Выбрать главу

La dependienta sonrió.

– Desde luego.

Sally pensó que la mención del oeste de Massachusetts, con su reputación de ser el lugar preferido por las lesbianas, subrayaría la clase de regalo que pretendía hacer. Siguió a la joven hasta la sección de lencería fina, pensando que ya había explicado suficientes cosas como para que, llegado el caso, la chica la recordase. Sally utilizó también la tarjeta de crédito, porque eso la situaría en esa tienda ese día y a esa hora. Pensó en hablar con la encargada de la tienda para felicitarla por la eficiencia de sus dependientas; la clase de comentarios que siempre se recuerda más tarde.

Sally pensó que estaba en un escenario interpretando un papel inventado por la desesperación.

– Aquí tiene algunas de nuestras prendas más bonitas -dijo la chica.

Sally sonrió, como si aquello fuera lo más natural del mundo.

– Oh, sí. Desde luego.

Más o menos en el mismo momento, Catherine y Ashley estaban en un supermercado de Whole Foods, a menos de un kilómetro y medio de casa, empujando un carrito lleno de chucherías y comida. Las dos habían guardado silencio durante toda la expedición de compras.

Cuando recorrían un pasillo cerca de la parte delantera de la tienda, Ashley vio una gran pirámide de calabazas decorada con espigas de maíz. Era el típico adorno con vistas a Acción de Gracias, con un puñado de nueces y grosellas y un pavo de papel en el centro. Se la enseñó a Catherine con una mirada significativa, que asintió.

Las dos se acercaron, pero de pronto Catherine exclamó:

– ¡Maldición, hemos olvidado las latas de judías!

Y giró el carro de forma que chocó contra la pata de la mesa en que se apoyaban las calabazas. La pirámide se tambaleó peligrosamente, amenazando con derrumbarse. Ashley soltó un gritito y se abalanzó como para impedir el desastre, pero en realidad empujó una de las calabazas grandes de la base para que todo se viniera abajo, como en efecto ocurrió estrepitosamente.

Catherine chilló.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Qué he hecho!

Al instante aparecieron un par de dependientes y el encargado. Los dependientes se pusieron a arreglar el desaguisado, mientras Catherine y Ashley pedían disculpas y se ofrecían a pagar cualquier daño causado. El encargado desde luego rehusó, pero Catherine insistía en darle un billete de cincuenta dólares.

– Tenga -le decía-, al menos para compensar a estos amables jóvenes que están recogiendo el desaguisado que Ashley y una servidora, Catherine, hemos provocado.

– No, señora, por favor -negaba el encargado con una sonrisa-. De verdad que no es necesario.

– Insisto.

– Yo también -dijo Ashley.

Al final, el encargado tuvo que aceptar el dinero. A espaldas del jefe, los dependientes suspiraron con alivio.

Entonces ambas se pusieron en la cola, y Catherine sacó una tarjeta de crédito para pagar. Se aseguraron de mirar directamente a las cámaras de seguridad. Tenían pocas dudas de que serían recordadas esa noche en concreto. Ésa era la última instrucción de Sally para ellas: «Aseguraos de hacer algo en público que deje constancia de vuestra presencia cerca de casa.»

Habían cumplido su parte. No sabían qué estaba sucediendo en algún otro lugar de Nueva Inglaterra en ese momento, pero imaginaban que era algo muy peligroso.

Los faros del coche de Michael O'Connell iluminaron la fachada de su antiguo hogar. Las luces se reflejaron en la camioneta de su padre. Una puerta se cerró con estrépito y Scott vio a O'Connell dirigirse con premura hacia la entrada de la cocina.

La furia de O'Connell era fundamental, pensó Scott. Las personas enfurecidas no advierten los detalles que más tarde resultan importantes.

Lo vio entrar. No lo había observado más que unos segundos, pero le habían bastado para saber que, fuera lo que fuese lo que Ashley le había dicho, lo había sacado de quicio.

Inspirando hondo, Scott cruzó la calle, tratando de mantenerse en las sombras. Corrió lo más rápido que pudo hasta el coche de O'Connell. Se agachó, sacó de la mochila unos guantes de látex y se los puso. Luego sacó un martillo de cabeza de goma y una caja de clavos galvanizados para tejados. Dirigió una mirada hacia la casa, tomó aire y hundió un clavo en un neumático trasero. Oyó el silbido del aire al escapar.

