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Quiso correr. ¿Cuánto tiempo llevaba en el apartamento? ¿Cinco minutos? ¿Media hora? Le pareció oír pasos, voces. «¡Márchate ya!», se ordenó.

Se incorporó, dejó atrás el cuarto de baño y fue a la pequeña cocina. «Los gatos», recordó. La señora Abramowicz esperaba esa información.

No había mesa, sólo un frigorífico, una cocina pequeña de cuatro quemadores y un par de estantes llenos de sopas en lata y preparados. No había comida para gatos, ni raticida para mezclar en una comida letal. Abrió el frigorífico. Algunos embutidos y un par de cervezas eran todo lo que O'Connell guardaba dentro. Cerró la puerta y entonces, casi por instinto, abrió el congelador, esperando ver un par de pizzas congeladas.

Lo que vio fue un mazazo y apenas pudo sofocar un grito.

Los cadáveres congelados de varios gatos la miraron sin verla. Uno de ellos tenía los dientes expuestos, como una gárgola, en una mueca aterradora.

El pánico se apoderó de Hope. Dio un paso atrás, la mano sobre la boca, el corazón desbocado, sintiendo náuseas y mareo. Necesitaba gritar, pero tenía la garganta atenazada. Cada fibra de su ser le decía que huyera, que saliera de allí para no regresar nunca. Trató de calmarse, pero era una batalla perdida. Cerró el congelador con mano temblorosa.

En el pasillo oyó de pronto un siseo.

– ¡Rápido, querida! ¡Alguien sube en el ascensor!

Hope corrió hacia la puerta.

– ¡Aprisa! -susurraba la señora Abramowicz-. ¡Aprisa!

La anciana estaba en la puerta de su apartamento cuando Hope salió al pasillo. Vio el indicador del ascensor que empezaba a subir, y cerró la puerta de O'Connell. Tanteó con la llave y estuvo a punto de dejarla caer al tratar de encajarla en la cerradura.

La señora Abramowicz retrocedió para dejarle espacio. Los gatos a sus pies se movían inquietos, como si hubieran captado el miedo en la voz de la anciana.

– ¡Deprisa, deprisa!

La anciana había desaparecido en su apartamento, dejando la puerta apenas entornada. La llave por fin giró y Hope se volvió hacia el ascensor. Lo vio llegar a la planta.

Se quedó petrificada.

El ascensor pareció detenerse, pero siguió hacia arriba.

Los oídos le zumbaban y cada sonido parecía lejano, como un eco en un desfiladero. Se evaluó el corazón, los pulmones y la mente, tratando de ver qué funcionaba todavía y qué estaba paralizado por el miedo.

La señora Abramowicz abrió un poco más la puerta y asomó la cabeza al pasillo.

– Falsa alarma, querida -suspiró-. ¿Has averiguado qué les pasó a mis gatos?

Hope inhaló hondo para calmarse.

– No -mintió-. Ni rastro de ellos. -Vio decepción en los ojos de la anciana-. Creo que debería marcharme ya -añadió, y se guardó la llave del apartamento de O'Connell en el bolsillo de la chaqueta mientras se volvía rápidamente hacia las escaleras. Esperar el ascensor requeriría una sangre fría que ya no tenía.

Hope bajó corriendo, con un nudo en la boca del estómago. Necesitaba salir de allí. De pronto vio una silueta en el portal, acechando en la oscuridad ante ella. Casi se quedó petrificada de terror, pero eran dos inquilinos que entraban. Pasó entre ellos, salió a la fría noche y agradeció la oscuridad.

– ¡Eh! -protestó uno de ellos, pero ella prosiguió sin mirar atrás.

Casi tropezó al bajar los escalones y finalmente se dirigió a su coche, las llaves temblándole en las manos. Subió bruscamente y una voz interior le gritó: «¡Huye! ¡Escapa ahora!» Estaba a punto de arrancar cuando de nuevo se quedó petrificada.

Michael O'Connell venía por la acera opuesta.

Lo observó detenerse ante el edificio, sacar las llaves del bolsillo y, sin mirar en su dirección, subir los escalones y entrar. Hope esperó y unos instantes después vio encenderse las luces en el apartamento.

Temió que de algún modo él supiera que ella había estado allí. Que hubiera movido algo, dejado alguna cosa fuera de su sitio. Puso el coche en marcha y sin mirar atrás condujo hasta la esquina, luego giró y continuó por una amplia calle a lo largo de varias manzanas, hasta que vio un sitio a la izquierda donde aparcar. Lo hizo y pensó: «¿Cuánto ha sido? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? ¿Cinco?» ¿Cuántos minutos habían transcurrido entre su salida y el regreso de O'Connell?

