Hope asintió y encajó la llave en la cerradura.
El interior estaba oscuro y pareció que la noche las seguía al interior de la casa, como una corriente oscura y peligrosa. Hope se detuvo en el vestíbulo y al instante supo que algo no iba bien. Tomó aire.
– ¡Anónimo! -llamó.
Sally encendió la lámpara del techo.
– ¡Anónimo! -repitió Hope.
– Oh, Dios mío…
Hope dejó caer la mochila al suelo y avanzó un paso, muerta de miedo y sintiendo sensaciones contradictorias: frío, calor, una vaharada de humedad.
– ¡Anónimo! -llamó de nuevo. Pudo oír el pánico en su propia voz. Tras ella, Sally encendía las luces del salón, el pasillo, la salita del televisor. Y finalmente la cocina.
El perro estaba tendido en el suelo, inmóvil.
Hope soltó un desgarrador gemido y se precipitó hacia el animal. Le palpó el cuerpo y luego acercó la cabeza al pecho, tratando de escuchar el corazón. Tras ella, Sally se quedó de pie en la puerta, petrificada.
– ¿Está…?
Hope dejó escapar otro gemido, los ojos ya anegados en lágrimas, pero al mismo tiempo alzó al perro en brazos. Se volvió hacia Sally y, sin hablar, las dos corrieron hacia el coche.
Sally condujo rápidamente, más de lo que podía recordar, mientras se dirigían por la interestatal al hospital para animales de Springfield. Mientras iba sorteando coches, a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, oyó a Hope decir quedamente:
– No importa, Sally. Puedes reducir la velocidad.
Sólo tardaron unos minutos en recorrer los últimos kilómetros. Cuando se internaron en las hoscas calles de la ciudad, Sally aún no había podido decir nada, pero oír los sollozos entrecortados de Hope en el asiento trasero era como ser apuñalada.
Siguió los carteles indicadores y detuvo el coche con un chirriante frenazo delante de la entrada de Urgencias. Antes de que Hope hubiera transportado a Anónimo más de un par de pasos, una enfermera la ayudó a colocar al inerte perro en una camilla.
Para cuando Sally terminó de aparcar el coche y entró, Hope ya estaba sentada en la sala de espera, la cabeza entre las manos. Apenas la miró cuando se sentó a su lado.
– Hope, ¿está…? -empezó Sally, pero se detuvo.
– Está muerto. Lo sé. Estaba muy viejo… No deberíamos haber venido corriendo. Son cosas que pasan, ya sabes, te haces viejo y es lo que pasa.
Sally no respondió. Consultó su reloj y pensó que el veterinario de guardia saldría enseguida para confirmar las palabras de Hope. Pero pasaron cinco minutos, luego diez. A los veinte, seguían esperando. A la media hora, salió un joven moreno y alto, vestido con una bata blanca sobre el uniforme verde del hospital. Miró a Hope.
– ¿Sí? -La voz de Hope tembló.
– Lo siento. Hemos hecho todo lo posible, pero ya estaba muerto cuando llegaron.
– Lo sé -respondió Hope-. Pero tenía que intentarlo…
– No se podía hacer nada más -dijo el veterinario.
– Sí. Lo sé. Gracias… -Hope tenía helado el corazón.
– Ya no era un perro joven -dijo el veterinario.
– Quince años.
Él asintió.
– ¿Cómo lo encontraron? -preguntó.
– Cuando volvimos a casa estaba en la cocina, tumbado en el suelo…
– ¿Quiere entrar para darle un último adiós? Hay algo que me gustaría mostrarle.
– De acuerdo -dijo Hope, sin poder contener las lágrimas-. Me gustaría verlo una vez más.
Siguió al veterinario a través de unas puertas oscilantes, Sally un par de pasos por detrás.
La sala, iluminada por brillantes tubos fluorescentes, era como cualquier sala de urgencias, con monitores para las constantes vitales, aparatos diversos y muebles de instrumental. Sobre una mesa de metal que reflejaba implacablemente la luz estaba tendido Anónimo, su claro pelaje ya sin brillo. Hope le acarició el costado. Pensó que su fiel mascota parecía en paz, simplemente dormido.
