Michael O'Connell rió en voz alta.
Podía mirar a Ashley desde lejos y absorber el calor de su cuerpo, como si ella lo llenara de energía. Incapaz de quedarse sentado más tiempo, abrió la puerta.
A poca distancia, Ashley se dio la vuelta en ese mismo momento y sin verlo, sumida en su propia desesperación, entró en la casa.
O'Connell se incorporó junto al coche y contempló el porche vacío. En su imaginación, todavía podía verla.
«Llévatela», se dijo, y le pareció sencillo. Sonrió. Era sólo cuestión de tenerla a solas. No a solas exactamente, pensó, sino sola en su mundo, no en el de ella. «Soy invisible», pensó mientras volvía a meterse en el coche y lo ponía en marcha.
En eso se equivocaba. Desde la ventana del dormitorio de arriba, Sally estaba observando. Se sujetó al marco de la ventana, los nudillos blancos. Era la primera vez que veía en persona a Michael O'Connell. Cuando lo divisó al volante de aquel coche, trató de decirse que no era él, pero, al mismo tiempo, supo que sí lo era. No podía ser otro. Estaba tan cerca como siempre, justo más allá de su alcance, siguiendo cada paso de Ashley. Incluso cuando ella no podía verlo, estaba allí. Sally se sintió mareada, enfurecida y casi abrumada por la ansiedad. «El amor es odio -pensó-. El amor es malo. El amor es un error.»
Vio el coche desaparecer calle abajo.
«El amor es muerte», pensó finalmente.
Respirando con dificultad, se apartó de la ventana. Decidió no decirle a nadie que había visto a O'Connell en su calle, a sólo unos metros de la puerta, espiando a Ashley. Todos montarían en cólera, pensó. Y las personas coléricas se comportan erráticamente. «Tenemos que estar tranquilos. Mostrarnos inteligentes y organizados. Poner manos a la obra. Poner manos a la obra. Poner manos a la obra.» Cogió la libreta de sus anotaciones. Notas para preparar un asesinato. Sin embargo, cuando cogió el bolígrafo, su mano apenas temblaba.
A última hora de la tarde, Sally salió a comprar los artículos que consideraba esenciales para su tarea. No volvió hasta casi el anochecer. Subió a ver Ashley, que parecía extrañamente aburrida, tendida en su cama leyendo, luego se preguntó dónde estaría Hope y oyó a Catherine en la cocina. Finalmente telefoneó a Scott.
– ¿Sí?
– Soy Sally.
– ¿Todo bien?
– Sí. Ha sido un día normal -mintió, sin mencionar el episodio de la mañana-. Aunque tengo mis dudas sobre cuánto durará.
– Entiendo.
– Bien, eso espero. Porque debes venir ahora mismo.
– ¿Ahora…? -vaciló él.
– Es hora de actuar. -Sally soltó una risita sin humor, como dominada por un frío cinismo-. Me parece que hemos estado de acuerdo más veces en estas últimas semanas que cuando estábamos casados.
También Scott rió tristemente.
– Es una extraña manera de ver las cosas. Pero cuando estábamos juntos, bueno, hubo momentos en que no estuvo tan mal.
– Tú no vivías en una mentira como vivía yo.
– «Mentira» es una palabra fuerte.
– Mira, Scott, no quiero librar de nuevo batallas pasadas, no tiene sentido.
Hubo un silencio.
– Nos estamos distrayendo -añadió Sally-. No se trata de dónde estábamos, sino de adonde podemos ir o incluso de quiénes somos. Y, lo más importante, se trata de Ashley.
– De acuerdo -dijo él, percibiendo los enormes pantanos emocionales que los separaban y de los que nunca hablarían.
– Tengo un plan -informó Sally.
– Me alegro -respondió él tras inspirar profundamente. No estaba seguro de decirlo en serio.
– No sé si es bueno, ni si funcionará…
– Oigámoslo.
– No deberíamos hablarlo por teléfono. Al menos por esta línea.
– Por supuesto que no -asintió él sin estar seguro-. Salgo para ahí ahora mismo.
Colgó y pensó que había algo horrible en las rutinas de la vida. Al dictar clases, al vivir en soledad con todos los fantasmas de estadistas, militares y políticos que poblaban sus cursos, su propia existencia era completamente predecible. Comprendió que eso iba a cambiar.
