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– Por tanto -continuó Sally, sopesando sus palabras-, estarás de acuerdo en que la amenaza que Michael O'Connell representa actualmente para nuestra Ashley fue creada en su mente por su padre, ¿verdad?

– Pues sí.

– Bien -dijo Sally bruscamente-. Entonces es sencillo.

– ¿Qué es sencillo? -preguntó Hope.

– En vez de matar a Michael O'Connell, matamos al padre. Y encontramos un modo de inculpar al hijo.

Un silencio estupefacto se adueñó de la habitación.

– Tiene sentido -añadió Sally-. El hijo odia al padre. El padre odia al hijo. Así que, si estuvieran juntos, la muerte resolvería la ecuación, ¿no?

Scott asintió muy despacio.

– ¿No constituyen los dos una amenaza para Ashley? -Esta vez Sally se volvió hacia Hope, que también asintió-. Pero ¿podemos convertirnos en asesinos? -preguntó-. ¿Podemos asesinar a alguien, aunque sea por el mejor motivo, y luego despertar al día siguiente y retomar nuestra vida normal como si no hubiera sucedido nada?

Hope miró a Scott. «Tampoco para él la respuesta es fácil», pensó.

Sally continuó, implacable:

– El asesinato es una medida extrema. Pero su objetivo es devolver la vida de Ashley a su estatus anterior a Michael O'Connell. Probablemente podamos conseguirlo si ella no se entera de nada, lo cual no será fácil de conseguir. Pero nosotros somos los conspiradores en esto. Nos cambiará profundamente, incluso desde esta conversación. Hasta ahora hemos sido los buenos, tratando de proteger a nuestra hija del mal. Pero de repente somos los malos. A Michael O'Connell lo impulsan fuerzas psicológicas reconocibles: su mal deriva de su educación, de su pasado, de lo que sea. Probablemente no tiene la culpa de haberse convertido en el tipo malvado que es. Es el producto inconsciente de la depravación y el dolor. Así que, lo que sea que nos haya hecho, y lo que pudiera hacerle a Ashley, tiene, como mínimo, una base emocional. Tal vez todo su mal tenga una explicación científica. Sin embargo nosotros, bueno, lo que estoy diciendo es que tenemos que conservar la sangre fría, ser egoístas y no esperar ningún aspecto redentor. Salvo quizás uno…

Tanto Hope como Scott escuchaban con atención. Sally se había retorcido en el asiento, como torturada por cada palabra pronunciada.

– ¿Cuál? -preguntó Hope.

– Salvaremos a Ashley.

De nuevo guardaron silencio.

– Es decir, dando por sentado un detalle crucial… -añadió Sally casi en un susurro.

– ¿Qué detalle? -preguntó Scott.

– Que logremos salirnos con la nuestra.

Había caído la noche y estábamos sentados en sendas sillas de madera en el patio de piedra. Asientos duros para pensamientos duros. Yo rebosaba de preguntas, e insistía en hablar con los protagonistas de la historia o, al menos, con uno de ellos que pudiera informarme del momento en que pasaron de ser víctimas a conspiradores. Pero ella no estaba dispuesta a ceder, cosa que me enfurecía. En cambio, contemplaba la húmeda oscuridad del verano.

– Es notable, ¿verdad?, a lo que puede llegarse cuando se está presionado al límite -dijo.

– Bueno -repliqué con cautela-, si uno está contra la pared…

Ella soltó una risita sin alegría.

– Pero es justo eso -dijo con brusquedad-. Ellos creían estar contra la proverbial pared. Pero ¿cómo puedes estar tan seguro?

– Tenían miedos legítimos. La amenaza que O'Connell suponía era obvia. Y por eso se hicieron cargo de sus propias circunstancias.

Ella volvió a sonreír.

– Haces que parezca fácil y convincente. ¿Por qué no le das la vuelta?

– ¿Cómo?

