Ashley asintió y pisó el acelerador una vez más. El coche de detrás no se despegó, acercándose cuando Ashley vio el pequeño espacio despejado junto a la carretera. Trató de hacer una maniobra suficientemente súbita para que su perseguidor tuviera que pasar de largo.
Pero no lo hizo.
– ¡Aguanta! -gritó Catherine.
Ambas se prepararon para el impacto, y Ashley pisó el freno. Los neumáticos rechinaron contra el asfalto y el coche quedó envuelto en una nube de tierra y polvo. La grava repiqueteaba con estrépito contra los bajos.
Catherine alzó una mano para protegerse la cara, y Ashley se echó atrás en el asiento mientras el coche derrapaba fuera de control. Giró el volante hacia donde giraba el coche, tal como le había enseñado su padre. El vehículo coleteó unos instantes, pero Ashley pudo dominarlo, luchando con el volante, hasta que se detuvo. Catherine se golpeó contra la ventanilla, y Ashley alzó la cabeza, esperando ver pasar de largo el coche que las seguía, pero no vio nada. Se preparó para una inminente colisión.
– ¡Aguanta! -gimió la anciana, esperando el impacto.
Pero sólo recibieron silencio.
Scott telefoneó varías veces, pero nadie contestó.
Intentó no inquietarse demasiado. Probablemente habían salido a cenar y todavía no habían vuelto. Ashley era una noctámbula empedernida, se recordó, y era más que probable que hubiera convencido a Catherine para ir a la última sesión de una película, o a tomar un café en un bar. Había numerosos motivos para que aún no estuvieran en casa. «No te dejes arrastrar por el pánico», se dijo. Ponerse histérico no ayudaría en nada ni a nadie y sólo conseguiría irritar a Ashley cuando finalmente la localizara. Y a Catherine también, pensó, porque no le gustaba ser considerada una incompetente.
Tomó aire y llamó a su ex esposa.
– ¿Sally? Sigue sin haber respuesta.
– Creo que está en peligro, Scott. Lo creo de verdad.
– ¿Por qué?
La cabeza de Sally se llenó de una perversa ecuación: «Perro muerto más detective muerto dividido por puerta forzada, multiplicado por fotografía robada, igual a…» En cambio, dijo:
– Han pasado varias cosas. Ahora no puedo explicártelo, pero…
– ¿Por qué no puedes explicármelo? -repuso Scott, tan insufrible como siempre.
– Porque cada segundo de retraso podría provocar…
No terminó. Los dos guardaron silencio, el abismo entre ambos ensanchándose.
– Déjame hablar con Hope -dijo Scott bruscamente. Esto sorprendió a Sally.
– Está aquí, pero…
– Pásamela.
Hubo unos ruidos en el auricular antes de que Hope lo cogiera.
– ¿Scott?
– Tu madre no responde a mis llamadas. Ni siquiera salta el contestador.
– Mi madre no tiene contestador. Dice que si la gente tiene interés ya volverá a llamar.
– ¿Crees…?
– Sí, lo creo.
– ¿Deberíamos llamar a la policía?
Hope hizo una pausa.
– Lo haré yo -dijo-. Conozco a la mayoría de los polis de por allí. Demonios, un par de ellos fueron compañeros míos en el instituto. Puedo hacer que alguno se acerque a comprobar que todo está en orden.
– ¿Puedes conseguirlo sin provocar alarma?
– Sí. Diré que no puedo contactar con mi madre. Todos la conocen, no habrá ningún problema.
– Muy bien, hazlo. Y dile a Sally que voy para allá. Si hablas con Catherine, dile que llegaré tarde. Pero necesito la dirección.
Mientras hablaba, Hope vio que Sally había palidecido y las manos le temblaban. Nunca la había visto tan asustada, y esto la inquietó casi tanto como la noche abominable que las había engullido.
Catherine fue la primera en hablar.
– ¿Estás bien?
Ashley asintió, tenía los labios secos y la garganta casi cerrada. Sintió que su desbocado corazón recuperaba poco a poco el ritmo normal.
– Sí, estoy bien. ¿Y tú?
– Sólo me he dado un golpe en la cabeza. Nada del otro mundo.
– ¿Vamos a un hospital?
– No; estoy bien. Aunque parece que me he derramado encima mi café. -Se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta-. Necesito un poco de aire.
Ashley apagó el contacto y también se apeó.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Quiero decir, ¿qué crees que pretendía ese tipo?
Catherine escrutó la carretera en ambos sentidos.
– ¿Lo viste adelantarnos?