Hope regresó a casa antes de que llegara Scott. Había salido a dar un paseo y reflexionar sobre lo que estaba pasando. Encontró a Sally en el salón, repasando unas hojas, bolígrafo en mano.
– Tengo un plan -dijo mirando a Hope-. No estoy segura de que funcione. Scott viene de camino y podemos repasarlo juntos.
– ¿Dónde están Ashley y mi madre?
– Arriba, enfurruñadas. No les hace gracia ser excluidas de las sesiones.
– A mi madre no le hace gracia que la excluyan de nada, lo cual resulta curioso para tratarse de alguien que se ha pasado años viviendo sola en los bosques de Vermont, pero ahí la tienes. Así es como es… -Hope vaciló.
– ¿Qué ocurre?
Hope meneó la cabeza.
– No lo sé exactamente. Ella está haciendo lo que le pedimos, ¿no? Pues ése no es su estilo. Siempre ha sido una especie de lobo solitario, la clase de persona a la que le importa un pimiento lo que piensen los demás. Y ahora esta aparente docilidad… bueno, no sé si podemos confiar en que haga exactamente lo que le pedimos. Es una mujer impredecible y testaruda. Es lo que mi padre amaba de ella, y yo también, excepto que en ocasiones, en mi adolescencia, me ponía las cosas muy difíciles.
Sally sonrió.
– No me parece que seáis tan diferentes.
Hope se encogió de hombros y soltó una risita.
– Supongo que no.
– ¿Y no crees que yo también me sentí atraída por esas cualidades?
– No pensaba que «testaruda» e «impredecible» fueran mis mejores atributos.
– Bueno, eso demuestra lo que sabes -dijo Sally. Consiguió esbozar una sonrisita y se inclinó de nuevo sobre los papeles que tenía en el regazo.
Las dos mujeres guardaron silencio. Extrañamente, pensó Hope, era la primera cosa afectuosa que Sally decía desde hacía semanas.
Llamaron a la puerta.
– Debe de ser Scott -dijo Sally, y recogió los papeles mientras Hope iba a abrir. En esos segundos a solas, echó atrás la cabeza y tomó aire. «Cuando empieces a mover esto, no habrá marcha atrás», pensó.
Catherine rebullía por dentro. Miró a la joven, hasta que por fin Ashley dejó caer el libro al suelo después de leer la misma página por tercera vez.
– No sé si podré seguir soportando esto mucho más -protestó-. Me tratan como si tuviera seis años. Me envían a mi cuarto. Me dicen que me entretenga mientras deciden mi futuro. ¡Maldición, Catherine, no soy un bebé! Puedo luchar por mí misma.
– Estoy de acuerdo, querida.
– ¿Sabes? Debería coger ese maldito revólver y resolver este problema de una vez por todas.
– Creo, querida Ashley, que eso es precisamente lo que tus padres tratan de evitar. Y no te conseguí esa arma para que vayas por ahí disparando al tuntún, sólo porque estás fastidiada. La conseguí para que te protejas si O'Connell viene por ti.
Ashley echó atrás la cabeza.
– Lo ha hecho, ¿sabes?
– ¿El qué?
– Ha venido por mí. Probablemente está ahí fuera ahora mismo. Esperando.
– ¿Esperando qué?
– El momento adecuado. Está loco, loco de amor, loco de obsesión, loco de no sé qué. ¡Pero está ahí! Sólo tiene algo importante en su vida, y ese algo soy yo.
La anciana asintió y se inclinó hacia delante.
– ¿Podrás hacerlo? -preguntó.
Ashley abrió los ojos y miró al frente, primero fijándose en Catherine, luego en la mochila que contenía el arma.
– ¿Podrás hacerlo? -repitió Catherine.
– Sí -respondió Ashley, envarada-. Podré. Sé que podré.
– Yo no pude. Debí dispararle cuando lo tenía justo delante, pero no pude. ¿Serás más fuerte que yo, querida? ¿Más decidida? ¿Eres más valiente?
– No lo sé, pero sí. Eso creo.
– Necesito saberlo…
– ¿Cómo puede saberlo nadie antes de que llegue el momento? -replicó Ashley-. Quiero decir que estoy muy enfadada y muy asustada. Pero ¿conseguiré apretar el gatillo? Yo espero que sí.