– Bueno, míralo desde el punto de vista legal. Tienes a un joven que se ha enamorado y persigue a la chica de sus sueños. Sucede continuamente. Tú y yo sabemos que se trata de una obsesión, pero ¿qué podría demostrar la policía? ¿No crees que Michael O'Connell ocultó perfectamente su acoso informático para que no pudieran rastrearlo? ¿Y qué hicieron ellos? Trataron de sobornarlo. Trataron de amenazarlo. Mandaron que le dieran una paliza. Si fueras policía, ¿a quién te sería más fácil acusar? Scott, Sally y Hope ya habían violado la ley. Incluso Ashley, con esa arma que se había buscado. Y ahora conspiraban para cometer un asesinato. De un hombre inocente. Tal vez no era inocente de un modo psicológico o moral, pero legalmente… ¿Qué defensa tendrían desde un punto de vista ético?

No respondí.

Mi mente daba vueltas a una pregunta: ¿cómo lo consiguieron?

– ¿Recuerdas quién dijo que decir y hacer son cosas distintas? ¿Quién señaló lo difícil que es apretar un gatillo?

Sonreí.

– Sí. Fue O'Connell.

Ella rió amargamente.

– Eso le dijo a la más dura de todos ellos, a la que tenía menos que perder disparándole aquella escopeta en el pecho, a una mujer que ya había vivido casi todo su tiempo y habría arriesgado menos al disparar. En aquel momento crucial ella fracasó, ¿no? -Hizo una pausa y contempló la oscuridad-. Pero alguien tendría que ser lo bastante valiente.

39 El principio de un crimen imperfecto

Fue Sally quien habló primero.

– Tendremos que identificar y distribuir las responsabilidades -dijo-. Hay que trazar un plan. Y luego debemos ceñirnos a él. Religiosamente.

Se sorprendió de sus propias palabras. Eran tan duras y calculadoras que bien podía habérselas dicho a dos desconocidos. Ellos tres parecían los menos indicados para convertirse en asesinos, pensó. Tenía serias dudas sobre si conseguirían llevar a buen término el plan.

Hope alzó la cabeza.

– En esto soy una neófita. Ni siquiera me han puesto nunca una multa por exceso de velocidad. No leo novelas de misterio o intriga, excepto en la facultad, que leí Crimen y castigo en un curso y A sangre fría en otro…

Scott se rió, algo incómodo.

– Magnífico -dijo-. En la primera, el asesino casi se vuelve loco por la culpa y finalmente confiesa, y en la segunda atrapan a los malos porque son medio tontos y luego los condenan a muerte. Tal vez no deberíamos tomar esos libros como modelo. -Aquello pretendía sonar divertido, pero ninguna sonrió.

Sally agitó una mano al aire.

– Será mejor que lo olvidemos -dijo con frustración-. No somos asesinos. Ni siquiera deberíamos estar pensando en esto.

Fue Scott quien rompió el silencio momentáneo.

– Así pues, ¿nos sentamos a esperar a que suceda algo y rogamos que no sea una tragedia?

– No. Sí. No estoy segura. -Sally se sentía confundida-. Tal vez no les estamos dando suficiente credibilidad a los canales legales. Tal vez deberíamos conseguir esa orden de alejamiento. A veces funcionan.

– No veo cómo puede eso ser una solución -replicó Scott-. No resuelve nada. Nos dejaría, sobre todo a Ashley, en un perpetuo estado de temor. ¿Cómo podríamos vivir así? Y aunque realmente le pare los pies a O'Connell, cada día que pase con normalidad nos provocará más y más incertidumbre sobre el siguiente. ¡Esa clase de medida no resuelve nada! Crea una ilusión de seguridad. E incluso si creara auténtica seguridad, ¿cómo lo sabríamos con certeza?

Sally suspiró.

– Eres muy bueno discutiendo, Scott, pero, dime, ¿estás dispuesto a matar a alguien?

– En esta situación, sí -farfulló él.

– Una respuesta rápida y fácil. Habla la pasión, no el sentido común. ¿Y tú, Hope? ¿Matarías a alguien, un desconocido, por salvar a Ashley, o tal vez en el momento crucial vacilarías?: «¿Qué estoy haciendo? No es hija mía…»

– No. Por supuesto que no vacilaría…

– Otra respuesta rápida.

Scott sintió un arrebato de frustración.

– Bien, abogada del diablo, ¿y tú? ¿Lo harás?

Sally frunció el ceño.

– Sí. No. No lo sé.

Él se reclinó en su sillón.

– Déjame preguntarte una cosa. Cuando Ashley era pequeña y se ponía enferma, ¿recuerdas haber suplicado alguna vez «Que sea yo quien enferme, que ella se ponga bien»?