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– Creo que ya no se trata de ser justos -dijo su padre.

– Lo primero es estar a salvo -intervino Catherine con tono afable-. Así que será mejor que pequemos por exceso y no por defecto.

Ashley apretó los dientes.

– Vamos -dijo Scott-. Mira, al menos esto hará que tu madre se sienta mucho mejor. Y Hope también. Y seguro que Catherine no quiere tenerte aquí sola, con la amenaza de ese bastardo.

– La próxima vez -dijo Catherine, estirada- no me molestaré en darle conversación.

Señaló la escopeta, cosa que hizo que Scott y Ashley sonrieran.

– Catherine -dijo Ashley, enjugándose los ojos-, serías una magnífica asesina profesional.

Ella sonrió.

– Gracias, querida. Lo tomaré como un cumplido.

Scott se supo en pie.

– ¿Habéis comprendido bien cómo vamos a hacerlo?

Ashley y Catherine asintieron.

– Parece retorcido -dijo Catherine.

– Más vale retorcido que lamentarlo luego. Lo mejor es asumir que está vigilando la casa y que puede seguirnos. Y no sabemos qué puede intentar hacernos. Ya os ha echado de la carretera esta noche.

– Si fue él -dijo Ashley-. No lo entiendo. ¿Por qué intentaría matarnos y al poco vendría aquí a proclamar que me ama?

Scott sacudió la cabeza. Tampoco para él tenía sentido.

– Bueno, si está vigilando, le daremos algo en que pensar.

Recogió las maletas y las colocó junto a la puerta principal. Tras él, Catherine apagaba todas las luces de la casa. Dejando a las dos mujeres en el pasillo, Scott salió a la noche. Escrutó la oscuridad, recordando cuando tenía la edad de Ashley, en Vietnam, y escrutaba la jungla con los binoculares, con la batería de cañones a su espalda, silenciosos por una vez, el olor rancio y húmedo de los sacos terreros en que se apoyaba, preguntándose si los observaban desde la retorcida maraña de la jungla.

Scott dio marcha atrás con el Porsche hasta colocarse junto al pequeño todoterreno de Catherine. Dejó el motor en marcha y salió después de subir la capota. Subió al otro vehículo y lo encendió también. Luego se dirigió a la derecha de cada vehículo, abrió la puerta y bajó el asiento del pasajero lo máximo posible.

Después entró en la casa, recogió las maletas y volvió a salir.

Colocó la maleta de Catherine en su propio coche, y la de Ashley en el de Catherine. Cerró los maleteros, pero dejó las cuatro puertas abiertas.

Regresó a la puerta principal.

– ¿Listas?

Ellas asintieron.

– Entonces vamos. Rápido.

Los tres se movieron juntos, una única silueta oscura. Ashley se deslizó en el Porsche, y Catherine al volante de su propio coche. Ashley se agachó inmediatamente para que nadie pudiera verla. Se había recogido el pelo dentro de un gorro negro.

Scott cerró todas las puertas antes de ponerse al volante del Porsche. Le hizo a Catherine una señal con el pulgar y ella aceleró; sus ruedas escupieron grava. Scott la siguió a escasos centímetros de distancia. «Rápido ahora», pensó. Pero Catherine estaba ya pisando a fondo. Ambos vehículos se dirigieron velozmente hacia el camino, en caravana.

Scott escrutó por el retrovisor, buscando faros, pero las curvas le dificultaban la visión. Había luna llena. «Si yo persiguiera a alguien, conduciría sin luces», pensó. Ashley permanecía agachada. Él aceleró para no despegarse de Catherine.

Ella se dirigía a un punto que conocía, justo antes de la autovía interestatal. Era una zona de descanso con un pequeño aparcamiento al fondo. Cuando divisó la entrada, esperó al último segundo para girar bruscamente. Los neumáticos chirriaron. Se dirigió al fondo, donde no había luces. El Porsche la imitó. Catherine se detuvo y tomó aliento.

Scott aparcó a su lado, se apeó rápidamente y corrió hacia la entrada del aparcamiento.

Un único coche pasó por la carretera, luego otro. No distinguió a los conductores, pero ninguno redujo la velocidad y desaparecieron carretera abajo, sin girar hacia la interestatal. Scott esperó a que pasara otro coche, cosa que tardó casi un minuto. Luego regresó a donde esperaban las dos mujeres.

