Se pasó los dedos por las heridas que tenía en el dorso de la mano y el antebrazo. Había conseguido detener la hemorragia causada por el mordisco en la pantorrilla con el kit de primeros auxilios que llevaba en la guantera. Había tenido mucha suerte de que el perro no le hubiera destrozado el tendón de Aquiles, pensó. Tenía los vaqueros desgarrados y probablemente manchados de sangre seca. Debería cambiárselos por la mañana. Pero, en resumen, había salido victorioso.
Encendió la luz de cortesía del coche.
Miró el mapa y trató de calcular mentalmente. Estaba a menos de noventa minutos de Ashley. Podía equivocarse una o dos veces al intentar tomar el camino rural que conducía a la casa de Catherine Frazier, pero no más.
Sonrió y de nuevo oyó a Ashley llamarlo. «Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme.» Él la conocía mejor de lo que ella se conocía a sí misma.
Abrió un poco la ventanilla y dejó entrar el aire helado para despejarse. O'Connell creía que había dos Ashleys. La primera era la que había intentado librarse de él, la que se había mostrado tan enfadada, asustada y evasiva. Ésa era la Ashley que pertenecía a sus padres y a aquella tía rara, Hope. Frunció el ceño al pensar en ellos. Había algo verdaderamente repugnante y malsano en su relación. Desde luego, Ashley estaría mucho mejor cuando él la rescatara de esos pervertidos.
La verdadera Ashley era la que estaba sentada a la mesa frente a él, bebiendo y riendo con sus chistes, pero hipnotizante mientras se insinuaba. La verdadera Ashley había conectado con él, física y emocionalmente, de un modo increíblemente profundo. La verdadera Ashley lo había invitado a entrar en su vida, y el deber de Michael era volver a encontrar a esa persona.
La liberaría.
O'Connell sabía que la Ashley que sus padres y su madrastra lesbiana veían era una sombra de la verdadera. La Ashley estudiante, artista, empleada del museo era pura ficción, creada por un puñado de inútiles liberales de clase media que no valían nada y sólo querían que fuese como ellos, que creciera y tuviera la misma vida estúpidamente insignificante que ellos. La verdadera Ashley estaba esperando que él llegara como un príncipe azul para mostrarle una vida distinta. Era la Ashley que ansiaba la aventura, una existencia intensa. La Bonnie de su Clyde, una Ashley que viviría con él fuera de las frustrantes reglas sociales. Desde luego, entendía que ella se mostrara reacia, temerosa de la libertad que él representaba. La excitación que él encarnaba debía de ser aterradora, pensó.
Debía tener paciencia. Era sólo cuestión de enseñársela.
Sonrió para sí, confiado. Puede que no fuera fácil, antes bien, bastante complicado. Pero ella acabaría por captarlo.
Con renovado entusiasmo, O'Connell se adentró en la interestatal. Pisó a fondo y sintió el acelerón. En cuestión de segundos alcanzó el carril de la izquierda. Sabía que era invisible. Sabía que estaba a salvo. Sabía que no habría nadie para detenerlo. No esa noche.
«No falta mucho -pensó-. Sólo el último esfuerzo.»
Hope dejó que la noche la abrazara, envolviendo su tristeza en sombras, mientras Sally conducía de vuelta a casa. El silencio de Hope parecía fantasmagórico, como una parte espectral de sí misma.
Sally tuvo el buen sentido de limitarse a conducir y dejarla a solas con su dolor. Se sentía un poco culpable por no sentirse tan mal como debería. Pero no dejaba de pensar. Por horrible que fuera la pérdida de Anónimo, era más importante cómo había muerto y lo que significaba. Necesitaba emprender alguna acción, y trató de ordenar lo sucedido.
El coche se detuvo en el camino de acceso.
– Lo siento mucho, Hope -fueron las primeras palabras de Sally desde que salieran del hospital-. Sé cuánto significaba para ti.
A Hope le pareció que era la primera frase amable que oía de su compañera en meses. Inspiró hondo y sin decir nada se apeó. Recorrió el jardín, mientras la hojarasca revoloteaba a sus pies. Se detuvo ante la puerta y la contempló un segundo antes de volverse hacia Sally.
