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– Entonces, si puedo encontrar al chico, ¿cómo lo localizo a usted? ¿Tiene un teléfono?

Scott adoptó la voz más pomposa que fue capaz.

– Señor O'Connell, no me gustan los teléfonos. Dejan huellas y se los puede rastrear. -Señaló el viejo ordenador que había en la mesa-. ¿Sabe usar el correo electrónico?

– ¿Quién no? -repuso O'Connell-. Pero tiene que prometerme una cosa, puñetero señor Jones-Smith: que mi hijo no va a morir por esto.

– De acuerdo -asintió Scott-. Cuando tenga noticias de su hijo, envíe un e-mail a esta dirección…

En la mesa había una factura de teléfonos y un trozo de lápiz. Inventó una dirección falsa y la anotó. Le tendió el papel a O'Connell.

– No lo pierda -le dijo-. Déme su número de teléfono.

El padre recitó de carrerilla el número mientras leía la dirección.

– Muy bien -asintió-. ¿Algo más?

Scott sonrió.

– No volveremos a vernos -dijo-. Y si alguien le pregunta, esta pequeña reunión nunca tuvo lugar. Y si ese alguien es su hijo, bueno, entonces nunca tuvo lugar por partida doble. ¿Nos entendemos?

O'Connell miró la dirección por segunda vez, sonrió y se encogió de hombros.

– Por mí, vale -respondió.

– Bien. No se levante. Puedo encontrar la salida.

El corazón se le disparó mientras se dirigía hacia la puerta. Sabía que en algún lugar tras él estaba no sólo aquel bate, sino el arma que le habían mencionado los vecinos, y probablemente un rifle también: el ciervo de ojos de cristal de la pared así lo atestiguaba. Confiaba en que el padre de O'Connell no hubiera caído en anotar su matrícula, aunque dudaba que no fuera capaz de reconocer el viejo Porsche si volvía a verlo. Intentó fijarse en cada detalle mientras salía: tal vez tendría que regresar y quería recordar la disposición de los muebles. Advirtió los endebles cerrojos de la puerta, y luego salió. La avaricia era algo horrible, y alguien que vendía a su propio hijo no podía ser más que un peligroso desalmado. Sintió una súbita náusea y se apresuró hacia su coche. En el horizonte se perfilaban nubes grises.

Michael O'Connell pensaba que había estado demasiado silencioso y ausente en los últimos días.

La clave para obligar a Ashley a comprender que nadie más que él podría protegerla se encontraba en minar la vulnerabilidad de todo el mundo. Lo que le impedía a ella reconocer la profundidad de su amor y la necesidad que tenía de estar a su lado era la burbuja que sus padres habían creado a su alrededor. Y cuando pensaba en Catherine, la boca se le llenaba de un sabor a bilis. Era vieja, era frágil, estaba allí sola, y él había tenido la oportunidad de eliminarla de la ecuación, pero había fracasado, incluso teniéndola a su alcance. Decidió que no volvería a cometer un error así.

Estaba sentado ante su ordenador nuevo, jugueteando con el cursor, ajeno al silencio que lo rodeaba. Lo había comprado después de que Murphy destrozara el viejo. Miró la pantalla un momento más y apagó el aparato con un par de rápidos clics.

Tenía ganas de hacer algo impredecible, algo que llamara la atención de Ashley, algo que ella no pudiera ignorar y que le hiciera saber que era inútil huir de él.

Se levantó y se desperezó, alzando los brazos por encima de la cabeza, imitando inconscientemente a los gatos del pasillo. Experimentó un súbito arrebato de confianza. Era hora de volver a visitar a Ashley, aunque sólo fuera para recordarle que estaba todavía allí y seguía esperando. Cogió el abrigo y las llaves del coche. La familia de Ashley no sabía lo cercanos que corren el amor y la muerte. Sonrió, y pensó que ellos no comprendían que en todo esto el romántico era él. Pero el amor no siempre se expresa con rosas, diamantes o tarjetas Hallmark. Era hora de hacerles saber que su devoción no había disminuido. Su mente rebosaba de ideas.

Cuando Scott regresó a casa, el teléfono estaba sonando.

Era Sally.

– ¿Scott?

– Sí.

– Pareces sin aliento.

– Estaba fuera. Acabo de llegar a casa. ¿Todo va bien?

– Sí -respondió ella-. Más o menos.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, no ha sucedido nada. Ashley y Catherine se han pasado el día haciendo algo, pero no quieren decir qué. He estado en mi despacho tratando de ver cómo salir de este lío, y Hope apenas ha dicho una palabra desde que volvió de Boston, excepto que tenemos que volver a hablar todos. ¿Puedes venir?

