Выбрать главу

– Creo que te equivocas conmigo -dijo-. Y tú -miró a Sally- tal vez te equivocas con Ashley. -Sacudió la cabeza-. Las dos somos perfectamente capaces de asumir cualquier riesgo. Pero éste es sólo el primer paso, y si necesitáis que nos ausentemos en este momento, lo haremos. Pero no será siempre así. -Se volvió hacia Ashley-. Vamos, querida, subamos al piso de arriba y confiemos en que éstos comprendan la tontería que es excluirnos.

Extendió la mano y cogió a Ashley, que medio se había levantado de su asiento.

– No me gusta esto -refunfuñó-. No creo que sea justo. Ni adecuado.

Pero siguió a Catherine escaleras arriba.

Los otros permanecieron en silencio viéndolas marchar.

– Gracias, Hope -dijo Sally-. Ha sido un movimiento muy inteligente.

– Esto no es el ajedrez -respondió Hope.

– Sí que lo es -dijo Scott-. O al menos está a punto de serlo.

Tardaron un poco en repartir las tareas iniciales. A partir de los datos básicos contenidos en el informe redactado por Murphy, Scott tendría que indagar en el pasado de O'Connell. Ver su casa, investigar dónde había crecido, descubrir lo que pudiera sobre su familia, su historial laboral y su educación. A él le correspondería, pues, evaluar a quién se enfrentaban realmente. Sally dedicaría el fin de semana a examinar el caso con un enfoque jurídico. Todavía no sabían qué delito querían achacarle a Michael O'Connell, aunque desde luego tendría que ser grave. Evitaron la palabra «asesinato» durante la conversación, pero acechaba en todo lo que hablaron.

Crear un delito a partir de la nada requiere planificación, y ésa era tarea de Sally. Tenía que asegurarse no sólo de que fuera grave, sino también fácil de demostrar para un fiscal. Y que llevara eficazmente a la detención de O'Connell y fuera difícil de negociar con la fiscalía. Tenía que ser un delito del que no pudiera librarse ofreciendo su colaboración denunciando a otros culpables. Debía cometerlo absolutamente solo. Y Sally tenía que decidir qué pruebas necesitaría el estado para obtener una sentencia de culpabilidad más allá de toda duda razonable.

A Hope, la única de los tres a quien O'Connell tal vez no reconocería a primera vista, se le asignó la misión de encontrarlo y vigilarlo. Tenía que recabar información sobre su vida diaria.

Era difícil ver quién se enfrentaba al peligro mayor. Probablemente Hope, pensó Sally, porque estaría físicamente cerca de O'Connell. Pero Sally sabía que, en cuanto abriera sus libros de leyes, sería culpable de simulación de un delito. Y Scott iba a dedicarse a lo más incierto, porque no había manera de saber qué encontraría cuando mencionara el nombre de Michael O'Connell en su ciudad natal.

Finalmente, se decidió que Catherine y Ashley se quedarían en la casa. Catherine, que todavía lamentaba no haberle disparado a O'Connell cuando tuvo la oportunidad, se encargaría de diseñar algún tipo de sistema protector, por si O'Connell volvía a presentarse.

Ése era el mayor temor de Sally: que antes de que ellos tuvieran una oportunidad de actuar, lo hiciera él. No mencionó a Hope y a Scott que en realidad se trataba de una carrera contra el tiempo; simplemente dio por sentado que ellos también lo estaban pensando.

Ella me miró como si esperase que dijera algo, pero, como permanecí callado, preguntó:

– ¿Has pensando mucho en el «crimen perfecto»? Últimamente yo he dedicado tiempo a considerar algunas preguntas. ¿Qué está bien, qué está mal? ¿Qué es justo, qué injusto? Y he llegado a considerar que el crimen perfecto, el verdaderamente perfecto, no es sólo aquel del que uno se libra, sino el que produce algún cambio psicológico profundo. Una experiencia que altera la vida.

– ¿Robar un Rembrandt del Louvre no cuenta?

– No. Eso simplemente te hace rico. Y no te convierte en otra cosa que en un ladrón de arte. No es muy distinto de quien empuña una pistola para atracar una tienda. El crimen perfecto, quizás el crimen ideal, es algo que existe en más de un plano moral. Endereza algún error y hace justicia. Da una oportunidad de enmendar algo.