– Por aquí no entró -dijo con un profundo suspiro-. Habría necesitado utilizar una ganzúa y habrían quedado marcas.
Sally se acercó a ella.
– Por detrás -dijo-. Por el sótano. O tal vez por una de las ventanas laterales.
Hope asintió.
– Miraré la parte de atrás. Comprueba tú las ventanas, sobre todo las de la biblioteca.
Hope no tardó en encontrar la trampilla del sótano forzada. Se quedó inmóvil un momento, mirando las astillas de madera diseminadas por los escalones de cemento del sótano.
– ¡Sally, aquí abajo!
Sólo había una bombilla pelada en el techo, que proyectaba extrañas sombras en los rincones del viejo sótano. Hope recordó que, cuando Ashley era una niña, siempre le daba miedo bajar sola a hacer la colada, como si temiera que los rincones y las telarañas ocultaran monstruos o fantasmas. Anónimo la acompañaba en esas ocasiones. Incluso en su adolescencia, cuando Ashley ya no creía en esas cosas, cogía sus vaqueros ceñidos y la diminuta ropa interior que no quería que descubriera su madre, una galleta para perros, y dejaba la puerta del sótano abierta para Anónimo. Entonces el chucho bajaba ansiosamente la escalera, haciendo suficiente ruido para espantar a cualquier demonio persistente, y esperaba a Ashley, sentado y con la cola barriendo el polvoriento suelo.
Hope se volvió cuando Sally bajó por la escalera.
– Entró por aquí -dijo.
Sally miró las astillas y asintió.
– Luego entró en la cocina…
– Ahí es donde Anónimo debió de oírlo u olerlo -dijo Sally.
Hope tomó aliento.
– Le gustaba esperarnos en el vestíbulo, así que tuvo que reaccionar, y supo que no éramos nosotras ni Ashley que volvía a casa.
Hope escrutó la cocina.
– Aquí es donde le hizo frente -dijo en voz baja. «Su último acto de lealtad», pensó. Se lo imaginó con el pelaje gris erizado, enseñando los colmillos. Defendiendo su casa y su familia, aunque su visión era débil y casi estuviera sordo. Hope contuvo las lágrimas y se agachó para examinar el suelo con atención.
– Mira aquí -dijo tras unos segundos.
Sally miró.
– ¿Qué es?
– Sangre. Al menos eso parece. Y probablemente no es de Anónimo.
– Tienes razón -dijo Sally, y añadió en voz baja-: Buen perro.
– ¿Quién pudo ser?
Esta vez fue Sally quien inhaló bruscamente.
– Fue él -dijo.
– ¿Él? ¿Te refieres a…?
– A O'Connell.
– Pero creía… dijiste que se había olvidado de Ashley. El detective privado te dijo…
– El detective privado está muerto. Asesinado. Ayer.
Hope abrió los ojos como platos.
– Iba a decírtelo cuando llegué a casa…
Sally no necesitó continuar.
– ¿Asesinado? ¿Cómo? ¿Dónde?
– En una calle de Springfield. Estilo ejecución, o eso pone el periódico.
– ¿Qué demonios significa «estilo ejecución»?
– Significa que alguien se le acercó por detrás y le metió dos balas en la nuca. -La voz de Sally sonó fría y profesional.
– ¿Crees que fue él? ¿Por qué?
– No lo sé con seguridad. Muchas personas odiaban a Murphy. Cualquiera de ellos…
– Pero crees que fue O'Connell. -Hope contempló las manchas de sangre en el suelo.
– ¿Quién si no?
– Bueno, pudo ser un ladrón.
– No es corriente en este barrio. Cuando ocurre algo así, suelen ser chavales que se llevan un par de cosas. ¿Ves que hayan robado algo?
– No. Si fue O'Connell, eso significa…
– Que vuelve a ir tras Ashley.
– Pero ¿por qué vino aquí?
Sally se estremeció.
– Seguramente buscaba información.