su muerte, y también Homicidios de la policía estatal. El fiscal de distrito habría presionado: los asesinatos de policías son casos importantes que pueden marcar carreras judiciales, para bien o para mal. Matar a un policía era como matar un poco de cada uno.

No obstante, los artículos iban enfriándose y no apareció lo que debería haber aparecido. Los detalles empezaron a repetirse. No se practicó ninguna detención. No se nombró ningún gran jurado a bombo y platillo. No se preparó ningún juicio. Era una historia donde el esperado gran final dramático se evaporaba en la nada.

Me aparté del ordenador, contemplando el parpadeante «no hay más entradas» que respondió a mi última petición.

Alguien había asesinado brutalmente a Murphy y tan espantoso hecho tenía que estar relacionado con el caso de Ashley. De algún modo.

Pero yo no lograba verlo.

25 Seguridad

La secretaria llamó con los nudillos a la puerta abierta del despacho de Sally. Traía un sobre en la mano.

– Acaba de llegar esto para usted -dijo-. No estoy segura del remitente. ¿Quiere que lo devuelva?

– No. Sé lo que es.

Sally le dio las gracias, cogió el sobre y cerró la puerta. Sonrió. Murphy era un hombre muy cauteloso, pensó. Supuso que tenía un apartado de correos para la correspondencia de naturaleza reservada. Encabezados prominentes y remites eran a menudo inconvenientes para la gente que se dedicaba a su trabajo.

La había llamado desde la carretera, al volver de Boston varias noches antes.

– Creo que su problema desaparecerá a partir de ahora, abogada.

Sally estaba en casa, sentada frente a Hope. Las dos estaban leyendo, Hope inmersa en Historia de dos ciudades de Dickens, mientras ella repasaba secciones desgajadas del dominical del New York Times.

– Me encanta oírlo, señor Murphy. Pero dígame: ¿cómo ha llegado exactamente a esa conclusión? -preguntó, adoptando su tono de abogada.

– Bueno, no sé hasta qué punto quiere que sea preciso. Pero nuestro mutuo amigo… -Se rió de la palabra-. Bueno, él y yo tuvimos una charla. Una interesante charla. Un análisis en profundidad de los pros y los contra de su… conducta. Y al final el señor O'Connell reconoció que podía representarle muchas desventajas continuar acosando a su hija. Vio la luz de la razón con un poco de ayuda y declaró formalmente que se alejaría de Ashley a partir de ese momento.

– ¿Lo cree usted?

– Tengo buenos motivos para creerlo, señora Freeman-Richards. Su sinceridad fue evidente.

Sally hizo una pausa, leyendo entrelineas.

– ¿Nadie resultó herido? -preguntó.

– No permanentemente. A menos que el señor O'Connell tenga ahora el corazón roto, pero lo dudo. Sin embargo, quedó muy impresionado respecto a lo desaconsejable de continuar su curso de acción y llegó a una clara conclusión, después de que yo le hiciera ver ciertas realidades. No estoy seguro de que quiera usted conocer más detalles, abogada. Podría sentirse incómoda.

Sally reparó en que la conversación tenía un extraño tono afable; como si ella fuese incapaz de oír ciertas cosas sin palidecer o incluso desmayarse. Tenía una sensibilidad victoriana, y Murphy lo sabía.

– No, prefiero no saberlo.

– Muy bien. Le enviaré un informe pasado mañana o así. Y si tiene alguna duda o ve algo sospechoso, por favor, llámeme y yo me encargaré. Quiero decir, siempre existe la leve posibilidad de que el señor O'Connell cambie de opinión una vez más. Pero lo dudo. Parece una persona débil, señora Freeman-Richards. Muy poquita cosa, y no me refiero a su estatura. Como sea, creo que no volverá a molestar a nadie de su familia. Bien, si necesita que investigue algo más en el futuro, sabe dónde encontrarme.

Sally se sorprendió un poco de la descripción que Murphy hacía de O'Connell. No encajaba exactamente con sus conclusiones. Pero oírlo la tranquilizó, y por eso no hizo caso a ninguna duda que pudiera albergar.