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– ¿Sólo por eso tiene mala fama?

– Es un borracho cabrón. Y cuando se emborracha, arma jaleo. Grita a viva voz en mitad de la noche, aunque no tiene a nadie a quien gritarle. A veces sale y dispara una escopeta que guarda en esa leonera que llama casa. Hay chiquillos cerca, pero no le importa. Una vez le pegó un tiro al perro de unos vecinos. No al mío, por suerte. Disparó sin ningún motivo, sólo porque podía. Es un mal bicho.

– ¿Y el hijo?

– A ése apenas lo conocí. Pero ya sabe, de tal palo tal astilla.

– ¿Qué hay de la madre?

– Murió hará unos ocho o diez años. Yo no la conocí. Fue un accidente, o eso dicen. Algunos piensan que se quitó la vida. Otros le echan la culpa al viejo. La policía lo investigó a fondo, pero luego la cosa se enfrió. Tal vez haya algo en los periódicos de entonces, no lo sé. Sucedió antes de que yo llegara aquí.

El perro ladró una vez más, y Scott retrocedió.

– Gracias por su ayuda -dijo-. Y, por favor, que esto sea confidencial. Si la gente empieza a hablar, puede estropear nuestra investigación…

– Ah, claro -dijo la mujer. Empujó al perro con el pie, y le dio una calada al cigarrillo-. Oiga, ¿no pueden ustedes meter al viejo entre rejas junto con el hijo? Seguro que la vida sería más tranquila por aquí.

Scott pasó el resto de la mañana en el barrio, fingiendo ser distintos investigadores. Sólo una vez le pidieron que se identificara, pero se libró de esa entrevista rápidamente. No descubrió gran cosa. Parecía que la familia O'Connell era anterior a la mayoría de los actuales habitantes, y la mala impresión que había causado limitaba su contacto con los vecinos. Su falta de popularidad ayudó a Scott en un sentido: la gente estaba dispuesta a hablar. Pero sus palabras simplemente reforzaban lo que Scott ya había oído, o suponía.

El viejo O'Connell no salió de su casa en ningún momento. Al lado había una pequeña furgoneta Dodge negra y Scott supuso que era el vehículo del viejo. Sabía que tendría que llamar a esa puerta, pero todavía no estaba seguro de por quién hacerse pasar. Decidió ir a la biblioteca local para indagar sobre la muerte de la señora O'Connell.

La biblioteca, en contraste con los cascados edificios y el camping de caravanas, era un edificio de dos plantas de ladrillo y cristal, adjunto a una comisaría de policía nueva y un complejo de oficinas.

Scott se acercó al mostrador y una mujer delgada y pequeña, tal vez diez años mayor que Ashley, dejó de colocar tarjetas en los libros y le preguntó:

– ¿Puedo ayudarlo?

– Sí -dijo él-. ¿Tienen ustedes archivados los anuarios del instituto? ¿Y podría ver los microfilms de la prensa local?

– Claro. La sala de microfilms está ahí mismo -dijo la mujer, señalando una habitación lateral-. ¿Necesita ayuda con la máquina?

Scott negó con la cabeza.

– Podré arreglármelas. ¿Y los anuarios?

– En la sección de consulta. ¿Qué año busca?

– Lincoln High, curso de mil novecientos noventa y cinco.

La joven hizo un gesto de sorpresa y luego sonrió con tristeza.

– Mi clase. Tal vez pueda ayudarlo.

– ¿Conoció usted a Michael O'Connell?

Ella se quedó inmóvil.

– ¿Qué ha hecho? -susurró por fin.

Sally revisaba textos legales y artículos de revistas buscando algo, pero no estaba segura de qué exactamente. Cuanto más leía, calibraba y analizaba, peor se sentía. Una cosa era indagar en el aspecto intelectual del delito, se dijo, donde las acciones se veían en el mundo abstracto de los tribunales, con alegatos y pruebas, investigaciones e interrogatorios, confesiones y forenses. El sistema de justicia penal estaba diseñado para sangrar a la humanidad de sus acciones. Neutralizaba la realidad de un delito, convirtiéndolo en algo teatral. Y en ese proceso ella se sentía cómoda y familiarizada. Pero ahora estaba dando un paso en una dirección muy distinta.

