Выбрать главу

Alcohol, pelea, un arma, un accidente.

Eso le había contado la bibliotecaria a Scott, sacudiendo la cabeza mientras lo hacía.

Naturalmente, él comprendió que la policía debió de preguntarse si quien empuñó el arma había sido el padre de O'Connell y la madre quien luchó por su vida. Más de un detective analizó las fotos de la escena del crimen y consideró probable que ella hubiera rechazado sus avances de borracho y agarrado el cañón de la pistola para impedir que le disparara. El disparo del techo vino después, convenientemente orquestado para que la versión de O'Connell padre sonara convincente.

Y en esa confusión, con dos historias igualmente posibles, una de defensa propia, la otra de un cruel asesinato de borracho, la respuesta sólo podía proporcionarla el adolescente.

Podía decir una verdad, y enviar a su padre a la cárcel y a sí mismo a un orfanato. O podía decir otra, y la vida que conocía continuaría más o menos igual, pese a la ausencia de la madre.

Scott pensó que ése era el único momento en que sentiría compasión por O'Connell. Y fue una compasión retroactiva, porque se remontaba casi quince años en el tiempo. Se preguntó qué habría hecho él en una situación así. Desde luego, el diablo conocido es mejor que el diablo por conocer. Así que el joven O'Connell había corroborado la historia de su padre.

¿Tenía pesadillas con su madre muerta?, se preguntó Scott. ¿La veía luchando por su vida? ¿Cuando despertaba cada mañana y veía la manera en que su padre lo miraba con recelo, se decía alguna mentira terrible?

Cruzó la ciudad y aparcó delante del camping de caravanas, muy cerca de la casa de O'Connell. «Está todo aquí -pensó-. Todos los ingredientes para convertirse en un asesino.»

Scott no sabía mucho de psicología, aunque como historiador comprendía que a veces los grandes acontecimientos se basan en las emociones. Pero cualquier Freud de pacotilla hubiese visto que el pasado de O'Connell lo abocaba a un futuro trágico. Y estaba claro que lo único que había en la vida de O'Connell era Ashley.

«¿Matará a Ashley con la misma facilidad que su padre mató a su madre?», se preguntó con un estremecimiento.

Alzó la cabeza y se concentró en la casa donde había crecido O'Connell. Mientras miraba, no advirtió la sombra que surgió de un árbol cercano, de modo que, cuando unos nudillos llamaron de pronto a la ventanilla, se giró dando un brusco respingo.

– ¡Salga del coche!

Scott, confundido, vio la cara de un hombre con la nariz pegada al cristal. En una mano empuñaba un bate de béisbol.

– ¡Salga! -repitió.

El primer instinto de Scott, dominado por el pánico, fue encender el coche y pisar el acelerador, pero no lo hizo. El hombre echó atrás el bate como disponiéndose a hacer añicos la ventanilla. Scott tomó aliento, soltó el cinturón de seguridad y abrió la puerta.

El hombre lo miró ceñudo, todavía blandiendo el bate.

– ¿Es usted quien está haciendo todas esas preguntas? -le espetó-. ¿Quién demonios es? ¿Y por qué no me dice qué carajo quiere antes de que le parta la cabeza?

Sally comprendió que lo que había estado a punto de hacer era potencialmente incriminador. Buscó en un cajón de su escritorio y sacó una vieja libreta pautada. Abrir un archivo informático con los detalles de un delito aún sin cometer sería un error. Se recordó que tenía que reconstruir hacia atrás, más o menos como hace un detective. Un papel puede destruirse.

Se mordió el labio y cogió un bolígrafo.

En el primer renglón escribió: «Móvil.» Luego, más abajo: «Medios.» Y finalmente: «Oportunidad.»

Observó las palabras. Formaban la Santísima Trinidad del trabajo policial. «Rellena esos espacios en blanco -pensó-, y nueve veces de cada diez sabrás a quién arrestar y acusar. E igualmente quién puede ser condenado en un tribunal.» Como abogada defensora, su trabajo era sencillo: atacar e inutilizar uno de esos elementos. Al igual que un taburete de tres patas, sí se cortaba una, todo se derrumbaba. Ahora estaba planeando un delito y tratando de prever cómo sería investigado. Seguía usando eufemismos en su mente: «delito» o «incidente» o «hecho». Se apartaba de la palabra «asesinato».

