Se tambaleó un poco y miró hacia donde Hope había estado atrapada bajo el cuerpo de O'Connell, en busca de rastros de sangre, y vio gotas rojas por el suelo. Derramó gasolina sobre ese sitio y luego roció la camisa y los pantalones del muerto. Miró alrededor y vio una pequeña toalla. La frotó en la mezcla de sangre y gasolina del pecho del cadáver y se la guardó en el bolsillo.
Lo asaltó otra oleada de náuseas, pero se sobrepuso: cada segundo que siguiera allí aumentaba la probabilidad de dejar alguna pista delatora. Fue dejando charcos de gasolina por el suelo hasta la cocina. Había cerillas en la encimera.
Encendió la cajetilla entera, y la lanzó hacia el pecho del padre de O'Connell.
La gasolina estalló en llamas. Durante un segundo observó el fuego expandirse, y a continuación se dio la vuelta y regresó a la noche.
Encontró a Hope en el mismo sitio. Con la mano enguantada sujetaba el mango del cuchillo, que aún asomaba de su costado.
– ¿Puedes moverte? -le preguntó.
– Creo que sí… -respondió ella.
Al amparo de las sombras, avanzaron lentamente hasta la calle. Scott la rodeaba con un brazo para que se apoyase en él, y prosiguieron por la oscuridad. Ella lo guió hacia su coche. Ninguno de los dos miró hacia atrás. Scott rogó que el incendio tardara en propagarse y pasaran varios minutos antes de que algún vecino reparase en las llamas.
– ¿Estás bien? -susurró.
– Puedo conseguirlo -respondió ella, apoyándose contra él. El aire de la noche la había despejado un poco y estaba controlando el dolor, aunque cada paso que daba le provocaba una punzada. Alternaba entre la confianza y la determinación, y la desesperación y la flaqueza. Sabía que no importaba cómo hubiera planeado Sally el resto del plan, no iba a suceder como estaba previsto. La sangre que sentía agolparse en la herida se lo decía.
– Vamos, un último esfuerzo -la animó Scott.
– Sólo somos una pareja que sale a dar un paseo nocturno -bromeó Hope a pesar del dolor-. A la izquierda en la esquina; el coche está a media calle.
Cada paso parecía más lento que el anterior. Scott no sabía qué haría si se acercaba un coche, o si alguien salía y los veía. A lo lejos oyó perros ladrando. Mientras rodeaban tambaleándose la esquina, como si fueran una pareja achispada, vio el coche. La fiesta de la casa cercana estaba en su apogeo.
Reuniendo fuerzas de flaqueza, Hope consiguió enderezarse con un esfuerzo supremo.
– Ponme al volante -dijo con decisión.
– No puedes conducir -dijo Scott-. Necesitas ir a un hospital.
– Sí, pero no aquí -respondió ella.
Hope estaba calculando, tratando de conservar la cabeza despejada, aunque el dolor lo hacía difícil.
– Las malditas matrículas -masculló-. Vuelve a cambiarlas.
Eso confundió a Scott. No entendía a qué venía eso, cuando llevarla a urgencias parecía lo único importante.
– Pero… -repuso.
– ¡Hazlo!
La ayudó a sentarse al volante, como ella había pedido. Luego cogió la bolsa con las matrículas y, respirando hondo y tras dirigir una mirada a la casa donde se celebraba la fiesta, las cambió tan rápidamente como pudo. Cogió las robadas y las metió en la mochila junto con la pistola y la pequeña toalla manchada de gasolina y sangre, ambas en una bolsa de plástico.
Volvió al lado del conductor. Hope, que había metido la llave en el contacto, se demudó de dolor al quitarse la cinta de tobillos y muñecas y los dos pares de guantes. Se lo entregó todo a Scott. Él se quedó sin saber qué hacer, mientras ella se arrancaba el cuchillo de un tirón.
– ¡Dios! -gimió. Echó atrás la cabeza y estuvo a punto de desmayarse, pero una segunda oleada de dolor la mantuvo consciente. Inhaló bruscamente.
– Tengo que llevarte a un hospital -repitió Scott.
– Iré sola -repuso Hope-. Tú tienes demasiadas cosas que hacer. -Señaló el cuchillo-. Me lo quedaré yo -dijo, y lo dejó caer al suelo del coche y con el pie lo empujó bajo el asiento.
– Yo podría deshacerme de él.
A Hope le costaba pensar, pero negó con la cabeza.
