Sintió su pulso acelerado. Se encontraban en una encrucijada, pero aún no estaba segura qué caminos había disponibles.
Echó atrás la cabeza y cerró los ojos. «Lo he fastidiado todo -pensó-. He metido la pata hasta el fondo.»
Suspiró, se puso en pie y fue a un escritorio donde guardaban álbumes de recortes y fotos antiguas, recuerdos demasiado valiosos para tirarlos, pero no lo bastante significativos para enmarcarlos. Una foto de sus padres. Los dos habían muerto demasiado jóvenes, uno en un accidente de tráfico, el otro de un infarto. Sally no estaba segura de por qué necesitaba verlos, pero quería ver sus ojos mirándola, tranquilizándola. La habían dejado sola y ella había elegido a Scott creyendo que él sería «consistente». Fue probablemente la misma sensación que la llevó a la facultad de Derecho, determinada a nunca más ser víctima de los acontecimientos. Sacudió la cabeza ante la ingenuidad de esa idea. Cualquiera puede convertirse en víctima. En cualquier momento.
Oyó a Ashley en el piso de arriba.
Inspiró hondo. «Hay una única certeza -pensó-: lo que está dispuesta a hacer una madre por proteger a sus hijos.»
– ¡Ashley! ¿Eres tú? ¿Estás levantada?
Hubo una pausa y luego una respuesta, precedida por un gruñido.
– Sí. Hola, mamá. Bajaré en cuanto termine de cepillarme los dientes…
En ese momento sonó el teléfono, sobresaltándola. Comprobó la identificación de llamada, pero ponía «número privado». Sally se mordió el labio y cogió el auricular.
– ¿Sí? -dijo con tono de abogada.
No hubo respuesta.
– ¿Quién es? -exigió bruscamente.
Silencio. Ni siquiera se oía una respiración.
– ¡Maldita sea, déjenos en paz! -masculló con aspereza, y colgó.
– ¿Quién era? -preguntó Ashley desde arriba. Sally distinguió un fugaz temblor en la voz de su hija.
– Nada -respondió-. Sólo un maldito servicio de suscripción de revistas. -Se preguntó por qué no decía la verdad-. ¿Bajas?
– Ahora mismo.
Sally oyó cerrarse la puerta del dormitorio. Cogió el teléfono y pidió información sobre la llamada que acababa de recibir. Una voz grabada le contestó:
«El número 413-555-0987 es una cabina telefónica de Greenfield, Massachusetts.»
«Cerca -pensó-. A menos de una hora en coche.»
Cuando Michael O'Connell colgó en la cabina, su primer impulso fue dirigirse al sur, donde sabía que Ashley le esperaba, y tratar de aprovechar el elemento sorpresa. La voz de Sally le había revelado lo débil que era. Cerró los ojos, imaginando a la madre de Ashley. Sintió la sangre correr por su cuerpo, casi como si cada arteria y cada vena tuviesen electricidad. Respiró despacio, poco a poco, como un corredor hiperventilando antes del pistoletazo de salida, y se dijo que seguirla hasta la casa de su madre era exactamente lo que ellos esperarían.
«Se estarán preparando -pensó-. Pergeñando algún plan para impedir que me acerque a Ashley, diseñando una defensa, levantando murallas. Pero no podrán derrotarme.» Era la más simple, la más obvia y la más absoluta verdad. De nuevo respiró hondo. Ellos estaban seguros de que él iría allí. «Deja que se preocupen, que pierdan el sueño, que se sobresalten con cada ruido nocturno. Y cuando sus defensas se debiliten por el agotamiento, la tensión y la duda, entonces sí iré. Cuando menos se lo esperen.»
Dio una patadita contra la acera.
«Estoy allí, a su lado, atormentándolos, incluso cuando no estoy allí», se dijo.
Decidió que no había ninguna prisa. Su amor por Ashley podía ser enormemente paciente.
Esta vez me pidió que me reuniera con ella en las urgencias de un hospital de Springfield. Cuando le pregunté por qué a medianoche, dijo que trabajaba como voluntaria en el hospital dos noches por semana, y que esa hora de brujas era cuando tenía un descanso.