– No.
– Pues yo tampoco. Me pregunto dónde demonios ha ido. Ojalá se haya empotrado contra los árboles, o despeñado por algún barranco.
Ashley sacudió la cabeza, desolada.
– Lo hiciste bastante bien -la tranquilizó Catherine-. Nadie podría haberlo hecho mejor, Ashley. Te viste en un aprieto y lo resolviste con suma eficiencia. Seguimos enteras, y mi bonito coche nuevo casi no tiene abolladuras.
Ashley sonrió, a pesar de la ansiedad que la embargaba.
– Mi padre solía llevarme a Lime Rock, en Connecticut, para que condujera su viejo Porsche por una carretera poco frecuentada. Me enseñó todos los trucos del buen conductor.
– Bueno, pues no es exactamente el paseo típico padre-hija, pero ha resultado útil.
Ashley inspiró hondo.
– Catherine, ¿alguna vez te ha pasado algo así?
La anciana seguía al borde de la carretera, escrutando la oscuridad.
– No -respondió-. Quiero decir que a veces cuando vas por estas carreteras estrechas y serpenteantes algún chaval se impacienta y te adelanta imprudentemente. Pero ese tipo parecía tener otra cosa en mente.
Volvieron al coche y se abrocharon los cinturones. Ashley vaciló antes de decir:
– Me pregunto si… bueno, si aquel tipejo que me estaba acosando…
Catherine se reclinó en su asiento.
– ¿Piensas que ha sido el joven que te obligó a marcharte de Boston?
– No lo sé.
Catherine hizo una mueca.
– Ashley, querida, él no sabe que estás aquí, y tampoco dónde vivo, un sitio por lo demás difícil de encontrar. Si vas por la vida mirando por encima del hombro y atribuyendo todas las cosas malas a ese O'Connell, entonces no te quedará tiempo para vivir.
Ashley asintió. Quería dejarse convencer, pero le costó lo suyo.
– Además, ese joven te profesa amor, querida. Y no me parece que pretender echarnos de la carretera tenga relación con el amor, ¿no crees?
La chica no respondió, aunque creía conocer la respuesta a esa pregunta.
Hicieron el resto del viaje en relativo silencio. Un largo sendero de tierra y grava conducía hasta la casa de Catherine, una mujer que protegía su privacidad celosamente mientras se inmiscuía en la vida de todo el mundo en la comunidad. Ashley contempló la casa. En el siglo XIX había sido una granja, y a Catherine le gustaba bromear diciendo que había mejorado el sistema de fontanería y la cocina, pero no los fantasmas. Ashley deseó haberse acordado de dejar un par de luces encendidas.
Catherine, sin embargo, estaba acostumbrada a llegar a su casa a oscuras y bajó rápidamente del coche.
– Maldición -dijo con brusquedad-. Está sonando el teléfono.
Sin preocuparse por aquella oscuridad familiar, se adelantó presurosa. Nunca cerraba las puertas con llave, así que entró, encendió las luces y se dirigió al viejo teléfono de disco que había en el salón.
– ¿Sí? ¿Quién es?
– ¿Mamá?
– ¡Hope! Qué alegría. ¿Cómo llamas tan tarde…?
– Mamá, ¿estás bien?
– Sí, sí. ¿Porqué…?
– ¿Está Ashley contigo? ¿Está bien?
– Por supuesto, querida. Está aquí mismo. ¿Qué pasa?
– O'Connell sabe que está ahí. Puede que vaya de camino hacia allá.
Catherine inspiró bruscamente, pero mantuvo la calma.
– Tranquila, no creo que haya problemas.
Mientras lo decía, se volvió hacia Ashley, que se había quedado en el umbral como hipnotizada. Hope empezó a hablar, pero su madre apenas la oyó. Por primera vez pudo ver pánico en los ojos de Ashley.
Scott aceleró a fondo y en menos de un minuto el coche superó casi sin esfuerzo los ciento cincuenta kilómetros por hora. El motor rugía, mientras la noche pasaba veloz un borrón de sombras, recios pinos y negras montañas lejanas. El trayecto desde su casa hasta la de Catherine duraba cerca de dos horas, pero esperaba hacerlo en la mitad de tiempo. No estaba seguro de que eso bastara, ni de qué estaba sucediendo, ni de las intenciones de aquel maldito O'Connell. Y tampoco estaba seguro de lo que le esperaba. Sólo sabía que se enfrentaban a un peligro extraño y retorcido, y estaba decidido a interponerse entre ese peligro y su hija.