Cogió varios clavos y los esparció al azar por el camino.

Moviéndose con sigilo, Scott se dirigió a la camioneta de O'Connell padre. Dejó la caja de clavos y la maza entre las herramientas que había en el vehículo y alrededor.

Terminada su primera tarea, Scott regresó a su escondite. Al cruzar la calle, oyó las primeras voces en la casa, cargadas de furia. Quiso esperar, distinguir las palabras exactas, pero sabía que no podía hacerlo.

Cuando llegó al decrépito cobertizo, cogió el móvil y marcó. Sonó dos veces antes de que Hope respondiera.

– ¿Estás cerca? -preguntó.

– A menos de diez minutos.

– Está sucediendo ahora -dijo Scott-. Llámame cuando pares.

Hope cortó la comunicación sin responder. Pisó el acelerador. Habían calculado al menos veinte minutos entre la llegada de Michael O'Connell y la suya propia. Estaban cumpliendo bastante bien los tiempos previstos. Eso no la tranquilizó demasiado.

Michael y su padre apenas estaban separados por unos metros, los dos de pie en la desordenada sala.

– ¿Dónde está? -gritó el hijo, con los puños apretados-. ¿Dónde está?

– ¿Dónde está quién? -replicó el padre.

– ¡Ashley, maldita sea! ¡Ashley! -Miró en derredor como un poseso.

El padre soltó una risita burlona.

– Vaya, qué cojonudo. Qué cojonudo…

Michael se volvió hacia el viejo.

– ¿Está escondida? ¿Dónde la has metido?

Su padre negó con la cabeza.

– Sigo sin saber de qué cono estás hablando. ¿Y quién puñetas es Ashley? ¿Alguna putilla?

– Sabes bien de quién estoy hablando. Te llamó. Se suponía que estaba aquí. Dijo que venía de camino. Deja de burlarte o juro que…

Michael O'Connell alzó el puño en dirección a su padre.

– ¿O qué? -repuso el viejo con desdén, y se tomó su tiempo para beber una cerveza, calibrando a su hijo con los ojos entornados. Luego se sentó en su sillón, bebió otro largo sorbo y se encogió de hombros-. No sé qué pretendes, chaval. No sé nada de esa Ashley. De repente me llamas después de años de silencio, empiezas a lloriquear por un coño como si fueras un recién salido del instituto, y haces preguntas de las que no tengo ni puñetera idea. Y de repente apareces aquí como si el mundo estuviera ardiendo, exigiendo esto y lo otro. Pues bien, sigo sin tener ni puta idea. ¿Por qué no coges una cerveza y te calmas y dejas de comportarte como un majadero?

– No quiero beber. No quiero nada de ti. Nunca lo he querido. Sólo dime dónde está Ashley.

El padre volvió a encogerse de hombros y extendió los brazos.

– No tengo ni puñetera idea de quién estás hablando.

Michael O'Connell, hirviendo de furia, lo señaló con el dedo.

– Quédate ahí, viejo. Sigue sentado y no te muevas. Voy a echar un vistazo.

– No pensaba ir a ninguna parte. ¿Quieres echar un vistazo? Adelante. No ha cambiado mucho desde que te fuiste.

El hijo sacudió la cabeza.

– Sí que ha cambiado -dijo mientras apartaba a patadas unos periódicos-. Te has vuelto mucho más viejo y borracho, y este lugar está hecho una mierda.

El padre no se movió de su sitio cuando el joven entró en las habitaciones del fondo.

Entró primero en la que había sido la suya. Su vieja cama seguía en un rincón, y algunos de sus viejos pósters de AC/DC y Slayer todavía colgaban donde los había dejado. Un par de trofeos deportivos baratos, una vieja camiseta de fútbol americano clavada a la pared, algunos libros del instituto y una foto enmarcada de un Chevrolet Corvette ocupaban el espacio restante. Abrió el armario, casi esperando encontrar a Ashley escondida dentro. Pero estaba vacío, excepto por un par de viejas chaquetas que olían a polvo y humedad y unas cajas de antiguos videojuegos. Les dio una patada, esparciendo su contenido por el suelo.