El investigador jefe de la fiscalía del distrito de Hampden era un hombre delgado de poco más de cuarenta años, con gafas de carey y un pelo rubio y escaso sorprendentemente largo. Apoyó los tacones en la mesa y se reclinó en el sillón de cuero rojo, mirándome con intensidad. Tenía un estilo casual que parecía a la vez amistoso y tenso.
– ¿Así que ha venido aquí por la muerte del señor Murphy y nuestra fracasada investigación?
– Así es -dije-. Supongo que varios departamentos examinaron el caso, pero, si alguien estuvo cerca de realizar un arresto, habría sido cosa suya llevarlo a la práctica.
– Correcto. Y no acusamos a nadie.
– Pero ¿tenían un sospechoso?
Él sacudió la cabeza.
– Sospechosos. Ése fue el problema.
– ¿Y eso?
– Murphy tenía demasiados enemigos. Gente que no sólo se beneficiaría de su muerte, sino que se sentiría verdaderamente encantada. Murphy fue asesinado y arrojaron su cuerpo a un callejón, y en este estado hubo más de un vaso que brindó celebrándolo.
– Pero supongo que habrán logrado reducir la lista de sospechosos…
– Sí. Hasta cierto punto. No es que los principales sospechosos tengan una predisposición natural para ayudar a la policía. Seguimos esperando que alguien, en alguna parte, tal vez en una cárcel o en un bar, deje escapar algo que nos permita centrarnos en un par de individuos. Pero hasta que se dé esa circunstancia, el caso está estancado.
– Pero deben de tener algunas pistas sólidas…
El investigador suspiró, quitó los pies de la mesa y se giró.
– ¿Conoció usted al señor Murphy?
– No.
– No era un tipo particularmente agradable -dijo-. Solía moverse por la línea divisoria entre la ley y el delito. No podemos estar seguros de qué lado cayó este asesinato, hasta que alguien nos dé una pista cierta. Su cadáver no nos dijo mucho.
– Pero ¿fue algo?
– Él asesino tiene pinta de profesional… -Se levantó, se colocó detrás de mí y apoyó el dedo índice en mi nuca-. Bang, bang. Dos disparos en la cabeza. Una pistola del veinticinco, probablemente con silenciador. Ambas balas eran de punta blanda y quedaron significativamente deformadas tras la extracción, lo que hizo imposible cotejarlas. Luego arrastró el cadáver hasta un callejón y lo dejó detrás de unos contenedores de basura. Permaneció allí hasta que el camión de recogida llegó a la mañana siguiente. Sin duda, un asesino con experiencia, capaz de pillar a Murphy desprevenido. Dejó muy poco para los forenses, ni siquiera un casquillo. Además, la noche del crimen llovió bastante, lo cual estropeó aún más la escena. No hubo testigos ni pistas obvias. Un caso muy difícil, desde el principio.
Volvió a su mesa y sonrió con una leve expresión de barracuda.
– ¿Qué fue este asesinato? ¿Venganza? ¿Desquite por algo? Tal vez fue un simple robo. Le limpiaron la cartera, pero dejaron las tarjetas de crédito. Curioso, ¿no? -Se detuvo, y entonces preguntó-: ¿Y a qué se debe su interés en este caso?
– Murphy tenía relación tangencial con un caso que estoy investigando.
– Un investigador habló con todos sus clientes. Alguien le echó un vistazo a todos los casos en que trabajaba y había trabajado. ¿Cuál le interesa?
– Ashley Freeman -dije con cautela.
El investigador jefe sacudió la cabeza.
– Interesante. No pensaba que hubiera gran cosa ahí. Fue uno de sus trabajos menos importantes. Un par de días, no más. Y resuelto, creo, poco antes del asesinato. No; el asesino de Murphy está relacionado con uno de los grupos de traficantes de drogas que ayudó a desbaratar cuando era policía, o con alguno de los mafiosos a los que investigaba. O tal vez con algún agente de policía enredado en un divorcio peliagudo. Todos ésos son mejores sospechosos.
Asentí.
– ¿Sabe qué es lo que más me intriga de este caso?
