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Mientras conducía, las manos aferradas al volante, casi se sintió abrumado por imágenes del pasado. Todos los recuerdos del crecimiento de su hija acudieron a su mente. Sintió un frío paralizador en el pecho, mientras iba dejando kilómetros atrás, y aun así tuvo la sensación de que iba un kilómetro por hora más lento de lo requerido por la situación, que lo que estaba a punto de suceder iba a perdérselo por segundos. Entonces pisó más el pedal, ajeno a todo excepto a la necesidad de acelerar, quizá más de lo que nunca había acelerado.

Catherine colgó y se volvió hacia Ashley. Se dijo que debía mantener la voz baja, firme y tranquila. Escogió las palabras con cuidado, palabras de inusual formalidad. Concentrarse en las palabras la ayudaba a combatir el pánico. Tomó aire despacio, y se recordó que procedía de una generación que había librado batallas mucho más terribles que la que presentaba ese O'Connell. Así pues, imbuyó a sus palabras una determinación rooseveltiana.

– Ashley, querida. Parece que ese joven que se siente insanamente atraído hacia ti ha descubierto que no te encuentras en Europa, sino aquí, conmigo.

Ashley asintió, incapaz de responder.

– Creo que lo más aconsejable sería que subieras a tu dormitorio y cerraras la puerta con llave. Ten el teléfono al alcance de la mano. Hope me informa de que tu padre viene de camino, y también tiene previsto llamar a la policía local.

La joven dio un paso hacia las escaleras, pero se detuvo.

– Catherine, ¿qué vas a hacer? ¿No deberíamos marcharnos de aquí?

La anciana sonrió.

– Bueno, dudo que sea sensato darle a ese tipo otra oportunidad de echarnos de la carretera. Ya lo ha intentado una vez esta noche. No, ésta es mi casa. Y también la tuya. Si ese joven pretende causarte algún daño, será mejor que nos enfrentemos a él aquí, en nuestro territorio.

– Entonces no te dejaré sola -dijo Ashley con fingida confianza-. Nos sentaremos las dos y esperaremos juntas.

Catherine negó con la cabeza.

– Ah, Ashley, querida, eres muy amable. Pero creo que estaré más tranquila si sé que estás arriba en tu habitación. Además, las autoridades llegarán dentro de poco, así que seamos cautas y sensatas. Y ser sensata, ahora mismo, significa que hagas lo que te pido.

La joven fue a protestar, pero Catherine agitó la mano.

– Ashley, permíteme defender mi hogar del modo que considere más adecuado.

Era una frase educada pero tajante. Ashley asintió.

– De acuerdo. Estaré arriba. Pero, si oigo algo que no me guste, bajaré en un segundo. -Desde luego, no estaba segura de qué quería decir con «algo que no me guste».

Catherine la vio subir la escalera. Esperó hasta oír que cerraba la puerta y pasaba la llave. Entonces fue a la alacena para la leña, construida en la pared junto a la gran chimenea. Escondida entre los troncos estaba la vieja escopeta de su difunto esposo. No la había sacado ni limpiado en años, y no sabía si la media docena de balas que había al fondo de la funda aún detonarían. Catherine supuso que existía una buena posibilidad de que le explotara en las manos si tenía que apretar el gatillo. Con todo, era un arma intimidatoria, con un buen cañón, y rogó que con eso bastara.

Se sentó en un sillón junto a la chimenea, metió las seis balas en la recámara y se dedicó a esperar, la escopeta cruzada sobre el regazo. No sabía mucho de armas, aunque sí lo suficiente para quitar el seguro.

Se preparó cuando, poco después, oyó movimiento acercándose a la puerta.

Seguía mirando por la ventana, supuse que rumiando sus pensamientos. De pronto se volvió hacia mí y preguntó:

– ¿Has pensado alguna vez si serías capaz de matar a alguien?

Como vacilé, ella sacudió la cabeza y añadió:

– Tal vez sería mejor preguntar cómo imaginamos la muerte violenta.

– No estoy seguro de a qué te refieres -dije.

