Inspiró hondo y se sintió una inepta.
«No te comportes como una chavala asustadiza -se dijo-. Vuelve, encuentra un sitio en un callejón o detrás de un árbol y espera a que salga. Ten tanta paciencia como tiene él.»
Sacudió la cabeza y regresó, escrutando la manzana en busca de un sitio donde ocultarse, cuando vio a O'Connell salir del edificio. Parecía despreocupado y sonriente, rezumando una felicidad y una maldad que la enfureció. ¿Acaso se estaba burlando de ella? Pero no podía saber que ella se encontraba allí. Se puso contra una pared, evitando el contacto visual. Entonces vio a una anciana caminar manzana abajo, por la misma acera que O'Connell. En cuanto la divisó, él arrugó el entrecejo. La expresión de su rostro asustó a Hope; era como si O'Connell se hubiera transformado en una fracción de segundo, pasando de aquella despreocupación descarada a una furia repentina.
La anciana parecía la encarnación de la más absoluta indefensión. Se movía con achacosa lentitud. Era baja, rechoncha y llevaba una raída rebeca negra y un sombrerito de lana multicolor. Cargaba con bolsas repletas de un supermercado. Sin embargo, los ojos de la anciana destellaron al divisar a O'Connell, y vaciló intentando cerrarle el paso.
Hope se escudó tras un árbol de la estrecha calle para ver cómo O'Connell y la anciana se enfrentaban.
La mujer alzó una mano trabajosamente, sujetando la bolsa de la compra, y agitó un dedo en su dirección.
– ¡Te conozco! -le espetó-. ¡Sé lo que estás haciendo!
– No sabe una mierda sobre mí -replicó él, alzando también la voz.
– Sé que te metes con mis gatos -continuó la anciana-. Sé que me los robas. ¡O algo peor! ¡Eres un joven malvado y desagradable, y debería denunciarte a la policía!
– No les he hecho nada a sus malditos gatos. Tal vez han encontrado a otra vieja loca que les dé de comer. Seguro que no les gusta la comida que usted les deja. O han encontrado mejor alojamiento en otro sitio, vieja bruja. Ahora déjeme en paz y tenga cuidado no vaya a ser que llame al ayuntamiento, porque seguro que cogerán a todos esos malditos gatos y los matarán.
– Eres cruel y despiadado -dijo la anciana, envarada.
– Apártese de mi camino y muérase -le espetó O'Connell, mientras la empujaba y continuaba calle abajo.
– ¡Sé lo que haces! -repitió la anciana, gritando a su espalda.
O'Connell se volvió.
– ¿De veras? -respondió fríamente-. Bueno, sea lo que sea que crea que hago, tiene suerte de que no decida hacérselo a usted.
Hope vio que la anciana se quedaba boquiabierta y daba un paso atrás, como espantada. O'Connell volvió a sonreír, satisfecho, giró sobre los talones y echó a andar calle abajo. Hope no sabía adónde se dirigía, pero sí que debía seguirlo. Cuando miró a la anciana, todavía inmóvil en la acera, tuvo una idea. Vio cómo O'Connell doblaba la esquina y corrió hacia la mujer.
– Perdón, señora -dijo con tono amable.
La mujer se volvió hacia ella.
– ¿Sí? -dijo con cautela.
– Lo siento. Estaba al otro lado de la calle y no pude evitar oír las palabras que tuvo con ese joven… Me pareció muy desagradable e irrespetuoso.
La anciana se encogió de hombros, todavía recelosa de Hope.
Esta respiró hondo y dijo:
– Mi gato. Un animal de colores preciosos, con las patas delanteras blancas… Se llama Calcetines, ¿sabe?, y desapareció hace un par de días. Se ha perdido y no sé qué hacer. Vivo a un par de manzanas de aquí… -Señaló hacia el centro de Boston-. ¿No lo habrá visto por casualidad?
En realidad, a Hope no le gustaban los gatos. La hacían estornudar y no le agradaba la forma en que la miraban.
– Es una monería, y no es propio de él estar fuera tanto tiempo -añadió. Las mentiras le salían con naturalidad.