– Muy bien, cambiemos -dijo-. Ni rastro de él.

Ashley, cubriéndose con una manta de lana, se deslizó desde el Porsche al todoterreno. Catherine puso el coche en marcha y se dirigió a la rampa de entrada a la autovía en dirección sur.

Scott la siguió, pero en vez de tomar la misma rampa, hacia su destino, se detuvo en la carretera. Vio desaparecer las luces traseras del todoterreno. Esperó, atento a cualquier coche que se dirigiera tras Catherine, pero no pasó ninguno. No había nadie en los alrededores. Después de contar hasta treinta, pisó el acelerador y, con los neumáticos chirriando, enfiló la rampa de salida al norte. Cuando llegó al final de la rampa, ya iba casi a cien. Un tráiler avanzaba por el carril derecho, pisó a fondo y lo adelantó temerariamente. La bocina del tráiler atronó en la noche tras él y el camionero le lanzó destellos con las luces largas. Scott lo ignoró, atento al ilegal giro de ciento ochenta grados que haría. Rogó que ningún coche de policía estuviera por allí. Los faros iluminaron un cartel de «Sólo vehículos autorizados». Entonces pisó el freno y apagó todas las luces.

El Porsche dio un brinco y derrapó un poco mientras cambiaba de dirección norte a sur. Una rápida ojeada le dijo que la carretera estaba vacía, y aceleró sin vacilar, encendiendo de nuevo las luces.

Tomó aire. «Intenta seguirme ahora, cabrón», pensó. Calculó que tardaría menos de diez minutos en alcanzar a Catherine y a Ashley, mientras escrutaba cada coche que adelantaba. Luego las escoltaría el resto del camino a casa.

Apretó los labios.

«Y aún me sé unos cuantos trucos más», pensó con satisfacción. El motor zumbaba plácidamente, y por primera vez esa noche Scott sintió que tenía un poco de control sobre la situación. No obstante, se dijo que era improbable que esa sensación durase mucho tiempo.

El cansancio y el sueño después de tanta tensión los hicieron dormir hasta tarde. Luego, Ashley estalló en sollozos al enterarse de los detalles de la muerte de Anónimo, y lloró amargamente en la cama antes de sumirse en un sueño inquieto, asaltado por horribles imágenes de muerte. En más de una ocasión gritó, haciendo que Sally o Hope corrieran a su puerta para comprobar qué le pasaba, como si todavía fuera una niña pequeña.

Scott había vuelto a la universidad. Echó una cabezada en el sillón de su despacho, antes de despertarse sintiendo que de algún modo el día estaba distorsionado. En el lavabo de hombres, al asearse, se contempló largamente en el espejo. «La historia es el estudio de hombres y mujeres que se elevan de la media para hacer cosas extraordinarias. Es un examen de la valentía de uno, la cobardía de otro, la presciencia de un tercero, los fracasos de un cuarto. Es emoción y psicología, representada en un campo de acción», pensó. Se preguntó si se había pasado toda su vida adulta estudiando lo que hacían otros sin hacer algo él mismo.

O'Connell se había cruzado circunstancialmente en la historia personal de Scott, y según cómo actuara en los próximos días, lo definiría para siempre, se dijo.

Sally hervía de furia.

Le parecía que habían fracasado en todo. Habían tratado de ser razonables. Habían tratado de mostrarse fuertes. Habían intentado el soborno. Habían probado la intimidación. Y finalmente la huida. Todo en vano. Sus vidas habían sido zarandeadas y empujadas a un torbellino, sus carreras y su intimidad amenazadas, sus existencias trastornadas y empujadas a una situación impensable un mes atrás.

«El miedo se ha instalado en nosotros, quizá para siempre», pensó.

Estaba sentada en el salón, sola. Sacudió la cabeza y agitó las manos en el aire, gesticulando con el ceño fruncido, como si estuviera en medio de una encendida discusión.

Arriba, Ashley dormía todavía, pero Sally pretendía despertarla pronto. Hope y Catherine habían salido a dar un paseo y comprar algo de comida. Probablemente estarían hablando sobre la que les había caído encima. Ella se había quedado de guardia.