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– No -confirmó Ashley con impotencia.

Él sacudió la cabeza, cerró la libreta y dijo:

– Lo que debería haber dicho, señora Frazier, es que la golpeó y la hizo sentir miedo por su vida. Que hubo algún contacto físico. Eso nos permitiría tomar cartas en el asunto. Podría haber dicho que empuñaba un arma. Incluso que entró sin permiso. Pero no podemos arrestar a nadie por decirle que ama a la señorita Freeman. -Sonrió con resignación-. Además, supongo que todos los chicos se enamoran de la señorita Freeman.

Catherine dio una patada en el suelo.

– Esto es inútil -dijo-. ¿Dice que no puede ayudarnos?

– A menos que tengamos la certeza razonable de que se ha cometido un delito.

– ¿Y el acoso? ¡Eso es un delito!

– Sí. Pero al parecer eso no ha sucedido aquí esta noche. Aunque si puede demostrar una pauta de conducta, bueno, entonces debería hacer que la señorita Freeman acudiera a un juez y consiguiera una orden de alejamiento. Después, si el tipo se acerca a cien metros de ella, podremos detenerlo. Nos daría munición, como si dijéramos. Pero aparte de eso… -Miró a Ashley-. ¿No tenía una orden así en Boston?

Ella negó con la cabeza.

– Bien, pues debería tenerlo en cuenta. No obstante…

– No obstante, ¿qué? -exigió Catherine.

– Bueno, no me gusta especular…

– ¿Qué?

– Hay que tener cuidado. No vayan a promover una conducta realmente desagradable. A veces una orden de alejamiento hace más mal que bien. Hable con un profesional, señorita Freeman.

– ¡Estamos hablando con un profesional! -se enfadó Catherine.

– Quiero decir un abogado especializado en esta clase de casos.

Catherine sacudió la cabeza, pero se contuvo de replicar. No serviría de nada descargar su rabia contra aquel policía.

– Si vuelve, señora Frazier, llame a la comisaría y enviaremos a alguien. Es lo menos que podemos hacer. Si el tipo sabe que estamos al corriente, no intentará nada.

Se guardó el bolígrafo y la libreta en el bolsillo de la camisa y se volvió hacia la puerta.

– Tenemos las manos atadas -añadió como excusándose-. Redactaré un informe, por si quiere solicitar esa orden.

Catherine volvió a hacer una mueca.

– Menudo consuelo -replicó-. Es como decir que tenemos que esperar a que se queme la casa antes de llamar a los bomberos.

– Ojalá pudiera ser más útil. De verdad, señora Frazier. Entiendo que estas situaciones son difíciles. Llámenos si vuelve a aparecer. Estaremos aquí en un santiamén y… -Se interrumpió con súbita alarma: había oído algo-. Joder -dijo ceñudo-. Alguien se cree Fitipaldi…

Catherine y Ashley se inclinaron hacia delante y escucharon un distante motor a toda velocidad. Ashley lo reconoció al instante. Se hizo cada vez más cercano, hasta que vieron los faros entre los árboles.

– Es mi padre -dijo Ashley. Pensó que debería sentirse aliviada y a salvo, porque él sabría qué hacer. Pero esos sentimientos la eludieron.

– Me he convertido en una estudiosa del miedo -dijo-. Reacciones psicológicas, estrés, alteraciones de la conducta. Leo textos de psiquiatría y tratados de ciencias sociales. Leo libros sobre cómo responde la gente a toda clase de situaciones difíciles. Tomo notas y asisto a conferencias. Todo eso sólo para intentar comprenderlo mejor.

Se volvió hacia la ventana y contempló el benigno mundo suburbano que había más allá del cristal.

– Esto no parece una clínica -dije-. Las cosas parecen tranquilas y seguras por aquí.

Ella sacudió la cabeza.

– Todo ilusión -respondió-. El miedo adopta distintas formas en lugares distintos. Todo se basa en lo que esperamos que ocurra y lo que realmente ocurre.

– ¿O'Connell?

Una sonrisa triste cruzó su rostro.

