Hope asintió, súbitamente tensa.
– Quiero saber qué les ha hecho a mis gatos ese malnacido -añadió la anciana con voz grave. Y entornó los ojos. Hope advirtió que había algo de formidable en la anciana-. E imagino que usted quiere saber lo que le ha pasado a Calcetines. Sólo hay una manera de asegurarse, y es echar un vistazo ahí dentro.
Se inclinó y acercó el rostro a un palmo del de Hope.
– Él no lo sabe -susurró-, pero tengo la llave de su puerta.
– Bien -dijo ella mientras una sombra se deslizaba sobre su rostro-. ¿Ves ahora lo que estaba en juego?
Cualquier periodista sabe que hay una seducción necesaria entre entrevistador y entrevistado. O tal vez es saber instintivamente cómo sonsacar a una fuente la historia más difícil. De todas formas, yo sabía que ella llevaba la batuta, lo había hecho desde el principio. Nuestras reuniones eran una entrega secreta de información, pero al contar la historia yo la utilizaría a ella tanto como ella me utilizaba a mí.
Hizo una pausa antes de decir:
– ¿Cuántas veces oyes entre tus amigos de mediana edad el deseo de cambiar las cosas? ¿De ser algo distinto de lo que son? Quieren que suceda algo que vuelva sus vidas patas arriba, para no tener que enfrentarse a las aburridas y mortales rutinas cotidianas.
– Bastante a menudo -respondí.
– Pero la mayoría de la gente miente cuando dice que quiere un cambio, porque el cambio es demasiado aterrador. Lo que realmente quieren es recuperar la juventud. Cuando se es joven, todas las decisiones son aventuras. Sólo cuando llegamos a la madurez empezamos a dudar de nuestras decisiones. Nos fijamos un camino, así que tenemos que recorrerlo, ¿no? Y todo se vuelve problemático: no ganamos la lotería. En cambio, el jefe nos llama para entregarnos el finiquito. Tras veinte años de matrimonio, él o ella anuncia: «He conocido a una nueva persona y te dejo.» El médico mira los resultados de los análisis con ceño y dice: «Estos porcentajes me dan mala espina. Haremos unas pruebas adicionales.»
– ¿Scott y Sally?
– Para ellos, O'Connell había creado ese momento. O tal vez ese momento se acercaba rápidamente. ¿Podrían proteger a Ashley?
De repente se llevó la mano a los labios y soltó un largo suspiro. Tardó un segundo en recuperar la compostura.
– Aunque nadie lo había expresado todavía, todos sabían que lo que esperaban conseguir tendría un precio muy alto.
35 Una sola bota
Nerviosa, Hope estaba ante la puerta de O'Connell llave en mano. Tras ella, la señora Abramowicz estaba asomada a su propia puerta, con los gatos arremolinados en torno a sus pies. Gesticuló ansiosamente para que Hope continuara.
– Yo vigilaré. No pasará nada. Pero dése prisa -susurró la anciana.
Hope inspiró hondo y encajó la llave en la cerradura. No estaba segura de lo que hacía ni de qué buscaba, y tampoco sabía exactamente qué esperaba descubrir. Pero mientras giraba la llave con un leve chasquido, imaginó a O'Connell regresando a su apartamento. Pudo sentir su aliento tras la oreja, imaginó el siseo de su voz. Apretó los dientes y se dijo que lucharía con fuerza, llegado el caso.
– Rápido, querida -la apremió la señora Abramowicz-. Descubra qué les ha hecho a mis gatos.
Hope abrió la puerta y entró.
No supo si cerrarla o dejarla entornada. «¿Y ahora qué? -pensó-. Si vuelve, estaré atrapada aquí. No hay puerta trasera ni escalera de incendios. No hay forma de huir.» Cerró la puerta casi del todo. Al menos contaba con que la señora Abramowicz la advirtiera si veía entrar a O'Connell, si la anciana era capaz de advertirla.
Observó el apartamento. Todo estaba sucio y descuidado. A O'Connell no le importaba su entorno inmediato. No había pósters en las paredes, ni plantas en la ventana, ni una alfombra de colores vivos. Tampoco había televisor ni aparato de música. Sólo algunos libros de informática en un rincón. El apartamento era decrépito y austero: el refugio de un monje. Esto inquietó a Hope; la constatación de que toda la vida de Michael O'Connell discurría en su mente perversa. Vivía en un lugar diferente de donde dormía.
