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– ¿De qué coño hablas? -repuso Michael, confundido. De pronto pensó que el viejo debería estar mucho más enfadado por el televisor roto. «Y no está enfadado porque sabe que pronto tendrá uno nuevo», pensó.

– ¿A quién has estado jodiendo, chico? Hay gente muy descontenta contigo, ¿sabes?

– ¿Quién te ha dicho eso?

El viejo se encogió de hombros.

– No te lo voy a decir. Tan sólo lo sé.

Michael O'Connell se irguió. «Nada tiene sentido -pensó-. O tal vez sí…»

– Viejo, me obligas a darte una paliza. ¡A menos que me expliques ahora mismo de qué cono estás hablando! -gritó. Dio dos rápidas zancadas hacia su padre, quien permaneció sentado en su sillón, sonriendo, preguntándose si había conseguido entretener a su hijo lo suficiente para que el dadivoso señor Smith tomara las medidas adecuadas, fueran cuales fuesen.

A unos doscientos metros de la casa de los O'Connell, Hope vio varios coches viejos y camionetas con pegatinas de Harley Davidson, todos a un lado de la carretera, aparcados al azar. En una casa vieja y desvencijada, estilo rancho, algo apartada de la calle, se oía bullicio de voces y rock duro. Estaban celebrando una fiesta. Cerveza y pizza, supuso, con anfetaminas como postre. Detuvo su coche alquilado detrás de uno de los coches aparcados, para parecer otra juerguista.

A continuación se enfundó el mono negro que había comprado Sally. Se metió en el bolsillo el pasamontañas azul marino. Luego se puso unos guantes de látex y otros de cuero encima. Se envolvió muñecas y talones con varias vueltas de cinta negra aislante, para que no quedara ninguna piel expuesta.

Se echó al hombro la mochila con la pistola y echó a correr en dirección a la casa de los O'Connell; su atuendo la confundía con la noche. Llevaba el móvil en la mano y llamó a Scott.

– Muy bien -dijo-. Estoy aquí. A unos cientos de metros. ¿Qué tengo que buscar?

– Nuestro hombre tiene un Toyota rojo de hace cinco años y el padre una furgoneta negra que está aparcada en una especie de cobertizo, bajo un toldo. La única luz exterior es la de la puerta lateral. Ése es tu punto de entrada.

– ¿Están…?

– Sí, he oído romperse algunas cosas ahí dentro.

– ¿Hay alguien más?

– No que yo haya visto.

– ¿Dónde debería…?

– Junto al coche aparcado. A la derecha. Todo está lleno de herramientas y piezas de motor. Podrás verlos pero ellos no te verán.

– De acuerdo -dijo Hope-. Permanece alerta. Hablaré contigo luego.

Scott colgó. Se apoyó contra el viejo cobertizo y observó. Había muy poca luz, pensó. No había farolas en esa zona rural. Mientras Hope se protegiera en las sombras, estaría bien. Dio un respingo. La idea de que Hope estuviera bien era absurda. Ninguno de ellos iba a estar bien, se dijo, excepto tal vez Ashley, el único motivo para hacer aquello.

Si él se sentía tan afectado y asustado, pensó Scott, ¿cómo conseguía Hope, la actriz principal en el escenario que los tres habían creado, controlar sus dudas?

Corriendo agachada, más como una criatura salvaje que como la atleta que fuera en otros tiempos, Hope cruzó el patio y se apretó contra la pared trasera del improvisado cobertizo. Se tumbó en el suelo y dedicó un momento a escudriñar las inmediaciones. Las casas más cercanas estaban a treinta o cuarenta metros de distancia, al otro lado de la calle.

Apoyó el mentón en el suelo y cerró los ojos un momento. Trató de hacer una especie de inventario de sus emociones, como si buscara una que le diera suficiente presencia de ánimo para los minutos siguientes. Visualizó a Anónimo muerto entre sus brazos, y luego lo sustituyó por Ashley.

Esto la reconfortó un poco. Luego consiguió fortalecer su determinación al pensar que O'Connell iría también por Catherine. Sí, su madre se defendería con uñas y dientes, pero era una pelea perdida de antemano. Añadió las demás amenazas que se cernían sobre sus vidas, e hizo la ecuación. Trató de restar la duda y la incertidumbre. Todo lo que había parecido tan diáfano y obvio cuando los tres estaban sentados en su cómodo salón, ahora parecía perverso, equivocado e imposible de todo punto. Sudaba copiosamente y las manos le temblaban.