– ¿Te has preguntado por qué algunas personas saben de manera innata cómo provocar terror? El pistolero, el psicópata sexual, el fanático religioso, el terrorista. Para ellos es algo natural. Él era uno de esos tipos. Da la impresión de que no estuvieran unidos a la vida de la misma forma que tú y yo, o Ashley y su familia. Los lazos emocionales corrientes y las contenciones que todos tenemos, de algún modo, estaban ausentes en O'Connell. Y las sustituía algo terrible.

– ¿Qué?

– Le encantaba ser quien era.

31 Huyendo de algo invisible

Catherine contemplaba el estrellado cielo de medianoche sobre su casa. Hacía suficiente frío para ver el vaho del aliento, pero se sentía mucho más helada por lo que acababa de ocurrir. El único lugar donde esperaba sentirse a salvo era su casa, donde cada árbol, cada matorral, casa brisa entre las hojas, hablaban de algún recuerdo. Era lo que se suponía que debía ser sólido en la vida. Pero esa noche, la seguridad de su hogar había menguado, desde que había oído unas palabras: «Volveremos a vernos.»

Catherine se giró hacia la puerta. De repente hacía demasiado frío para estar fuera y trató de decidir qué hacer. A menudo contemplaba el cielo de Vermont y consideraba muchas cuestiones. Pero esa noche el cielo negro no proporcionaba claridad, sólo un frío que le llegaba hasta el tuétano. Se estremeció y tuvo la fugaz idea de que Michael O'Connell no sentiría el frío: su obsesión lo mantendría caliente.

Miró la hilera de árboles que marcaba el borde de la propiedad, más allá de una extensión de hierba alrededor de la casa, donde su marido había alisado una sección con un tractor prestado y luego había plantado gramón y erigido una portería, como regalo para Hope por su undécimo cumpleaños. Normalmente, aquella visión le traía recuerdos felices y la reconfortaba. Pero esa noche sus ojos fueron más allá del ajado armazón blanco de la portería. Imaginó que O'Connell estaba allí fuera, oculto, observando.

Apretó los dientes y volvió a la casa, pero no antes de hacer un gesto obsceno hacia la oscura línea de árboles. «Por si acaso», se dijo. Pasaba de la medianoche, pero todavía había que hacer las maletas. La suya estaba preparada, pero Ashley, aún conmocionada, tardaba lo suyo.

Scott estaba sentado en la cocina, bebiendo café solo, con la vieja escopeta sobre la mesa. Pasó un dedo por el cañón y pensó que todo se habría arreglado si Catherine hubiera apretado el gatillo. Podrían haber pasado el resto de la noche tratando con la policía local y un forense, y contratando a un abogado, aunque suponía que Catherine ni siquiera habría sido arrestada. Si le hubiera disparado al cabrón de O'Connell, pensó, él, Scott, habría llegado a tiempo de ayudar a resolver las cosas. Y la vida habría vuelto a la normalidad en pocos días.

Oyó a Catherine entrar por la puerta de la cocina.

– Creo que tomaré un café también -dijo mientras se servía una taza.

– Va a ser una noche larga.

– Ya lo es.

– ¿Ashley está lista?

– Lo estará en un minuto. Está recogiendo sus cosas.

– Aún está muy nerviosa.

Catherine asintió.

– No me extraña. Yo todavía lo estoy también.

– Pues lo oculta mejor -dijo Scott.

– Más experiencia.

– Ojalá usted… -empezó él, pero se detuvo.

Catherine sonrió sin alegría.

– Lo sé -dijo.

– Ojalá lo hubiera enviado al infierno de un tiro.

Ella asintió.

– Yo también lo pienso. En retrospectiva.

Ninguno dijo lo que estaban pensando: tener a O'Connell al otro lado de una escopeta era una oportunidad que difícilmente volvería a presentárseles. Al punto, Scott desechó este pensamiento. Su parte educada y racional le recordó: «La violencia nunca es la respuesta.» Y con la misma rapidez, la contestación: «¿Por qué no?»

Ashley bajó y se detuvo en el umbral.

– Estoy lista -anunció. Miró a su padre y a Catherine-. ¿Estáis seguros de que marcharnos es lo correcto?

– Aquí estamos aislados, Ashley, querida -dijo Catherine-.Y parece muy difícil predecir lo que hará a continuación el señor O'Connell.

– No es justo. No es justo para mí ni para vosotros, ni para nadie…