Hizo acopio de valor y se dijo: «Memoriza y recuérdalo todo.»
Sacó un papel y cogió un bolígrafo. Dibujó un burdo esbozo del apartamento y luego se volvió hacia la mesa. Era de madera barata y estaba apoyada en dos archivadores de metal negros. Había una única silla, colocada delante de un ordenador portátil. El ambiente tenía una simplicidad totaclass="underline" pudo imaginar a O'Connell sentado ante la pantalla, su frío resplandor bañándole el rostro concentrado. El ordenador parecía nuevo. Estaba abierto y el piloto ámbar encendido.
Hope prestó atención a algún sonido procedente del pasillo y luego se sentó delante del ordenador. Anotó la marca y el modelo. Luego contempló la pantalla negra. Como un operario que busca un cable expuesto, tocó el ratón. La máquina zumbó y la pantalla destelló al cobrar vida.
Hope se quedó de una pieza: el salvapantallas era una foto de Ashley.
Estaba un poco desenfocada, y parecía tomada deprisa a pocos metros de distancia. La mostraba en el acto de girarse con gesto de sorpresa. Su expresión reflejaba miedo.
Hope la contempló y oyó su propia respiración entrecortada. Aquella foto le dijo varias cosas, ninguna de ellas buena. Le dijo que O'Connell adoraba ese momento en que Ashley, pillada desprevenida, mostraba miedo.
Era amor, pensó. De la peor clase.
Mordiéndose el labio, movió el cursor hasta «Mis documentos» e hizo clic. Había cuatro carpetas: «Ashley amor», «Ashley odio», «Ashley familia» y «Ashley futuro».
Hizo clic en la primera y salió un recuadro: «Introducir contraseña.» Abrió «Ashley odio». Igual que la anterior.
Sacudió la cabeza. Pensó que podría encontrar la contraseña si se concentraba, pero le preocupaba el tiempo que llevaba allí. Cerró todo y dejó el ordenador tal como estaba. Luego abrió los archivadores, que estaban vacíos aparte de algunos lápices y papeles de impresora.
Cuando se levantó, se sintió un poco mareada. «Deprisa -se dijo-. Estás forzando tu suerte.» Miró alrededor y decidió echar un vistazo al dormitorio.
La habitación olía a sudor y descuido. Rebuscó un poco en una cómoda desvencijada. Había un colchón en un somier, con un revoltijo de sábanas y mantas encima. Se agachó y miró bajo la cama. Nada. Se volvió hacia el armario. Contenía unas chaquetas y camisas, una única chaqueta negra cruzada, dos corbatas, una camisa de vestir y unos pantalones grises. Nada fuera de lo común. Estaba a punto de volverse cuando vio en un rincón una única bota de trabajo, con un calcetín de deporte gris manchado de tierra encima. Estaba parcialmente cubierta por un montón de prendas sudadas.
Una única bota.
Buscó la pareja, sin éxito.
Se quedó inmóvil, mirando la bota como si pudiera decirle algo. Luego se inclinó, extendió la mano hasta el fondo y apartó las ropas para apoderarse de la bota. Era pesada y pensó que tenía algo dentro. Como un cirujano que retira un trozo de piel, quitó el calcetín y echó un vistazo al interior.
Gimió.
Dentro de la bota había una pistola.
Fue a cogerla, pero se dijo: «No la toques.» No supo por qué.
Una parte de ella quiso cogerla, robarla, quitársela a O'Connell. «¿Es ésta la pistola que usará para matar a Ashley?»
Se sintió atrapada, como si la retuvieran bajo el agua. Sabía que si cogía el arma O'Connell sabría que uno de ellos había estado allí. Y reaccionaría, tal vez de manera violenta. Tal vez tenía otra arma en alguna parte. Tal vez, tal vez. Dudas y cuestiones se debatían en su interior. Deseó que hubiera algún modo de volver estéril el arma, como quitarle el percutor. Lo había leído una vez en una novela policíaca, pero no sabía cómo hacerlo. Y llevarse las balas sería inútil. Él sabría que alguien había estado allí, y simplemente las sustituiría.
Miró la pistola. En un lado del cañón vio la marca y el calibre: 25.
Sin saber si era lo adecuado, devolvió la bota al rincón del armario y luego puso las ropas exactamente como estaban antes.