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– Pero creí que Scott había inventado esa historia sobre Italia y O'Connell se la había creído.

Sally sacudió la cabeza.

– No lo sabemos -dijo-. No tenemos ni idea de lo que cree o no cree O'Connell, ni de lo que ha averiguado. Ni de lo que ha hecho. Sólo sabemos que han matado a Murphy y ahora a Anónimo. ¿Ambos hechos están relacionados? -Suspiró, apretó los puños y se dio unos golpecitos en la cabeza con gesto de frustración-. No sabemos nada con certeza.

Hope miró el suelo y le pareció ver más gotas de sangre junto a la puerta que daba al resto de la casa.

– Ven, echemos un vistazo -dijo.

Sally cerró los ojos y se apoyó un momento contra la pared. Dejó escapar un suspiro largo y lento.

– Al menos aquí no hay nada que indique dónde está Ashley. Me encargué de eso. -Abrió los ojos y continuó-.Y Anónimo, al atacarlo con fiereza, bastó probablemente para ahuyentarlo.

Hope asintió, pero no estaba tan segura.

– Echemos un vistazo -insistió.

Había otra mancha de sangre en el pasillo que conducía a la biblioteca y la salita.

Hope lo observó todo con atención, buscando algún signo que indicara que O'Connell había estado allí. Cuando sus ojos se posaron en el teléfono, jadeó y musitó:

– Sally, mira aquí.

Había varías manchas de sangre escarlata en el teléfono.

– Pero es sólo el teléfono… -empezó Sally. Entonces vio que el piloto rojo del contestador estaba parpadeando. Pulsó reproducción.

La alegre voz de Ashley llenó la habitación.

«Hola, mamá y Hope. Os echo de menos, pero me lo estoy pasando la mar de bien con Catherine. Creo que me pasaré a veros dentro de un par de días. Es que necesito ropa de abrigo. Vermont es precioso durante el día, pero de noche hace mucho frío. Me va a hacer falta un abrigo y tal vez unas botas. Iré en el coche de Catherine. Hablaré con vosotros más tarde. Os quiero.»

– Oh, Dios mío -farfulló Sally-. Oh, no.

– Lo sabe -dijo Hope.

Sally retrocedió, tenía la cara desencajada.

– Eso no es todo -musitó Hope. Sally siguió su mirada.

La segunda balda de una estantería estaba llena de fotos familiares: de Hope y Sally, de Anónimo, y de todos ellos con Ashley. También había una elegante foto de Ashley, de perfil, haciendo senderismo por las Green Mountains durante una puesta de sol, una foto afortunada que la mostraba justo en esa maravillosa transición de niña a mujer, de los correctores dentales y las rodillas huesudas a la gracia y la belleza.

La foto solía ocupar el centro del estante. Pero ya no estaba allí.

Sally sollozó y corrió al teléfono. Marcó el número de Catherine, que sonó una y otra vez, sin que nadie respondiese.

Esa noche Scott había ido a una facultad cercana para asistir a una conferencia de un catedrático de Harvard que estaba haciendo una gira. El tema era la historia y la evolución del derecho procesal. Había sido muy interesante, y se sentía de excelente ánimo. Cuando se detuvo en el camino de vuelta a casa para comprar un poco de pollo agridulce y ternera con setas en un restaurante chino, se sentía con ganas de sentarse a su escritorio para seguir corrigiendo los trabajos de sus estudiantes.

Se recordó que tenía que llamar a Ashley para comprobar cómo estaba y ver si necesitaba algo de dinero. No le agradaba que la madre de Hope tuviera que pagar la estancia de Ashley. Le parecía que deberían buscar algún acuerdo económico equitativo, sobre todo porque no sabía cuánto tiempo tendría Ashley que pasar allí. No mucho más, tal vez. Pero aun así era una carga imprevista para la anciana. No conocía la situación financiera de Catherine. Sólo la había visto un par de veces, en momentos breves y amables. Sabía que apreciaba a Ashley, lo cual la convertía básicamente en buena gente.

El pollo agridulce ya goteaba cuando entró en la casa y oyó sonar el teléfono. Lo dejó en la encimera de la cocina y contestó.