El estómago se le tensó, y la náusea del miedo finalmente la venció. Abrió la puerta y vomitó en la acera todo el té Earl Grey de la señora Abramowicz.

Scott empezó temprano a la mañana siguiente. Se despertó en su hotel barato antes del amanecer, y condujo bajo la mortecina luz de noviembre hasta un lugar frente a la casa donde había crecido Michael O'Connell. Apagó el motor y permaneció en el coche, esperando, sintiendo los primeros atisbos del invierno colarse en el interior. Era una calle triste, un poco mejor que un camping de caravanas, pero no demasiado. Todas las casas ofrecían un aspecto paupérrimo y necesitaban reparación. La pintura se desconchaba y los canalillos se habían soltado de los tejados, había juguetes rotos, coches abandonados y vehículos para la nieve desmantelados ensuciando más de un patio. Las puertas mosquiteras se agitaban con el viento. Más de una ventana estaba remendada con láminas de plástico grueso. Parecía un lugar dejado de la mano de Dios. Un sitio para whisky barato y latas de cerveza, billetes de lotería y sueños moteros, tatuajes y borracheras de sábado por la noche.

Los adolescentes se preocupaban probablemente por los embarazos y el hockey a partes iguales, y las personas mayores se consumirían preguntándose si sus pequeñas pensiones los salvarían de la beneficencia. Era uno de los lugares menos acogedores que había visto Scott.

Como en el instituto la tarde anterior, se sabía completamente fuera de lugar.

Permaneció en el coche, viendo la corriente matutina de niños hacia los autobuses escolares y hombres y mujeres al trabajo con la fiambrera bajo el brazo. Cuando las cosas se calmaron, se apeó. Tenía un fajo de billetes de veinte dólares en el bolsillo y calculó que iba a gastar unos pocos esa mañana.

Volviendo la espalda a la casa de O'Connell, Scott se dirigió a la de enfrente.

Llamó con los nudillos e ignoró los frenéticos ladridos de un perro. Tras unos segundos, una voz de mujer le ordenó al perro que se callase, y la puerta se abrió.

– ¿Sí? -Tenía más de treinta años y un cigarrillo le colgaba de los labios; vestía una bata rosa con el logotipo de unos grandes almacenes. En una mano sujetaba una taza de café y con la otra retenía al perro por el collar-. Lo siento -dijo-. Es muy bueno, pero se asusta de la gente y les salta encima. Mi marido me dice que tengo que adiestrarlo mejor, pero… -Se encogió de hombros.

– No importa -dijo Scott, hablando a través de la mosquitera exterior.

– ¿En qué puedo ayudarle?

– Pertenezco al departamento de libertad condicional de Massachusetts. Estamos haciendo una comprobación previa a la sentencia sobre alguien acusado por primera vez. Un tal Michael O'Connell. Solía vivir aquí. ¿Lo conoció usted?

La mujer asintió.

– Un poco. No lo he visto desde hace un par de años. ¿Qué ha hecho?

Scott lo pensó un segundo antes de contestar.

– Es una acusación por robo.

– Ha robado algo, ¿eh?

«Exacto», pensó Scott, y dijo:

– Eso parece.

La mujer hizo una mueca.

– Y lo han pillado por tonto, ¿eh? Siempre pensé que haría algo más inteligente.

– Un tipo listo, ¿eh?

– Se hacía el listo. No estoy segura de que lo sea.

Él sonrió.

– En realidad lo que nos interesa es su historial. Todavía tengo que entrevistar a su padre, pero, ya sabe, a veces los vecinos…

La mujer asintió vigorosamente.

– No sé gran cosa. Sólo llevamos aquí un par de años. Pero el viejo… bueno, lleva aquí desde la Edad de Piedra. Y no es demasiado popular.

– ¿Cómo es eso?

– Vive de una pensión. Trabajaba en el astillero de Portsmouth. Tuvo un accidente hará unos diez años. Dice que se lastimó la espalda. Recibe tres cheques todos los meses: de la compañía, del estado y de los federales también. Pero, para ser un tipo incapacitado, parece en buena forma. Hace chapuzas arreglando tejados. Mi marido dice que cobra en negro. Siempre supuse que algún tipo de Hacienda acabaría por aparecer haciendo preguntas.