– Piensa en todas las formas en que nos expresamos a través de la violencia. En la televisión y en el cine, en los videojuegos. Piensa en todos esos estudios que demuestran que el niño medio crece siendo testigo de miles de muertes. Pero la verdad es que, a pesar de ello, cuando nos enfrentamos con la clase de ira que puede ser mortal, rara vez sabemos cómo responder.

No respondí. Ella se apartó de la ventana y cruzó la habitación para volver a sentarse en su sillón.

– Nos gusta imaginar que siempre sabemos qué hacer en las situaciones difíciles -dijo-. Pero en realidad no lo sabemos. Cometemos errores, errores de cálculo. Todos nuestros fallos nos abruman. Creemos que podemos hacer algo y en el momento de la verdad no podemos. Lo que necesitamos hacer para salvarnos queda fuera de nuestro alcance.

– ¿Ashley?

Ella negó con la cabeza.

– ¿No crees que el miedo nos paraliza?

30 Una conversación sobre el amor

Catherine tomó aire y apoyó la culata contra el hombro, atenta al sonido del exterior. Contó los pasos. Desde una esquina de la casa, dejando atrás las macetas dispuestas en una ordenada hilera, hasta la puerta principal. «Primero probará con la puerta», se dijo. Aunque le parecía tener la lengua atascada, dijo con fuerza:

– Pase, señor O'Connell.

No tuvo que añadir: «Le estoy esperando.»

Hubo un momento de silencio, y Catherine oyó su propia respiración entrecortada, casi ahogada por los latidos del corazón. Mantuvo la escopeta con firmeza y trató de calmarse mientras apuntaba. Nunca le había disparado a nadie. De hecho, nunca había disparado un arma, ni siquiera como práctica. Su padre era médico. Su esposo había crecido en una granja, pero había servido en los marines durante la guerra de Corea. No por primera vez, deseó tenerlo a su lado. Después de un par de segundos, oyó abrirse la puerta y pasos en el pasillo.

– Aquí, señor O'Connell -espetó roncamente.

No había nada vacilante en los pasos, y O'Connell se plantó en la puerta. Catherine le apuntó al pecho.

– ¡Manos arriba! -dijo. No se le ocurrió otra cosa que decir-. Quieto, ahí donde está.

O'Connell no se quedó completamente quieto ni levantó las manos. Dio un breve paso y señaló el arma.

– ¿Pretende dispararme?

– Si tengo que hacerlo -respondió Catherine.

– Ya -dijo él, mirándola con atención, antes de escudriñar la habitación, como memorizando cada forma, color y ángulo-. ¿Qué la obligaría a hacerlo? -Hablaba como si todo fuese una broma.

– Probablemente no querrá que le responda a eso.

O'Connell sacudió la cabeza.

– En eso se equivoca -dijo lentamente, acercándose un paso más-. Eso es exactamente lo que necesito saber -sonrió-. ¿Va a dispararme si digo algo con lo que esté en desacuerdo? ¿Si me acerco? ¿O si doy un paso atrás? ¿Qué la hará apretar el gatillo?

– ¿Quiere una respuesta? Quizá la obtenga en carne viva.

O'Connell avanzó otro paso.

– Deténgase -ordenó la anciana-. Y por favor levante las manos. -Se lo dijo con calma, queriendo parecer implacable, pero se sentía endeble y débil. Y quizá, por primera vez, vieja.

O'Connell parecía estar midiendo la distancia entre ellos.

– Catherine, ¿verdad? Catherine Frazier. Es la madre de Hope, ¿correcto?

Ella asintió.

– ¿Puedo llamarla Catherine? ¿O prefiere señora Frazier? Quiero ser educado.

– Puede llamarme como quiera, porque no va a quedarse mucho.

– Bien, Catherine…

Ella lo interrumpió.

– Que sea señora Frazier.

Él asintió.

– Bien, señora Frazier -dijo, poniendo énfasis en el nombre-. No me quedaré mucho, pero me gustaría hablar con Ashley.