El hombre bajó el bate a un lado.
– Muy bien -dijo-. No voy a tragarme nada de esta mierda. Pero puede pasar. Dígame de qué va y haga su oferta, sea cual sea.
Y con el bate señaló la casa al otro lado de la calle.
En los bosques más allá del camino que corre paralelo al río Westfield, bajo un sitio llamado el barranco de Chesterfield, hay un lugar donde cada ribera del río queda protegida por paredes de roca de veinte metros de altura, talladas por algún seísmo prehistórico, que es frecuentado en los meses fríos por los cazadores y en épocas cálidas por los pescadores. En los días más calurosos del verano, Ashley y sus amigas subían hasta el río y se bañaban desnudas en las frescas aguas.
– Deberías usar las dos manos -dijo Catherine severamente-. Agarra el arma con la derecha, sujétalas ambas con la izquierda, apunta y aprieta el gatillo…
Ashley separó un poco los pies, colocó la mano izquierda bajo la derecha y tensó los músculos, palpando el gatillo con el dedo índice.
– Vamos allá -murmuró.
Apretó el gatillo y el arma le brincó en la mano. El disparo resonó en el bosque, y la corteza del roble al que apuntaba se astilló.
– Uau -dijo-. Me cosquillea hasta el antebrazo.
Catherine asintió.
– Lo que debes hacer, querida, es apretar el gatillo seis veces, mientras sujetas el revólver con fuerza, para que los seis tiros vayan juntos. ¿Puedes hacerlo?
– El arma parece querer saltar. Como si estuviera viva.
– Supongo que podríamos decir que tiene una personalidad propia.
Ashley asintió.
– Y no especialmente agradable -añadió Catherine.
– Déjame intentarlo otra vez.
De nuevo Ashley adoptó la postura y esta vez tensó la presa de la mano izquierda para reafirmarse.
– Vamos allá…
Disparó las cinco balas restantes. Tres acertaron al roble, distanciadas dos o tres palmos. Las otras dos se perdieron en el bosque. Pudo oírlas silbar hacia el olvido, quebrando ramas y las pocas hojas que todavía colgaban bajas. La detonación reverberó y llenó sus oídos. Ashley dejó escapar un largo silbido.
– No cierres los ojos -dijo Catherine.
– Probaré otra vez.
Ashley abrió el tambor y dejó caer los casquillos al suelo de agujas de pino. Lentamente sacó otra media docena de balas y las cargó en el arma.
– Sólo voy a usar este trasto una vez.
– Ya -dijo Catherine-. Y sólo si tienes que hacerlo.
– Eso es -dijo Ashley mientras se volvía y apuntaba de nuevo al tronco-. Sólo si tengo que hacerlo.
– Si no tienes más remedio.
– Si no tengo más remedio.
Ambas tenían mucho que decir al respecto, pero no querían pronunciar las palabras en voz alta, ni siquiera en el silencioso anonimato del bosque.
Scott recorrió lentamente el sendero de grava y tierra que conducía a la casa de O'Connell, unos treinta metros desde la silenciosa calle. Era grande y blanca, con una vieja antena de televisión colgando del tejado como el ala rota de un pájaro, junto a una parabólica más moderna. En el patio delantero había un viejo Toyota rojo al que le faltaba una puerta, con una rueda apoyada en un bloque de cemento; grandes manchas de óxido lo salpicaban. También había una furgoneta negra más nueva, aparcada junto a una puerta lateral bajo un tejado plano construido con láminas de plástico corrugado. Bajo el tejado había un quitanieves rojo y un vehículo para la nieve al que le faltaba la oruga. Al pasar junto a la furgoneta, Scott vio una escalera de aluminio, una caja de herramientas y materiales para reparar tejados diseminados por el suelo. O'Connell señaló la puerta lateral, y Scott dudó que la entrada principal se usara mucho.
– Por aquí. No se preocupe por el desorden. No esperaba visitas -masculló O'Connell.
La puerta de aluminio daba a una cocina pequeña. «Desordenada» era una descripción adecuada. Cajas de pizza, bandejas de precocinados, latas de cerveza y una botella de Johnny Walker en la mesa.
– Pasemos a la sala. Podremos sentarnos, señor… vale, señor como se llame. ¿Cómo debo llamarlo?
– Smith -dijo Scott-. Y si tiene problemas para pronunciarlo, Jones valdrá también.