– Deshazte de esas cosas, y de las matrículas, en algún sitio donde no las relacionen con este coche -dijo. Intentaba recordarlo todo, organizarse, pero el dolor le nublaba el raciocinio. Ojalá Sally estuviera allí, pues no le pasaría por alto ningún detalle. Era buena en eso, pensó Hope. Se volvió hacia Scott, y trató de verlo como si fuera parte de Sally, cosa que, imaginó, había sido en el pasado-. Muy bien -prosiguió-. Seguiremos con el plan. Estoy bien para conducir. Haz lo que tengas que hacer… -Señaló la mochila con la pistola.
– No puedo dejarte -contestó él-. Sally nunca me perdonaría.
– No tendrá oportunidad de perdonarte si no te marchas. Ya vamos con retraso. Lo que tienes que hacer ahora es crucial.
– ¿Estás segura?
– Sí -dijo Hope, aunque no estaba segura de nada-. Vete. Vete ahora.
– ¿Qué le digo a Sally?
Una docena de pensamientos cruzaron la mente de Hope.
– Dile que estaré bien. La llamaré más tarde.
– ¿Estás segura? -Miró la herida de su costado y el negro mono de mecánico manchado de sangre.
– No es tan malo como parece -mintió ella-. Vete, antes de que lo estropeemos todo.
La idea de que, después de todo lo que había hecho, pudieran fracasar la martirizaba. Agitó la mano hacia Scott.
– Vete.
– De acuerdo -respondió él, y se irguió dando un paso atrás.
– Oh, Scott -añadió ella.
– ¿Sí?
– Gracias por acudir en mi ayuda.
Él asintió.
– Tú hiciste el trabajo difícil -dijo. Cerró la puerta y vio cómo Hope se inclinaba y ponía el coche en marcha.
Se retiró mientras ella arrancaba y contempló cómo el coche se perdía calle abajo, solo en la oscuridad hasta que las luces traseras desaparecieron. Entonces se echó la mochila a la espalda y corrió hacia la parada del autobús. Sabía que iba con retraso y podía ser desastroso, pero aún tenía que cumplir con el resto de su misión. No estaba seguro de lo que iba a hacer Hope el resto de la noche, pero la suerte de todos la acompañaría, aunque en realidad esa noche hacía falta suerte también en otros sitios.
Sally estaba aparcada en un centro comercial, esperando a Scott. Consultó su reloj y comprobó el cronómetro. Cogió el móvil y pensó si llamar o no, pero decidió abstenerse. Estaba a tres cuartos de hora de Boston, cerca de la interestatal, un lugar elegido por los mismos motivos que el lugar donde se reunió con Hope para entregarle la pistola, pero diferente, pues proporcionaría a Scott acceso fácil para volver al oeste de Massachusetts.
Se apoyó en el reposacabezas y cerró los ojos. No se permitiría torturarse repasando todos los posibles desastres que podían haber ocurrido esa noche. Eran neófitos en el arte de matar, pensó. Puede que cada uno tuviera la experiencia que hizo que la planificación, la organización y la concepción de la muerte parecieran manejables y factibles, pero, en lo referente a la ejecución del plan, eran novatos absolutos. Ningún profesional lo habría hecho así. El plan era demasiado errático, azaroso y dependiente de que cada uno realizara eficazmente ciertas tareas. Esa era la base de todo, pensó.
Las personas responsables y educadas no harían algo así. Sólo los drogadictos o los violentos podían ascender los peldaños de la criminalidad hasta el asesinato.
Cerró los ojos con fuerza.
Tal vez su convicción de que podrían llevar a buen puerto un asesinato no era más que una fantasía. Imaginó a Scott y a Hope esposados, rodeados de policías. El padre de O'Connell estaría haciendo una declaración, y ella sería la siguiente, en cuanto Scott o Hope se derrumbaran durante el interrogatorio.
Y Ashley, incluso con Catherine a su lado, se enfrentaría sola a un horroroso futuro con Michael O'Connell.
Abrió los ojos y escrutó el aparcamiento teñido de luz verde.
Ni rastro de Scott.
Hope debería estar camino de casa.
Michael O'Connell estaría en algún arcén, tratando de reparar el pinchazo o esperando una grúa. Estaría furioso y se preguntaría qué demonios estaba pasando. Lo único que no esperaba era quedar atrapado en una representación donde él era un actor importante. Sally sonrió. Pensó que el papel que se había interpretado sin saltarse una línea ni dar un paso en falso había sido el de O'Connell, y él ni siquiera lo sabía. Lo estaban ahogando y ni siquiera era consciente de ello.