Elegir un delito.

Luego pergeñar cómo hacérselo cometer a O'Connell.

Después meterlo en la cárcel por una larga temporada.

Y finalmente retomar sus vidas normales.

Parecía sencillo. El entusiasmo de Scott había sido contagioso, hasta que ella se sentó y se puso a estudiar las diversas posibilidades.

Lo mejor que había encontrado hasta ahora era fraude y extorsión. Sería difícil, pero probablemente podrían reunir todos los actos de O'Connell hasta entonces y lograr que parecieran un plan para chantajearles a ella y a Scott a cambio de dinero. Sí, podría conseguir que todo lo que había hecho O'Connell (sobre todo su acoso a Ashley) apareciera como un plan perverso y premeditado. Lo único que tendría que idear era alguna amenaza clara e inequívoca, del tipo «si no me pagas tanto dinero, os destruiré a ti y a tu familia». Por un lado, Scott podría declarar bajo juramento que le había entregado cinco mil dólares en Boston, que O'Connell había exigido más y que lo había presionado con amenazas. Podrían incluso justificar por qué no habían llamado a la policía antes, alegando que tenían miedo de la reacción de O'Connell.

El problema («o el primer problema de una larga lista», pensó Sally con tristeza) era lo que Scott dijo después de entregarle los cinco mil dólares: su impresión de que O'Connell llevaba un micrófono oculto que grabó toda la conversación. Si eso era cierto, serían considerados perjuros. O'Connell saldría libre, ellos podrían enfrentarse a una acusación, y su trabajo y el de Scott podrían correr peligro. Volverían a punto cero, estarían metidos en problemas y no habría nada que se interpusiera entre Ashley y la ira de O'Connell.

Y aunque tuvieran éxito, no había ninguna garantía de que O'Connell no consiguiera una sentencia reducida. ¿Un par de años? ¿Cuánto tiempo entre rejas haría falta para que Ashley se liberase de su obsesión? ¿Tres años? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Podría estar alguna vez completamente segura de que O'Connell no iba a aparecer en su puerta?

Sally se reclinó en el asiento.

«Mátalo», se dijo. Dejó escapar un gemido. No podía creer lo que su propia mente le estaba sugiriendo. «¿Qué tiene de especial tu vida como para que no pueda ser sacrificada?»

Aquella pregunta en principio descabellada tenía cierto sentido. Sally no amaba su trabajo y tenía serias dudas respecto a su relación con Hope. Habían pasado meses desde la última vez que experimentara alegría por ser quien era. ¿El significado de la vida? Quiso echarse a reír, pero no pudo. Era una abogada de una ciudad pequeña que se hacía vieja y veía las arrugas de la preocupación grabarse en su cara cada día. Le parecía que la única marca que dejaría de su paso por la vida era Ashley. Su hija podría haber sido el resultado de una mentira de amor, pero era lo mejor que Sally y Scott habían conseguido en su breve tiempo de convivencia.

«Merece la pena morir por su futuro.»

De nuevo Sally se sorprendió a sí misma. «Estoy pensando locuras.» Pero locuras que tenían sentido.

«Mátalo», se repitió.

Y luego tuvo otro pensamiento aún más extraño: «O haz que él te mate a ti. Y luego pague por ello.»

Se echó hacia atrás y contempló los libros y textos que la rodeaban.

Alguien tenía que morir. De pronto estuvo segura de ello.

Tuve pesadillas por primera vez desde que me había involucrado en aquella historia.

Llegaron de improviso y me hicieron dar vueltas en la cama, empapado de sudor en el sueño. Me desperté en mitad de la noche, fui dando tumbos al cuarto de baño para beber agua y me miré en el espejo. Luego recorrí el pasillo alfombrado y fui a mirar a mis hijos, para asegurarme de que su sueño era apacible.

– ¿Todo va bien? -murmuró mi esposa cuando regresé a la cama, pero se quedó dormida de nuevo antes de que pudiera responderle.

Apoyé la cabeza en la almohada y contemplé los infinitos filos de la oscuridad.