– Entiendo -dijo Scott-. Bien, gracias.
Mientras la joven cerraba el archivo consultado, Scott advirtió que una mujer mayor, que acababa de salir del despacho del subdirector justo cuando él pronunciaba el nombre de O'Connell, lo miraba. Pareció vacilar, hasta que al final se acercó a él.
– Yo lo conozco -dijo-. ¿Qué trabajo piensan darle?
– Programación informática, bases de datos. Esa clase de cosas. No es un puesto de confianza, pero, como parte de la información está conectada con contratos del Pentágono, tenemos que hacer comprobaciones rutinarias sobre los solicitantes.
Ella sacudió la cabeza, sorprendida.
– Me alegra oír que se ha enderezado. Raytheon. Es una gran corporación.
– ¿Acaso estaba… torcido? -preguntó Scott.
La mujer sonrió.
– Podría decirse así.
– Bueno, ya sabe, todo el mundo ha tenido algún problema en el instituto. No damos mucha importancia a las cosas de adolescentes. Pero tenemos que estar atentos por si se trata de algo más serio.
La mujer volvió a asentir.
– Sí. Cosas sin importancia. -Vaciló-. No sé qué decir. Sobre todo si se ha enmendado. No quisiera arruinar sus posibilidades.
– Sería una ayuda, la verdad.
La mujer se decidió.
– Era mala persona cuando estuvo aquí.
– ¿Y eso?
– Era mucho más listo que la mayoría, pero problemático. Siempre pensé que era un chico muy raro. Ya sabe, reservado pero como planeando algo. Había algo inquietante en él. Si se le metía en la cabeza que eras un problema o te interponías en su camino, o si él quería algo contra viento y marea… Si se interesaba en una asignatura, entonces sacaba sobresaliente. Si no le caía bien un profesor, entonces pasaban cosas extrañas. Cosas malas. Como el coche del profesor lleno de abolladuras. O su archivo de notas que se perdía. O un falso informe policial sugiriendo algún tipo de conducta ilegal por parte del profesor. Siempre parecía relacionado de algún modo, pero nunca estaba lo bastante cerca para que nadie pudiera demostrar nada. Me sentí liberada cuando dejó este instituto.
Scott asintió.
– ¿Por qué…? -empezó a preguntar, pero la mujer añadió:
– Si usted hubiera crecido en esa familia, también le pasaría algo raro.
– ¿Dónde…?
– No debería -dijo ella, y cogió un papel y anotó una dirección-. No sé si siguen viviendo allí.
Scott cogió el papel.
– ¿Cómo es que lo recuerda tanto? -preguntó-. Han pasado diez años.
Ella sonrió.
– Llevo todo este tiempo esperando que alguien viniera a hacer preguntas sobre Michael O'Connell. Nunca pensé que fuera para ofrecerle un trabajo. Calculaba que sería la policía.
– Parece muy segura.
La mujer sonrió.
– Fui profesora suya. Lengua Inglesa en undécimo curso. Y dejó su huella. A lo largo de los años, ha habido una docena que nunca se olvidan. La mitad por buenos motivos, la otra mitad por malos. ¿Trabajará en una oficina con mujeres jóvenes?
– Sí. ¿Por qué?
– Siempre lograba que las chicas se sintieran incómodas, y al mismo tiempo atraídas por él. Nunca comprendí la razón. ¿Por qué sentirte atraída por alguien que sabes que te causará problemas?
– No lo sé. ¿Tal vez debería hablar con alguna de ellas?
– Claro. Pero, después de todo este tiempo, ¿quién sabe dónde encontrarlas? De todas maneras, dudo que pueda dar con mucha gente dispuesta a hablar sobre Michael O'Connell. Como dije, dejó su huella.
– ¿Su familia?
– Ésa es su dirección. No sé si su padre todavía vive allí. Puede comprobarlo.
– ¿Madre?
– Desapareció hace años. Nunca me enteré de la historia completa, pero…
– Pero ¿qué?
La mujer se enderezó bruscamente.
– Tengo entendido que murió cuando él era pequeño, de diez o trece años. Creo que ya he dicho demasiado. No necesita mi nombre, ¿verdad?
Scott negó con la cabeza. Había oído lo que necesitaba.
– ¿Earl Grey, querida? ¿Con un poco de leche?