– ¿Voluntaria para qué? -pregunté.
– Como consejera. Esposas maltratadas, niños golpeados, mayores abandonados. Alguien tiene que conducirlos por los canales adecuados para obtener ayuda del estado. Lo que hago es reunir el papeleo que ha de acompañar a los dientes rotos, los ojos morados, los cortes y las costillas fracturadas.
Me esperaba en el aparcamiento, fumando un cigarrillo.
– No sabía que fumaras -le dije cuando me apeé del coche.
– No fumo -respondió, y dio otra calada-. Excepto aquí. Dos veces por semana, un cigarrillo en el descanso de medianoche. Nada más. Cuando vuelvo a casa, tiro el paquete. Compro un paquete nuevo cada semana. -Sonrió, la cara parcialmente en sombras-. Fumar parece un pecado menor, comparado con lo que veo aquí. Un niño con los dedos fracturados sistemáticamente por un padre adicto al crack. O una madre embarazada de ocho meses golpeada sin contemplaciones. Todo muy rutinario y muy cruel. ¿No es notable lo crueles que podemos ser unos con otros?
– Ya.
– Bueno, ¿qué más necesitas saber?
– Scott, Sally y Hope no estaban dispuestos a quedarse de brazos cruzados, ¿verdad?
Ella asintió. La aguda sirena de una ambulancia cortó la noche. Las emergencias se producen cuando menos se esperan.
32 El primer y único plan
Cuando se reunieron esa tarde, había una sensación de indefensión en el aire. Ashley parecía superada por los acontecimientos. Estaba acurrucada en un sillón, tapada con una manta, los pies recogidos y abrazada a un viejo oso de peluche que Anónimo había desgarrado en parte. Tenía la clara impresión de que la vigilaban. Era como estar en un escenario representando un papel, consciente todo el tiempo de que más allá de las candilejas, entre el público a oscuras, estaba siendo observada.
Ashley contempló la sala y pensó que era ella quien había causado el lío en que se encontraba, pero no comprendía exactamente qué había hecho para llegar a este punto. La única noche de alcohol que la había hecho acabar en la cama con Michael O'Connell estaba olvidada y muy lejana. Incluso más distante estaba la conversación donde ella había accedido a salir con él aquella vez, pensando que O'Connell era distinto a los chicos universitarios que conocía.
Ahora no hacía más que considerar que había sido una ingenua y una estúpida. Y no tenía la menor idea de lo que iba a hacer. Cuando sus ojos se posaron en Catherine y Hope y sus padres, uno tras otro, se dio cuenta de que los había puesto a todos en peligro, de maneras distintas, ciertamente, pero en peligro. Quiso pedir disculpas.
– Todo esto es culpa mía -dijo-. Yo soy la responsable.
– No, no lo eres -respondió Sally-. Y castigarte a ti misma no nos va a hacer ningún bien.
– Pero es que si no hubiera…
– Cometiste un error -intervino Scott-. Ya hemos hablado de esto antes. Todos intentamos recomponer ese error pensando que tratábamos con una persona razonable. Pero O'Connell logró engañarnos a nosotros también y, por tanto, todos somos culpables de haberlo subestimado. La recriminación y la culpa son caminos estúpidos que no podemos seguir ahora. Tu madre tiene razón: lo único que importa es qué vamos a hacer a continuación.
– Creo que ése no es el tema, Scott -dijo Hope.
Él se volvió para mirarla.
– ¿Entonces?
– El tema es hasta dónde estamos dispuestos a llegar.
Eso los hizo guardar silencio.
– Porque -continuó Hope con voz átona pero reflejando autoridad- sólo tenemos una idea muy vaga de lo que O'Connell está dispuesto a hacer. Hay muchos indicios de que es capaz de cualquier cosa. Pero ¿cuáles son sus límites? ¿Los tiene? Creo que no sería inteligente por nuestra parte pensar que se contendrá.
– Ojalá le… -empezó Catherine, pero se contuvo-. Scott sabe qué hubiera deseado hacer.
– Lo supongo -dijo Sally-. Ahora nos toca llamar a las autoridades.