«¿Quién soy?», se preguntó de pronto.

Hubo una época, poco después de la muerte de su padre, en que se había sentido muy asustada. No era tanto el miedo por la pérdida, sino por no poder mostrarle lo que consiguiera en la vida. Trató de imaginar que su padre querría que estuviese exactamente en esta situación, corriendo un grave riesgo en aras de proteger a los demás. Él siempre quería que ella se hiciera cargo, para bien o para mal. «Eres la capitana», solía decirle.

Hope pensó que estaba verdaderamente al borde de la locura.

«Despeja tu mente y céntrate», se ordenó.

Se puso el pasamontañas. Buscó en la mochila y sacó la pistola de la bolsa de plástico.

Rodeó el gatillo con el dedo. Era la primera vez que empuñaba un arma de fuego. Deseó tener más experiencia, pero la sorprendió sentir una especie de cosquilleo que le transmitía aquel objeto de acero, un poder desconocido y casi embriagador.

Se arrastró hasta el borde del cobertizo y escuchó las voces furiosas que procedían de la casa. Ahora tenía que esperar el momento adecuado y luego actuar sin vacilaciones.

– Joder, necesito saber qué cojones está pasando! -estalló Michael O'Connell. Cada palabra que pronunciaba estaba cargada con años de odio hacia el hombre que se mecía despectivamente en su sillón ante él, y con todo el peso de su amor por Ashley. Tenía el corazón desbocado y la furia casi lo cegaba.

– ¿Qué está pasando? Estás aquí, lloriqueando por un coño, cuando deberías estar preocupado por quienquiera que te hayas ganado como enemigo -refunfuñó su padre agitando una mano en el aire.

– ¡No sé de qué hablas! ¡No he jodido a nadie!

El viejo se encogió de hombros, un gesto que enfureció aún más a su hijo. Michael dio un paso hacia delante, con los puños apretados, y el padre se levantó de su asiento, sacando pecho ante su hijo.

– ¿Crees que ya eres lo bastante mayor y fuerte para medirte conmigo?

– No creo que quieras escuchar la respuesta. Estás gordo y fondón. Esa falsa incapacidad tuya puede que acabe siendo de verdad. Sólo servías para golpear a mujeres y niños, y eso fue hace mucho tiempo. Ya no soy un niño. Piénsatelo bien.

Su gélida voz hizo que el hombre mayor se detuviera. Resopló y sacudió la cabeza.

– Nunca tuve problemas para manejarte entonces. Puede que ya hayas crecido, pero sigo siendo más duro de lo que crees. Todavía puedo aplastarte como a una cucaracha.

– Eras débil entonces y eres débil ahora -le espetó el hijo-. Mamá era capaz de mantenerte a raya. De hecho, si aquella noche no hubiera estado borracha ni siquiera habrías logrado golpearla. Así es como pasó, ¿no? Estaba demasiado borracha para defenderse y viste tu oportunidad. Por eso la mataste.

El viejo soltó un rugido.

– Nunca tendría que haber mentido por ti -prosiguió Michael-. Tendría que haberle dicho la verdad a la policía.

– No te pases -replicó el padre con frialdad-. No te metas en lo que no sabes.

Ambos se acercaron el uno al otro, como perros antes de que los gruñidos se conviertan en pelea.

– ¿Crees que podrías matarme y salirte de rositas, como hiciste con ella? Yo creo que no, viejo.

El padre se abalanzó y lo golpeó en la cara. El puñetazo resonó en la pequeña sala.

Michael esbozó una mueca salvaje. Lanzó el brazo derecho y agarró a su padre por la garganta. Cerrar la mano en torno a la laringe del viejo le proporcionó una satisfacción instantánea. Mientras sentía los músculos contraerse y los tendones aplastarse bajo su presa, experimentó una locura casi abrumadora. Asustado, el viejo se revolvió y le clavó las uñas en la muñeca, tratando de liberarse, mientras se quedaba rápidamente sin aire. Cuando el rostro de su padre se volvió morado, Michael lo empujó hacia atrás, soltándolo. El viejo chocó contra una mesa baja, volcando su contenido. Se agarró al brazo del sillón mientras caía al suelo, lo derribó y quedó tendido de espaldas, jadeando, con los ojos abiertos por la sorpresa. Su hijo se echó a reír y le escupió.