– ¿Sí?

– Scott, soy Sally. Ha estado aquí. Mató a Anónimo y ahora sabe dónde está Ashley. Y en Vermont nadie contesta el teléfono…

La voz de su ex mujer sonó como un estallido en sus oídos.

– Sally, por favor, cálmate. Cada cosa a su tiempo. -Oyó su propia voz. Calmada y razonable. Sin embargo, por dentro oyó su corazón, su respiración, su cabeza, todo girando y acelerando, como de pronto barrido por un vendaval implacable.

Ashley y Catherine caminaban lentamente por Brattleboro, de vuelta al coche con dos vasos de café, viendo los talleres de artesanía, las tiendas, los tenderetes al aire libre y las librerías. A Ashley le recordaba la ciudad universitaria donde había crecido, un lugar definido por las estaciones y su ritmo tranquilo. Era difícil sentirse incómoda, o incluso amenazada, en una ciudad que aceptaba apaciblemente los más diversos estilos de vida.

Había veinte minutos de trayecto desde la ciudad hasta la casa de Catherine, entre colinas y prados, aislada de los vecinos. La anciana dejó que Ashley condujera, quejándose de que por la noche su vista ya no era la de antes, aunque la chica supuso que en realidad quería tomar en paz su café. A Ashley le gustaba oírla hablar: había una férrea determinación en Catherine. No estaba dispuesta a permitir que las molestias y achaques de la edad limitaran su vida y sus costumbres.

Catherine señaló la carretera.

– Ten cuidado, no vayas a atropellar a un ciervo -dijo-. Es malo para ellos, malo para el coche y malo para nosotras.

Ashley redujo la velocidad y echó un vistazo por el retrovisor. Unos faros se acercaban velozmente.

– Parece que alguien tiene prisa -comentó.

Pisó ligeramente el freno para que el coche de detrás viera las luces.

– ¡Dios mío! -exclamó de pronto.

El coche se les había pegado por detrás y las seguía apenas a unos centímetros de distancia.

– ¿Qué demonios pretende? -gritó Ashley-. ¡Eh, atrás!

– Tranquila -dijo Catherine, pero había clavado las uñas en el asiento.

– ¡Guarda la distancia de seguridad, cretino! -gritó Ashley cuando el coche de atrás encendió las luces largas, inundando el interior del vehículo-. Maldita sea, ¡qué cabrón!

No podía ver al conductor del otro coche, ni distinguir la marca ni el modelo. Aferró con fuerza el volante mientras avanzaban por la solitaria carretera comarcal.

– Déjalo pasar -sugirió Catherine con la mayor calma posible. Se volvió para mirar atrás, pero la cegaban los faros, y el cinturón de seguridad dificultaba sus movimientos-. Hazte a un lado en el primer sitio que veas. La carretera se ensancha ahí delante…

Intentaba aparentar calma mientras su cabeza calculaba rápidamente. Catherine conocía bien las carreteras de su comunidad y quería anticipar cuánto espacio tendrían para abrirse.

Ashley quiso acelerar para ganar algo de separación, pero la carretera era demasiado estrecha y serpenteante. El coche de atrás no se despegó ni un centímetro. Ashley empezó a aminorar.

– ¡Menudo imbécil! -volvió a gritar.

– No pares -dijo Catherine-. Hagas lo que hagas, no pares. ¡Hijo de puta! -le gritó al de atrás, medio volviéndose.

– ¿Y si nos embiste? -se asustó Ashley.

– Aminora lo suficiente para que nos pase. Si nos golpea, aguanta. La carretera se bifurca a la derecha dentro de un kilómetro y medio. Por allí podremos volver a la ciudad e ir a la policía.

Ashley asintió.

Catherine no mencionó que la cercana Brattleboro tenía policía local, ambulancia y bomberos sólo hasta las diez de la noche. Pasada esa hora había que llamar a la policía estatal o a emergencias. Quiso mirar el reloj, pero tenía miedo de soltarse de los posamanos.

– ¡Ahí, a la derecha! -exclamó Catherine. Medio kilómetro delante había un pequeño recodo para que los autobuses escolares pudiesen girar en redondo-. ¡Tira hacia allí!