– No lo sé -dijo la vieja-. Hay un par de gatos multicolores entre los míos, pero no recuerdo a ninguno nuevo. Pero claro… -Desvió la mirada hacia la esquina donde había girado O'Connell. Siseó, casi igual que un felino-. No puedo estar segura de que él no haya hecho algo malo.
Hope adoptó una expresión dolida.
– ¿No le gustan los gatos? ¿Qué clase de persona…?
No necesitó terminar. La anciana dio un paso atrás y miró a Hope de arriba a abajo, midiéndola.
– ¿Le apetece pasar a tomar una taza de té y conocer a mis niños?
Hope asintió y extendió la mano para ayudarla con las bolsas. «Perfecto», pensó. Era como ser invitada a apostarse junto a la guarida del dragón.
Scott suspiró y contempló la desvaída escuela de ladrillo y cemento. Supuso que la misma persona que la había diseñado probablemente diseñaba también prisiones. Una fila de autobuses escolares amarillos aparcados delante, con los motores en marcha, llenaban el aire de olor a gasoil. La gastada bandera americana se había enroscado en torno al mástil, enredándose con la bandera del estado de New Hampshire. Ambas se agitaban grotescamente con la cortante brisa. A un lado había una verja oxidada. Un cartel anunciaba: «¡Adelante, Warriors!» y «Exámenes de selectibidad. Apúntate ahora». Nadie parecía haber advertido la falta de ortografía.
También Scott llevaba una copia del informe de Murphy. Tan sólo esbozaba las líneas maestras del pasado de O'Connell, y Scott estaba decidido a dar sustancia a aquellos pocos datos. El instituto al que O'Connell había asistido era un buen lugar para empezar.
Había pasado una mañana deprimente observando el barrio donde había crecido O'Connell. La zona costera de New Hampshire es un lugar de contradicciones; el océano Atlántico le proporciona gran belleza, pero debido a las industrias instaladas junto a la desembocadura del río Merrimack era monótona y sin alma, todo chimeneas humeantes y líneas férreas, almacenes y fábricas apestosas que trabajaban contrarreloj. Era como mirar a una stripper vieja desnudándose en un club de mala muerte a mediodía.
Gran parte de la zona estaba destinada a astilleros de grandes barcos. Enormes grúas capaces de trasladar toneladas de acero se recortaban contra el cielo gris. Era el tipo de lugar donde la gente lleva todo el día casco, mono y botas gruesas.
Gélido en invierno y caluroso en verano, en aquel lugar los trabajadores eran recios y fuertes, tan esenciales como el pesado equipo que manejaban. Era un trabajo en que la dureza se valoraba por encima de todo.
Scott se sentía fuera de lugar. Sentado en su coche, viendo a los enjambres de escolares salir de clase, le pareció que procedía de otro país. Vivía en un mundo donde su trabajo era empujar a los estudiantes hacia todas las trampas del éxito que tanto se promocionan en Norteamérica: grandes coches, grandes cuentas bancarias, grandes casas. Aquellos adolescentes a los que veía dirigirse a los autobuses tenían sueños menos ambiciosos, y lo más probable era que acabaran en una fábrica, trabajando largas horas y fichando en un reloj.
«Si yo viviera aquí, haría cualquier cosa por salir», pensó.
Cuando los autobuses empezaron a marcharse, se apeó y se dirigió a la entrada del colegio. Un guardia de seguridad le indicó la oficina principal. Había varias secretarias tras un mostrador. Más allá vio al director regañando a una estudiante de pelo de punta teñido de púrpura, chaqueta de cuero negro y aros en orejas y cejas.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó una joven.
– Eso espero. Me llamo Johnson. Trabajo para Raytheon, ya sabe, de la zona de Boston. Se trata de un joven que ha solicitado un puesto en nuestra empresa. Su curriculum dice que se graduó en este instituto hace diez años. Verá, tenemos algunos contratos gubernamentales, así que hemos de comprobar las cosas.
La secretaria se volvió hacia el ordenador.
– ¿El nombre?
– Michael O'Connell.
Pulsó algunas teclas.
– Graduado, curso de mil novecientos noventa y cinco.
– ¿Algún dato más que pueda ampliarnos su perfil?
– No puedo proporcionar notas ni otros archivos sin autorización.