– Eso estaría bien -respondió Hope-. Gracias, señora Abramowicz.
– Por favor, querida, llámame Hilda.
– Bien, Hilda, es usted muy amable.
– Vuelvo en un minuto -dijo la anciana al oír silbar la tetera.
Hope miró alrededor. Había un crucifijo en la pared, junto a un colorido cuadro de la Ultima Cena rodeado de viejas fotos en blanco y negro: hombres con cuello duro y mujeres con encajes, un paisaje de calles empedradas y una iglesia con una torre puntiaguda. Hope pensó: viejos parientes en un país europeo no visitado desde hacía décadas. Era como empapelar las paredes con fantasmas. Siguió investigando la historia de la anciana: pintura descascarillada cerca del alféizar, diversos envases de medicinas, montones de revistas y periódicos, un televisor de al menos quince años de antigüedad delante de un raído sillón tapizado de rojo. Todo hablaba de soledad.
Había un único dormitorio. Junto al sillón vio una cesta con agujas de punto. El apartamento olía a rancio y a gatos. Había ocho o más encarados al sillón, el alféizar y junto al radiador. Más de uno acudió a frotarse contra Hope. Supuso que había más en el dormitorio.
Inspiró hondo y se preguntó cómo la gente podía acabar tan sola.
La señora Abramowicz regresó con dos tazas de humeante té. Sonrió al colectivo gatuno, cuyos miembros empezaron a frotarse contra ella.
– Todavía no es la cena, encantos. Dentro de un minuto. Dejad que mamá charle un poquito con su visita. -Se volvió hacia Hope-. No ve a su Calcetines, ¿verdad?
– No -respondió ella impostando un tono triste-. Y tampoco lo vi en el pasillo.
– Intento mantener a mis pequeños fuera del pasillo. No puedo estar encima todo el tiempo, porque les gusta ir y venir, así son los gatos, ya sabe, querida. Pero creo que él les está haciendo algo muy malo.
– ¿Qué le hace pensar…?
– Él no lo sabe, pero los reconozco a todos. Y cada pocos días echo en falta uno. Me gustaría llamar a la policía, pero él tiene razón. Probablemente se los llevarían a todos, y yo no podría soportarlo. Es un hombre malo; ojalá se mudara. Nunca debería…
Se detuvo, y Hope se inclinó hacia delante. La anciana suspiró, y miró alrededor.
– Me temo, querida, que si su pequeño Calcetines vino de visita, entonces ese hombre malvado puede haberlo cogido. O lastimado.
Hope asintió.
– Parece terrible.
– Lo es -dijo la señora Abramowicz-. Me da miedo y normalmente no hablo con él, excepto cuando discutimos, como hoy. Creo que también le da miedo a la otra gente que vive aquí, pero no dicen nada. ¿Qué podríamos hacer? Paga el alquiler puntualmente, no arma jaleo y no trae gente extraña al edificio, y eso es lo único que preocupa a los propietarios.
Hope sorbió el té dulzón.
– Ojalá pudiera estar segura -dijo-. Sobre Calcetines, me refiero.
La señora Abramowicz se echó hacia atrás.
– Hay una manera de que pueda estarlo -dijo lentamente-. Y podría ayudar a responder a alguna de mis preguntas también. Soy vieja y he perdido fuerzas. Y me da miedo, pero no tengo ningún otro sitio al que ir. Pero usted, querida, parece mucho más fuerte que yo. Más fuerte de lo que yo era cuando tenía su edad. Y apuesto a que no se asusta de nada.
– Sí -dijo Hope.
La anciana sonrió de nuevo, casi con timidez.
– En vida de mi marido nuestro apartamento era más grande. De hecho, incluía el espacio que ahora ocupa ese O'Connell. Teníamos dos dormitorios y una salita, un estudio y un comedor formal, todo este extremo del edificio. Pero después de que mi Alfred muriera lo dividieron. Convirtieron nuestro gran apartamento en tres. Pero fueron perezosos.
– ¿Perezosos?
La señora Abramowicz bebió otro sorbo de infusión. Hope vio sus ojos destellar con ira inesperada.
– Sí. Perezosos. ¿No cree que es de perezosos no molestarse en cambiar la cerradura de las puertas de los nuevos apartamentos? Los apartamentos que una vez fueron mi apartamento.