O'Connell dejó escapar una risita.
– Vale, señor Smith-Jones. Ahora que le he invitado a entrar, ¿por qué no se sienta aquí mismo donde pueda echarle un ojo y se explica rapidito y bien, para que mi bate se quede tranquilo? Y más vale que llegue pronto a la parte en que gano dinero. ¿Quiere una cerveza?
Scott entró en la sala. Había un sofá pelado, un sillón reclinable con una nevera roja y blanca al lado que servía como mesa, frente a un televisor. Había periódicos y revistas pornográficas por el suelo, junto con propaganda de supermercados y catálogos de tiendas de caza. En una pared había una cabeza de ciervo disecada que miraba con sus ojos de cristal. Una camiseta colgaba de una de sus astas. Scott trató de imaginarse el lugar cuando O'Connell crecía allí, y pudo intuir cierta normalidad: quita la basura del patio, limpia el desorden de dentro, arregla el sofá, sustituye las sillas, dale una mano de pintura y cuelga un par de pósters, y habría sido casi aceptable. La basura desperdigada decía mucho del padre y poco del hijo; el padre probablemente había sustituido a su esposa muerta y su hijo ausente por parte del desorden reinante.
Scott se sentó en una silla que crujió y amenazó con ceder y se volvió hacia O'Connell.
– He estado haciendo preguntas porque su hijo tiene algo que pertenece a mi jefe. Y le gustaría recuperarlo.
– ¿Es usted un maldito picapleitos?
Scott se encogió de hombros.
O'Connell se sentó en el sillón, con el bate en el regazo.
– ¿Quién puede ser ese jefe suyo? -preguntó.
Scott negó con la cabeza.
– Los nombres son irrelevantes.
– Vale, señor Smith. Dígame entonces con qué se gana la vida.
Scott sonrió, una sonrisa tan maligna como fue capaz de mostrar.
– Mi jefe gana mucho dinero y es generoso.
– ¿Legal o ilegalmente?
– No creo que deba responder a esa pregunta, señor O'Connell. De todos modos, le mentiría. -Scott se escuchaba, sorprendido por la facilidad con que se inventaba un personaje y una situación, y embaucaba al viejo. «La avaricia es una droga poderosa», pensó.
O'Connell sonrió.
– Así que le gustaría hablar con mi hijo descarriado, ¿eh? ¿No lo puede encontrar en la ciudad?
– No. Parece que ha desaparecido.
– Y viene a fisgonear por aquí…
– Es mi trabajo.
– A mi hijo no le gusta esto…
Scott alzó la mano, interrumpiéndolo.
– Vayamos al grano -dijo, cortante-. ¿Puede ayudarnos a encontrar a su hijo?
– ¿Cuánto?
– ¿Cuánto puede ayudar?
– No estoy seguro. No hablamos mucho él y yo.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– Hará un par de años. No nos llevamos demasiado bien.
– ¿Y en vacaciones?
O'Connell meneó la cabeza.
– Ya le digo que no nos llevamos demasiado bien. ¿Qué ha cogido?
Scott sonrió.
– Una vez más, señor O'Connell, se trata de información que le pondría en una situación, digamos, incómoda. ¿Sabe lo que significa eso?
– No soy estúpido. ¿Cuánto de incómoda?
– Bastante.
– ¿En qué se ha metido? ¿La clase de problemas que te buscan una paliza? ¿O la clase que te mata?
Scott tomó aliento, preguntándose hasta dónde seguir con la patraña.
– Digamos que aún puede reparar el daño que ha causado. Pero eso requerirá cooperación. Es un asunto delicado, señor O'Connell. Y más retrasos podrían agravar las cosas. -Scott no se podía creer sus dotes de fabulador.
– Drogas, ¿eh? ¿Le ha robado drogas a alguien? ¿O se trata de dinero?
Scott sonrió.
– Señor O'Connell, se lo diré de esta forma: si su hijo se pone en contacto con usted, y usted nos avisara de ello, habría una jugosa recompensa.
– ¿Cuánto de jugosa?
– Eso ya lo ha preguntado -repuso Scott y se levantó de la silla; había un estrecho pasillo que conducía a los dormitorios. Era un lugar estrecho, pensó, que no permitiría muchas maniobras-. Digamos que sería un bonito regalo de cumpleaños.