– ¿Ha dicho por qué?

– Ya te he dicho que no. ¿Es que no me escuchas? Pero tiene que ver con algo que descubrió en Boston mientras vigilaba a O'Connell. Parece muy inquieta. Nunca la he visto tan hosca. Está sentada en la otra habitación con la mirada ausente, y lo único que dice es que tenemos que hablar ahora mismo.

Scott pensó qué podría haber vuelto tan meditabunda a Hope, actitud impropia de ella. Trató de no reaccionar al tono casi frenético de Sally. Estaba demasiado tensa, pensó. Le recordó sus últimos meses juntos, antes de que él se enterara de su lío con Hope, pero cuando, a un nivel profundo e instintivo, sabía que todo iba mal entre ellos.

– Muy bien -dijo-. He descubierto más cosas sobre O'Connell. Nada crucial, pero… -Hizo otra pausa. Una vaga idea empezó a formarse en su mente-. No estoy seguro de cómo usarlo, pero… Mira, voy para allá. ¿Cómo está Ashley?

– Parece abstraída, casi distante. Supongo que un psicólogo diría que es el principio de una depresión importante. Tener a ese tipo en su vida es como tener una enfermedad grave. Como el cáncer.

– No deberías decir eso.

– ¿No debería ser realista? -replicó Sally-. ¿Debería ser más optimista?

Scott hizo una pausa. Sally podía ser dura, pensó, y enloquecedoramente directa. Pero ahora, con la situación de su hija, lo asustaba. No sabía qué actitud era la adecuada, la suya propia de «podemos salir de ésta» o el «tenemos grandes problemas y todo está empeorando» de Sally. Quiso gritar. En cambio, apretó los dientes y dijo:

– Voy para allá. Dile a Ashley… -Notó a Sally respirar con fuerza.

– ¿Decirle qué? ¿Que todo va a salir bien? -repuso ella amargamente-. Y, Scott… -añadió tras una breve vacilación-, intenta traer decidido nuestro próximo paso. O bien una pizza.

– Siguen reacios -dijo ella.

– Comprendo -respondí, aunque en realidad no estaba seguro-. Pero, de todas formas, necesito hablar al menos con uno de ellos. De lo contrario, la historia no estará completa.

– Te entiendo -dijo ella lentamente, pensando sus palabras antes de pronunciarlas-. Uno está dispuesto, de hecho está ansioso por contarte lo que saben. Pero dudo que estés preparado para esa entrevista.

– Eso no tiene sentido. Uno quiere hablar, pero ¿los demás lo impiden para protegerse? ¿O estás tú protegiéndolos a ellos?

– No están seguros de que comprendas correctamente su situación.

– No digas tonterías. He hablado con mucha gente, lo he repasado todo. Estaban en una situación sin salida, lo sé. Lo que hayan hecho para salir sin duda estará justificado…

– ¿De verdad? ¿Eso crees? ¿El fin justifica los medios?

– ¿He dicho eso?

– Sí.

– Bueno, lo que quería decir era…

Ella alzó una mano, interrumpiéndome, y contempló el patio, la calle más allá de los árboles. Suspiró hondo.

– Estaban en una encrucijada. Había que tomar una decisión. Como muchas de las decisiones que la gente, la gente corriente, se ve obligada a tomar, tuvo profundas consecuencias personales. Eso es lo que tienes que comprender.

– Pero ¿qué elección tenían?

– Buena pregunta -replicó ella con una risita forzada-. Contéstala por mí.

38 Medida de males

Scott recorrió el camino de acceso a la casa de Sally debatiéndose entre dudas e incertidumbres. Cuando llegó a la puerta, fue a pulsar el timbre, pero vaciló. Se volvió y contempló la oscura calle. Estaba seguro de que Michael O'Connell merodeaba por allí. Se preguntó si aquel psicópata lo estudiaba con el mismo esmero que él. Dudaba que fuera posible adelantarse a sus movimientos, ganar ventaja. Intuía que en algún lugar de aquella manzana, allí mismo, en ese instante, O'Connell estaba oculto en la oscuridad, vigilándolo. Scott sintió un arrebato de ira y quiso gritar en voz alta. Pensó que todo lo que había descubierto en su viaje, lo que había creído tan impredecible, era en realidad previsto y anticipado por aquel hombre. No podía desprenderse de la idea de que, de algún modo, O'Connell se había enterado de todo lo que él había hecho.