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Fue pasando de árbol en árbol, y sin vacilar se deslizó hasta los espacios oscuros adyacentes a la casa. Tras una vieja cerca de madera había un sendero de acceso que conducía al patio trasero. Se detuvo cuando las luces de la cocina se encendieron en la casa contigua, apretujándose de nuevo contra la valla exterior.

La casa se erigía en un pequeño promontorio, de modo que la zona principal de la vivienda quedaba por encima de su cabeza. Pero, como muchas casas antiguas, tenía un gran sótano al que se accedía por una vieja trampilla de madera deteriorada que rara vez se usaba. Tardó menos de diez segundos en abrirla y colarse dentro.

Sacó la linterna medio cubierta en cinta roja. Inspiró hondo al intuir que en alguna parte, muy cerca del lugar húmedo y polvoriento donde se hallaba, encontraría información sobre dónde estaba Ashley exactamente. Un sobre con un remite. Una factura de teléfono o el extracto de una tarjeta de crédito. Un papel con su nombre pegado a la puerta del frigorífico. Se lamió los labios, excitado, las manos casi temblando de expectación. Allanar la oficina de Murphy había sido un trabajo rutinario, simplemente una pieza más de aquel puzle que llevaría al paradero de Ashley, y lo había manejado con profesionalidad.

Esto era diferente. Era una obra de amor.

Tardó un segundo en respirar el denso aire del sótano. «Si ella viera lo que tengo que hacer para encontrarla, para volver a estar juntos -pensó-, entonces tal vez comprendería que estamos hechos el uno para el otro.» Algún día, fantaseó, podría decirle que había soportado palizas, infringido leyes, arriesgado su integridad física, todo por ella.

Y entonces se dijo: «Si ella no puede amarme, entonces no se merece amar a nadie.»

Sintió un espasmo muscular recorriéndole el cuerpo, y tuvo que luchar por dominarse. Oyó su propia respiración entrecortada, jadeante. Durante un segundo visualizó a Sally, Hope y Scott. Y se sintió abrumado por la ira. Ya no podía separar los sentimientos entremezclados de amor y odio. Cuando consiguió calmarse, avanzó torpemente por el sótano, hacia la vieja escalera que lo llevaría a la vivienda. No sabía qué estaba buscando exactamente, pero, fuera lo que fuese, estaba a su alcance.

Abrió la puerta, que daba a una despensa junto a la cocina. Debía apagar la linterna cuanto antes, pues su brillo rojizo podía llamar la atención de algún vecino. Localizó unos interruptores en la pared y pulsó el primero, que encendió la cocina. O'Connell sonrió y apagó la linterna.

«Apártate de las ventanas y empieza a buscar -se dijo-. Lo que necesitas saber está aquí, en alguna parte. Puedes sentirlo. Ya voy, Ashley.»

Avanzó un paso más, antes de que un gruñido furioso le llegara desde la penumbra del vestíbulo.

Supongo que, como la mayoría de la gente, mi sentido del miedo lo define Hollywood, que gusta de proporcionar dosis constantes de alienígenas, fantasmas, vampiros, monstruos y asesinos en serie; o esos momentos imprevisibles de la vida, cuando el otro coche se salta un semáforo en rojo y tienes que frenar presa del pánico. Pero los miedos reales, los que te debilitan, vienen de la incertidumbre. Roen tus defensas, sin desaparecer jamás. Mientras estaba sentado frente a la joven, pude ver las arrugas que el miedo había tallado en su cara, envejeciéndola, los tics que le había originado: sus manos, que se frotaba nerviosa; sus ojos, que parpadeaban más de la cuenta; los temblores de su voz, más significativos que las palabras que musitaba.

– No tendría que haber aceptado reunirme con usted -dijo.

A veces, no es tanto el miedo a morir como el miedo a seguir viviendo.

Cogió la taza de té caliente con ambas manos y se la llevó lentamente a los labios. Fuera hacía un calor terrible, y en aquella pequeña cafetería todos bebían refrescos helados, pero ella parecía ajena al calor.

– Se lo agradezco -respondí-. Seré breve. Sólo quiero confirmar algo.

– Tengo que irme -dijo ella-. No puedo quedarme. No pueden verme hablando con usted. Mi hermana está con los niños, y no puedo dejarlos con ella demasiado tiempo. La semana que viene nos mudamos a… -Sacudió la cabeza-. No, no voy a decirle adónde vamos. Me entiende, ¿verdad?

