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Se agarró al murete de hormigón con ambas manos. La furia era como una droga que venía en oleadas, convirtiendo todo lo que veía en un calidoscopio de emociones. Durante un instante contempló el oscuro río que discurría bajo sus pies y dudó que incluso su temperatura casi helada pudiera enfriarlo. Resopló despacio, controlando su ira. La furia era su amiga, pero no podía dejar que actuara en su contra. «Concéntrate», se ordenó.

Lo primero era poner a Murphy fuera de la circulación.

No sería demasiado difícil. Arriesgado sí, pero no imposible. No tan fácil como Scott, Sally y Hope, que con unos cuantos trucos de ordenador habían temblado como varas al viento. Pero tampoco fuera de su alcance.

Contempló el agua y vio que una de las tripulaciones descansaba. El bote se deslizaba por el agua, impulsado todavía por la inercia, mientras los remeros recuperaban fuerzas inclinados sobre los remos, arrastrando las palas a ras de superficie. Le gustó la forma en que el bote continuaba, impelido por nada más que la memoria del músculo. Era como una cuchilla cortando la superficie del río, y pensó que él era igual.

Pasó gran parte del día y la primera parte de la noche vigilando el edificio donde Murphy tenía su oficina. O'Connell se sintió encantado desde el primer momento en que lo vio; el edificio estaba destartalado y venido a menos, y carecía de muchos de los artilugios modernos de seguridad que podrían haber dificultado lo que tenía en mente. Sonrió para sí; si ésta no era su primera regla, debería serlo: «Usa siempre sus debilidades y conviértelas en tus fuerzas.»

Había usado tres sitios diferentes para vigilar. Su coche, aparcado a media manzana; un almacén hispano en la esquina, y una sala de lectura de la Cienciología casi directamente frente al edificio. Se llevó un susto cuando salió de su último emplazamiento y Murphy eligió ese instante para salir a la calle.

Como cualquier detective entrenado, se volvió a derecha e izquierda, escrutando la calle arriba y abajo. O'Connell sintió un retortijón de miedo, la fría sensación de que iba a reconocerlo. En ese instante supo que si se daba la vuelta, si se metía en un edificio, si se detenía y trataba de esconderse, Murphy lo distinguiría en el acto.

Así que se alzó el cuello de la chaqueta y siguió caminando tranquilamente por la acera, sin hacer nada por ocultarse, dirigiéndose hacia la tienda de la esquina, los hombros erguidos, ladeando la cabeza un poco para que su perfil no resultara obvio, sin mirar atrás ni una sola vez. Llegó a la Bodega y, apenas entró, se asomó a la ventana para ver qué hacía Murphy.

Entonces se rió quedamente. El detective continuaba su camino. Como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo, pensó mientras veía a un despreocupado Murphy dirigirse a un aparcamiento. «O tal vez sólo pasea con la arrogancia del que se sabe intocable», pensó.

O'Connell pensó que el reconocimiento depende del contexto. «Cuando esperas ver a alguien, lo verás. Cuando no, no. Se vuelve invisible.»

Murphy nunca imaginaría que O'Connell había localizado fácilmente su oficina y que en su bolsillo tenía la dirección de su casa y su número de teléfono. Y menos imaginaría que, después de la paliza, O'Connell lo había seguido hasta el oeste de Massachusetts. Todas estas cosas no entraban en sus esquemas mentales, pensó O'Connell. «Y por eso no ha podido verme, aunque estaba a menos de veinte metros de él. Creyó que había acabado conmigo, el muy imbécil.»

Volvió a su coche, donde esperó y observó, tomándose su tiempo para anotar cuándo salían del edificio las personas de las demás oficinas. Una de aquellas mujeres era seguramente la secretaria de Murphy, pensó. Vio a una encaminarse en la misma dirección que Murphy antes, hacia el aparcamiento. «No está bien dejar que la mano de obra esclava cierre por las noches -se dijo-. Sobre todo cuando no sabe asegurar verdaderamente las puertas.» Tras un momento, arrancó su coche lentamente, siguiendo el paso de ella.

Cuarenta y ocho horas más tarde, Michael O'Connell consideraba que había adquirido suficiente información para dar el siguiente paso, que sabía que iba a acercarlo mucho más a la libertad para perseguir a Ashley.

Ahora sabía a ciencia cierta cuándo cerraba cada una de las otras oficinas del edificio de Murphy. Sabía que la última persona en marcharse cada día era el director de la asesoría situada frente a la oficina de Murphy, quien simplemente cerraba la puerta principal con una sola llave. El abogado que ocupaba la planta baja sólo tenía una ayudante. O'Connell sospechaba que el tipo estaba engañando a su esposa, porque él y la ayudante salían juntos, con ese aire inconfundible de las parejas ilícitas. A O'Connell le gustaba imaginarse que practicaban el sexo en el suelo, revolcándose en alguna alfombra raída. Fantasear sobre los lugares, las posturas e incluso la pasión le ayudaba a pasar el tiempo.

No sabía mucho sobre la secretaria de Murphy, pero descubrió varias cosas sobre ella. Tenía más de sesenta años, viuda, vivía sola, una mujer anodina con una vida anodina, acompañada sólo por dos perritos falderos, Mister Big y Beauty. Era una devota de los perros.

O'Connell la había seguido hasta un supermercado Stop and Shop, donde no le costó entablar conversación con ella cuando se detuvo delante de la estantería de comida para perros. «Disculpe, señora, me preguntaba si podría ayudarme… Mi novia acaba de comprarse un cachorro, y quisiera llevarle una comida especial, pero hay tantas marcas para elegir… ¿Sabe usted mucho de perros?» Supuso que, cuando ella se marchó, unos minutos más tarde, iba pensando: «Qué joven tan amable y educado.»

Michael O'Connell había aparcado a dos manzanas del edificio de Murphy, en dirección opuesta al aparcamiento que parecía utilizar toda la gente que trabajaba allí. Eran las cinco menos cuarto, y tenía todo lo necesario en una bolsa de lona en el maletero. Respiraba con rapidez, como un nadador que se dispone a zambullirse.

«Éste es el momento espinoso -se dijo-. Luego el resto debería ser fácil.»

Salió del coche, comprobó dos veces que el parquímetro del lugar donde había aparcado funcionaba bien, y luego se dirigió rápidamente hacia su objetivo.

Al final de la manzana se detuvo, dejando que las primeras sombras lo rodearan. La noche de Nueva Inglaterra cae bruscamente los primeros días de noviembre, parece que se pasa del día a la medianoche en cosa de minutos. Es una hora escurridiza, el momento en que él se sentía más cómodo.

Era sólo cuestión de entrar sin ser visto, sobre todo por Murphy o su secretaria. Inspiró hondo una vez más, colocó a Ashley en su mente, se recordó que ella estaría mucho más cerca cuando terminara la noche, y recorrió veloz la calle. Una farola parpadeó tras él. Se consideraba el hombre invisible: nadie sabía, esperaba o imaginaba que estaría allí.

Cuando llegó al portal, O'Connell vio que el pequeño pasillo interior estaba vacío. Un segundo después se hallaba dentro.

Oyó un sonido de succión, y el ascensor empezó a bajar hacia él. Corrió hasta la salida de emergencia y cerró la puerta a sus espaldas justo cuando llegaba el ascensor. Se apretujó contra una pared, aguzando el oído. Le pareció oír voces. Mientras el sudor le perlaba la frente, imaginó el tono inconfundible de Murphy, luego el de su secretaria.

«Hay que darles de comer a esos chuchos -se dijo-. Hora de marcharse.»