El veterinario guardó silencio un instante, dejando que Hope se despidiera del perro. Luego dijo:
– ¿Había algo extraño en la casa esta noche, cuando volvieron ustedes?
Hope se volvió.
– ¿Algo extraño?
– ¿Qué quiere decir? -dijo Sally.
– ¿Vieron indicios de que alguien hubiera entrado por la fuerza? -preguntó el veterinario.
Hope pareció confundida.
– Creo que no entiendo…
– Lamento parecer brusco, pero hemos encontrado ciertas cosas que dan para sospechar.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Hope.
El veterinario extendió la mano y apartó el pelaje de la garganta de Anónimo.
– ¿Ve las marcas rojas? Son magulladuras, probablemente de estrangulamiento. Y aquí, mire -Separó los labios de Anónimo, descubriendo sus dientes-. Esto parece un resto de carne. Y hay algo de sangre también. También encontramos jirones de ropa ensangrentada en las uñas de las patas.
Hope miró al veterinario, sin entender.
– Cuando lleguen a casa, revisen las puertas y ventanas en busca de indicios de allanamiento -aconsejó él, y sonrió sin alegría-. Está claro que el pobre animal se enfrentó a un intruso -añadió-. No puedo estar seguro sin una autopsia, pero me parece que Anónimo murió peleando.
– ¿Quién asesinó a Murphy? -pregunté-. ¿Crees que fue O'Connell?
Ella me miró con extrañeza, como si la pregunta estuviera fuera de lugar. Estábamos en su casa, y mientras ella vacilaba me distraje y paseé la mirada por la habitación. De pronto reparé en que no había ninguna fotografía.
Sonrió.
– Creo que deberías preguntarte si O'Connell necesitaba matar a Murphy. Puede que quisiera hacerlo. Tenía un arma y tenía un móvil, sí, pero ¿necesitaba apretar el gatillo personalmente? ¿No había hecho ya suficiente enviando por correo información confidencial a diversas personas para conseguir precisamente ese fin? ¿Acaso no podía confiar en que alguien, de esa lista de personas, reaccionaría de manera violenta contra Murphy? Ese era el estilo de O'Connelclass="underline" actuar oblicuamente, crear acontecimientos y situaciones, manipular el entorno. Necesitaba sacar de la circulación a Murphy, quien procedía de un mundo que O'Connell conocía muy bien. Era bien consciente de la amenaza que suponía. Murphy no era muy distinto de O'Connelclass="underline" ambos confiaban en la violencia para conseguir resultados. Tenía que quitar a Murphy del terreno de juego. Y es lo que sucedió, ¿no?
Me miró, y bajó la voz casi hasta un susurro.
– ¿Cómo actuamos los humanos? No es difícil saber qué hacer cuando el enemigo te apunta con un arma. Pero a menudo somos nuestros mayores enemigos, porque no queremos creer lo que nos dicen nuestros ojos. Cuando se avecina la tormenta, ¿no pensamos a veces que no habrá truenos? Estamos seguros de que la riada no reventará la presa, ¿verdad? Y por eso nos pilla.
Respiró hondo y se volvió para mirar por la ventana.
– Y cuando nos pilla, ¿podemos salvarnos o nos ahogamos?
29 Una escopeta en el regazo
«Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme.»
Podía oír la voz de Ashley hablándole, casi como si estuviera sentada a su lado en el coche. Repasaba una y otra vez las palabras en su mente, dándole inflexiones distintas, una vez suplicante y desesperada, otra vez sexy e insinuante. Las palabras eran como caricias.
O'Connell se imaginaba a sí mismo en una misión. Como un soldado zigzagueando por un terreno sembrado de minas o un nadador al rescate en aguas turbulentas, se dirigía al norte, más allá de Vermont, atraído inexorablemente hacia Ashley.