Se inclinó hacia delante y vi una cicatriz larga y muy fina cerca de su cuero cabelludo.

– Por supuesto -dije-. Bien, su marido era inspector de policía, y usted contrató a Matthew Murphy durante su divorcio, ¿no es así?

– Sí. Mi ex marido ocultaba sus ingresos y nos los escamoteaba a mí y a los tres críos. Yo quería que Murphy averiguara dónde tenía el dinero. Mi abogado dijo que Murphy era bueno para esas cosas.

– Su ex fue sospechoso en el asesinato de Murphy, ¿correcto?

– Sí. La policía estatal lo interrogó varias veces. También hablaron conmigo. -Sacudió la cabeza y añadió-: Fui su coartada.

– ¿Y eso?

– La noche que mataron a Murphy mi ex apareció en mi casa temprano. Había estado bebiendo. Estuvo insistente. Insistió en entrar, en ver a los niños… No logré hacerlo desistir.

– ¿No tenía usted una orden judicial…?

– Sí, de alejamiento. Cien metros en todo momento. Eso decía la orden del juez, pero sirvió de poco. Mi ex mide metro noventa y pesa ciento veinte kilos, y conoce a todos los policías de la zona. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Pelear con él? ¿Llamar pidiendo ayuda? Él siempre se salía con la suya.

– Lo siento. La coartada…

– Él empezó a beber y luego le dio por pegarme. Se ensañó largamente, hasta que perdió el conocimiento de tanto alcohol que había bebido. Se despertó por la mañana y pidió disculpas. Dijo que nunca volvería a suceder. Y no sucedió, al menos durante el resto de la semana.

– ¿Le contó esto a la policía?

– No. Ojalá hubiera tenido valor para decirles: «Claro que él mató a Murphy. Me dijo que lo hizo…» Tal vez de ese modo me hubiera librado de él. Pero no tuve valor.

Vacilé.

– Lo que me interesa es…

Ella me interrumpió.

– Sé lo que le interesa. -Se tocó la frente, pasando el dedo por el borde de la cicatriz-. Cuando me golpeó, su anillo de clase del colegio estatal Fitchburg (allí es donde nos conocimos) me hizo este corte. Me lo hizo para que lo recordara. Quiere saber cómo se enteró de lo de Murphy, ¿verdad?

Asentí.

– Me lo espetó durante una discusión. Me gritó: «¿Así que creíste que no iba a enterarme de que has contratado a un detective privado?»

Vi lágrimas en sus ojos.

– Recibió una carta anónima. El sobre incluía una copia de todo lo que Murphy había descubierto sobre él. Todas las cosas confidenciales que se suponía sólo sabíamos mi abogado y yo. La enviaron desde Worcester. Ni siquiera conozco a nadie en esa ciudad. Pero me costó dos dientes cuando mi ex me golpeó. A Murphy quizá le costó la vida. Eso era lo que yo quería, que mi ex lo hubiese matado. Eso habría facilitado las cosas para mí.

Se levantó de la mesa.

– Tengo que irme -dijo. Miró alrededor, nerviosa, y luego se dio la vuelta, cabizbaja, los hombros encogidos. Salió de la cafetería y cruzó corriendo el centro comercial, esquivando a la gente con gesto temeroso.

La observé y pensé que acababa de ver cómo habría podido ser el futuro de Ashley.

28 Un trayecto rápido

Hope se hallaba en el corto sendero de ladrillo rojo que conducía a la puerta principal de la casa cuando los faros del coche de Sally barrieron el césped. Esperó, un poco insegura de qué hacer. Hubo una época en que habría retrocedido hasta el coche para darle un abrazo después de un día de trabajo, pero ahora no sabía siquiera si esperarla para entrar juntas. Contempló el barrio oscuro y pensó que las dos se habían acostumbrado a volver a casa cada vez más tarde, tal vez para que la incomunicación que las aquejaba durante la noche tuviera menos peso.

– Hola -dijo, mientras oía la puerta del coche cerrarse.

– Hola -respondió Sally.

– ¿Un día duro?

Sally recorrió lentamente el césped hacia ella.

– Sí -dijo-. Entremos y te lo cuento.