Me acomodé en el asiento. Tenía docenas de preguntas, pero preferí dejarla hablar.

– Y algo más -añadió fríamente.

– ¿Qué?

– El crimen devuelve la inocencia.

– Ashley, ¿verdad?

Ella sonrió.

– Por supuesto.

34 La mujer que amaba los gatos

El partido de semifinales se decidiría con una tanda de penales.

«El deporte diseña finales crueles -pensó Hope-, pero éste es uno de los más duros.» Su equipo había sido vapuleado, pero había sacado fuerzas de flaqueza para aguantar. Las chicas estaban agotadas. Todas estaban empapadas de sudor y tierra, y más de una tenía las rodillas ensangrentadas. La portera caminaba nerviosa de un lado a otro, separada de las demás. Hope pensó en acercarse para darle algunas indicaciones, pero sabía que en aquel momento su jugadora tenía que estar sola, y que si ella no había sabido prepararla bien en los entrenamientos previos, entonces nada de lo que pudiera añadir ahora serviría.

La suerte no la acompañó. La quinta jugadora encargada de lanzar el penalti, la capitana, toda fuerza y tesón, que nunca había fallado una falta máxima en cuatro años de juego, lanzó el balón contra el poste, y así finalizó la temporada del equipo. Tan fulminantemente como un ataque de corazón. Las chicas del otro equipo saltaron de alegría y corrieron a abrazar a su portera, que no había tocado ni una vez el balón durante la tanda de penaltis. Hope vio que su jugadora caía de rodillas al campo embarrado, se llevaba las manos a la cara y rompía a llorar. Las otras chicas estaban igualmente aturdidas. Hope también flaqueó, pero consiguió decirles:

– No la dejéis sola. Se gana como equipo y se pierde como equipo. Id y recordádselo.

Las chicas echaron a correr -a saber de dónde sacaban la energía- hacia su capitana. Hope se sintió muy orgullosa de todas ellas. «Ganar saca la felicidad, pero perder saca el carácter», pensó. Las vio reunirse como una piña y recordó que le esperaba librar otra batalla en los días venideros. Se estremeció de frío; el invierno ya había llegado. Aquel partido había acabado. Ahora llegaba el momento de jugar otro.

Aunque no lo sabía, el sitio donde Hope aparcó era el mismo que Murphy había elegido para vigilar el edificio de O'Connell. Se reclinó en el asiento y se encasquetó un poco más el gorro de lana. Luego se ajustó unas gafas de sol. Hope no estaba segura de que O'Connell no la hubiera visto nunca; antes bien, creía que los había vigilado a todos ellos, lo mismo que ella estaba haciendo en ese momento. Llevaba vaqueros y una vieja sudadera. Hope podía sacarle quince años a la mayoría de los estudiantes de la zona, pero podía parecer lo bastante joven para ser una de ellos. Había escogido la ropa con la idea de fundirse con las calles de Boston, como un camaleón que adopta el tono y color del entorno, y volverse invisible.

Dedujo que, si se quedaba quieta en el coche, después de unos minutos él la localizaría.

«Da por hecho que lo sabe todo -se recordó-. Da por hecho que sabe qué aspecto tienes y ha memorizado cada detalle de tu vieja furgoneta, incluida la matrícula.»

Hope permaneció quieta en el asiento, hasta que imaginó que parecía tan obvia que llevar gafas sería irrelevante. Miró el informe de Murphy y echó otro largo vistazo a la foto adjunta de O'Connell, preguntándose si lograría reconocerlo. Sin saber qué más hacer, decidió apearse.

Dirigió una mirada a hurtadillas hacia el edificio de O'Connell, deseando que oscureciera lo suficiente para verlo encender la luz de su apartamento, y de pronto pensó que él podía estar observándola en ese mismo instante. Se dio la vuelta y caminó rápidamente hacia el final de la manzana, imaginando un par de ojos clavados en su espalda. Giró en la esquina y se detuvo. Su misión era vigilar su apartamento, ¿y lo primero que hacía era alejarse de allí?