– ¿Qué? -pregunté.
– Cuando empezamos a interrogar a gente, parecía que todos nos estaban esperando.
– ¿Esperándolos? ¿Por qué debería ser eso raro?
El investigador volvió a sonreír.
– Murphy llevaba sus asuntos con la máxima discreción. Se lo guardaba todo para sí. No informaba a nadie de lo que hacía. La única persona que tenía cierta idea de lo que hacía era su secretaria. Se encargaba de escribir sus informes, pasar sus minutas y archivar los casos.
– ¿No pudo ayudarlos?
– En nada. Pero ése no es el tema. -Hizo una pausa y me miró con atención antes de continuar-. ¿Cómo es que toda esa gente sabía que Murphy los estaba investigando? Vale, unos pocos podían haber deducido de un modo u otro que Murphy estaba husmeando en sus vidas. Sin embargo, no fue así. Repito: todos lo sabían. Todos tenían preparadas sólidas coartadas. Eso no es normal. Y ahí está la verdadera cuestión, ¿entiende?
Me levanté.
– ¿Quiere una verdadera historia de misterio, señor escritor? -dijo él mientras me estrechaba la mano-. Bien, respóndame a esa pregunta.
Mantuve la boca cerrada. Pero, en ese momento, supe la respuesta.
27 El segundo allanamiento
Hope odiaba el silencio.
Se encontraba en el campus, asistiendo a los últimos entrenamientos de la temporada, preparándose para el invierno, sumida en un estado de ansiedad. Estaba al borde del ataque de nervios, pero era incapaz de dominarse. Caminaba por los senderos como con prisa, sin tenerla. De repente sentía un nudo en la garganta, los labios secos, y tenía que beber agua. En medio de una conversación se daba cuenta de que no había escuchado nada de lo que le decían. El miedo la distraía, y a medida que pasaban los días imaginaba que algo horrible estaba sucediendo en alguna parte.
En ningún momento creyó que Michael O'Connell había desistido.
Scott se había volcado de nuevo en sus clases. Sally había vuelto a sus juicios de divorcio y sus contratos inmobiliarios, con cierta satisfacción distante porque creía haber resuelto las cosas a su manera. Y la relación de Hope y Sally había vuelto una vez más al status quo de la guerra fría. Incluso los más pequeños afectos se habían disipado. Nunca había una caricia, un cumplido, una risa o una invitación al sexo. Era casi como si se hubieran vuelto monjas: vivían bajo el mismo techo y dormían en la misma cama, casadas con algún ideal superior. Hope se preguntaba si los últimos meses de Sally con Scott habrían sido igual. ¿O ella había mantenido las apariencias, haciendo el amor, fingiendo pasión, preparando las comidas, limpiando, hablando normalmente, mientras se escabullía a horas dispersas para reunirse con Hope y decirle que la amaba?
En la distancia, Hope podía oír voces en los campos de juego. «Época de eliminatorias», pensó. Un partido más. Dos para las semifinales. Tres para la final. Apenas podía concentrarse en los partidos, atrapada en un fangal de sentimientos hacia Ashley, O'Connell, su madre y especialmente Sally, mezclados en un potaje imposible.
Mientras caminaba, recordó cómo había conocido a Sally. «El amor -pensó-, debería ser siempre así de sencillo.» Se conocieron en la inauguración de una galería de arte. Charlaron, bromearon y se oyeron reír. Decidieron tomar una copa. Luego cenar. Después otro encuentro, esta vez durante el día. Y finalmente aquella suave caricia en el dorso de la mano, un susurro, una mirada, y todo encajó, tal como Hope había sabido desde el primer momento.
«Amor», pensó. Ésa era la palabra que O'Connell usaba una y otra vez, una palabra que Hope no usaba desde hacía semanas. Ashley le había dicho: «Él dice que me ama.» Hope sabía que nada de lo que él había hecho guardaba relación con el amor.
Inspiró hondo.
«Se ha ido -intentó convencerse-. Sally dice que se ha ido. Scott dice que se ha ido. Ashley dice que se ha ido.»