Escribió una cuarta categoría: «Forenses.»

En eso podía trabajar, pensó. Empezó a hacer la lista de las diversas formas en que podían meter la pata. Muestras de ADN (eso significaba pelo, piel, sangre) que había que evitar. Balística: si necesitaban usar un arma, tenían que encontrar una no rastreable, o bien deshacerse de ella de una manera que nunca pudiera ser encontrada, pero esto era difícil de conseguir. Y luego había otras cosas. Fibra de las ropas, huellas dactilares, huellas en tierra blanda, marcas de neumáticos. Testigos que pudieran ver algo. Cámaras de seguridad. Tampoco podía estar segura de que, sentados en una silla incómoda bajo una luz potente y ante un par de detectives (uno haciendo de poli bueno y el otro de poli malo), Scott, Ashley, Hope o Catherine no se traicionarían involuntariamente. Podrían intentar ceñirse al guión, pero con una simple contradicción (los policías siempre las pillaban) todos estarían hundidos. Naturalmente, si alguno de ellos acabara sentado en una sala de interrogatorios, todo se habría perdido.

Tenían que hacerlo de manera completamente anónima. Tenía que parecer, incluso para el investigador más obstinado, que el hecho no tenía la menor relación con Ashley.

Cuanto más lo consideraba, más difícil le parecía y más se desesperaba consigo misma. Percibía que las cosas se derrumbaban a su alrededor; no solamente su trabajo en el bufete, que descuidaba, sino también su relación con Hope y, en definitiva, toda su vida. Era como si la incertidumbre por la seguridad de Ashley hiciera imposible todo lo demás.

Sacudió la cabeza. Miró la libreta y de pronto recordó los exámenes en la facultad de Derecho. En cierto modo, esto era igual. La única diferencia era que esta vez el fracaso no se traducía en una nota, sino en su futuro.

Anotó: «Comprar una caja de guantes quirúrgicos.» Eso limitaría al menos la exposición al ADN y las huellas dactilares, cuando decidieran qué iban a hacer. Añadió: «Comprar ropas y zapatos en la tienda del Ejército de Salvación.»

Sally asintió. «Puedes hacerlo -se dijo-. Sea lo que sea, lo harás.»

El hombre desagradable con el que Catherine y Ashley iban a reunirse estaba junto a su cascada furgoneta, fumando un cigarrillo y arañando la gravilla del aparcamiento con el pie derecho, como un caballo impaciente. Catherine divisó su chaleco de caza rojo y negro, y las pegatinas de la Asociación Nacional del Rifle que adornaban la trasera del vehículo. Era un tipo bajo, de pelo escaso, barrigudo, el clásico bebedor de cerveza y whisky, pensó Catherine. Seguramente había trabajado en una fábrica o una planta envasadora, pero había descubierto una fuente de ingresos más rentable.

Aparcó a su lado.

– Quédate aquí y no te dejes ver demasiado -le dijo a Ashley-. Si te necesito, te haré una señal.

La chica no estaba segura de cómo interpretar aquello. Asintió.

Catherine bajó del todoterreno.

– ¿El señor Johnson?

– Así es. Usted debe de ser la señora Frazier.

– En efecto.

– No suelo trabajar así. Prefiero hacer mis negocios en ferias autorizadas.

Catherine asintió sin entender, pero formaba parte de la charada.

– Agradezco que me dedique su tiempo -dijo-. No le habría llamado si la situación no fuera delicada.

– ¿Uso personal? ¿Protección personal?

– Sí. Por supuesto.

– Verá, yo soy coleccionista, no vendedor. Y normalmente sólo vendo y cambio en ferias de armas autorizadas. De otro modo, tendría un permiso federal, ya entiende.

Ella asintió. El hombre hablaba en una especie de código para cubrirse las espaldas.

– Una vez más, se lo agradezco.

– Verá -continuó él-, un vendedor de armas corriente tiene que rellenar un ingente papeleo para los federales. Y luego hay un período de espera de tres días. Pero un coleccionista de armas puede cambiar y comerciar sin esos requisitos. Naturalmente, tengo que preguntarlo: ¿no piensa hacer nada ilegal con esta arma?