– ¿Qué es esto? -pregunté mientras me entregaba el papel.
– Después de que hayas hecho lo necesario, ve a este sitio a esta hora y lo comprenderás.
Cogí el papel, lo miré y me lo guardé en el bolsillo.
– Tengo unas fotografías -dijo-. Ahora las guardo en los cajones. Cuando las saco, lloro con desconsuelo, y eso no es bueno, ¿verdad? Pero deberías ver un par de ellas…
Se volvió hacia el mueble, abrió un cajón, rebuscó y finalmente sacó una foto. La miró con ternura.
– Toma -dijo, con la voz algo quebrada-. Ésta es tan buena como cualquier otra. La hicieron después del campeonato estatal, poco antes de que ella cumpliera dieciocho años.
Había dos personas en la foto. Una adolescente sonriente y perdida de barro, alzando un trofeo dorado por encima de la cabeza, mientras un hombretón calvo, claramente su padre, la cogía en brazos. Sus rostros brillaban con esa inconfundible alegría de la victoria tras el sacrificio. La foto parecía estar viva, y durante un instante casi pude imaginar los vítores y las voces entusiastas y las lágrimas de felicidad que debieron de acompañar ese momento.
– Yo hice esa foto -dijo ella-. Y la verdad es que me gustaría salir también. -De nuevo inspiró profundamente-. Nunca recuperaron su cuerpo, ¿sabes? Pasaron varios días antes de que alguien encontrara su coche y hallara la nota en el salpicadero. Y hubo una gran tormenta al día siguiente, una de esas tormentas propias de finales de otoño, lo que impidió su búsqueda con equipos de buceo. Las olas fueron muy fuertes por toda la costa aquel noviembre, y debieron de arrastrarla kilómetros mar adentro. Al principio casi no pude soportarlo, pero a medida que pasó el tiempo comprendí que quizá fue lo mejor. Eso me permitió recordarla en momentos mejores. Me preguntaste por qué te he contado esta historia, ¿verdad?
– Así es.
– Por dos motivos. El primero, porque ella fue más valiente de lo que nadie podía esperar, y quiero que se sepa. -Catherine sonrió tras las lágrimas y señaló el bolsillo donde me había guardado el papel.
– ¿Y el segundo motivo?
– Te quedará claro muy pronto -dijo.
Los dos guardamos silencio y ella sonrió.
– Una historia de amor -repitió-. Una historia de amor alrededor de la muerte.
El decorado difiere, dependiendo de la antigüedad de la prisión, y cuánto dinero esté dispuesto el estado a invertir en tecnología penal moderna. Pero, quitando las luces, los detectores de movimiento, los ojos electrónicos y los monitores de vídeo, una prisión sigue siendo lo mismo de siempre: cerrojos.
Me cachearon en una antesala, primero con una vara electrónica y luego a la manera clásica. Me pidieron que firmara una declaración de que si por algún motivo me tomaban como rehén renunciaba a que el estado adoptara medidas extraordinarias para rescatarme. Inspeccionaron mi maletín. Examinaron todos los bolígrafos que llevaba, así como las hojas de mi cuaderno de notas, para asegurarse de que no intentaba colar algo entre las páginas. Luego me condujeron por un largo pasillo, a través de puertas de cierre electrónico. El guardia me condujo hasta una sala pequeña, al lado de la biblioteca de la prisión. Normalmente, se usaba para los encuentros entre los reclusos y sus abogados, pero un escritor en busca de una historia merecía el mismo trato.
Había brillantes luces en el techo y una sola ventana que daba a una cerca de alambre de espino y un trozo de cielo azul. Una recia mesa de metal y sillas plegables eran el único mobiliario. El guardia me indicó que me sentara y luego señaló una puerta lateral.
– Vendrá dentro de un minuto. Recuerde, puede darle un paquete de cigarrillos, si lo ha traído, pero nada más. ¿De acuerdo? Puede estrecharle la mano, pero ése será todo el contacto físico. Según las reglas fijadas por el Tribunal Supremo del estado, no se nos permite escuchar su conversación, pero esa cámara de ahí arriba en el rincón -señaló el otro extremo de la sala-, bueno, grabará todo el encuentro. Incluyéndome a mí dándole este aviso. ¿Entendido?
– Claro.
– Podría ser peor -dijo-. Somos más amables que en otros estados. Imagine cómo lo tratarían en Georgia, Texas o Alabama.
Asentí.
– ¿Sabe?, el monitor es también para su protección -añadió-. Tenemos a algunos tipos aquí dentro que probablemente le rajarían la garganta si dice algo que no debe. Así que vigilamos de cerca esta clase de entrevistas.
– Lo tendré en cuenta.
– Pero no tiene que preocuparse. En este lugar, O'Connell se comporta como todo un caballero. Lo único que hace es insistir en su inocencia.
– ¿Eso dice?
El guardia sonrió mientras la puerta se abría y Michael O'Connell, esposado, con una camisa azul y vaqueros oscuros, era escoltado al interior de la habitación.
– Es lo que dicen todos -observó el guardia, y se acercó a quitarle las esposas.
Nos estrechamos la mano y nos sentamos uno frente al otro en la mesa. Él se había dejado barba y cortado el pelo al cepillo. Había algunas arrugas alrededor de sus ojos que supuse no existían unos años atrás. Coloqué la libreta delante de mí, y jugueteé con un lápiz mientras él encendía un cigarrillo.
– Mal hábito -comentó-. Empecé aquí.
– Puede matarlo -respondí.
Él se encogió de hombros.
– En este sitio muchas cosas pueden matarte. Miras mal a un tipo, y te mata. Dígame, ¿a qué ha venido?
– He estado examinando el crimen por el que cumple condena -dije con cautela.
Él alzó las cejas.
– ¿De veras? ¿Quién lo envía?
– No me envía nadie. Estoy interesado.
– ¿Y cómo se interesó?
No supe muy bien qué responder. Sabía que iba a hacerme esta pregunta, pero no había preparado ninguna respuesta. Me eché un poco hacia atrás, y dije:
– Oí algo en una fiesta, y me picó la curiosidad. Investigué un poco y decidí hablar con usted.
– Yo no lo hice, ¿sabe? Soy inocente.
Asentí con la cabeza, esperando que continuara. El estudió mi reacción, dando una larga calada al cigarrillo, y exhaló un poco de humo en mi dirección.
– Le han enviado ellos, ¿verdad? -preguntó.
– ¿A quién se refiere?
– Los padres de Ashley, y sobre todo ella misma. ¿Le han enviado para asegurarse de que sigo aquí, entre rejas?
– No. No me envía nadie. He venido por cuenta propia. Nunca he hablado con esas personas.
– Claro, seguro que no -repuso él, y soltó una risotada-. ¿Cuánto le pagan?
– Nadie me paga.
– Ya. Y hace esto gratis… Malditos puñeteros hijos de puta -masculló-. Creí que me dejarían en paz.
– Puede creer lo que quiera.
Él pareció reflexionar un momento, luego se inclinó hacia mí.
– Dígame -dijo despacio-. Cuando se reunió con ellos, ¿qué dijo Ashley?
– No me he reunido con nadie -mentí, y supe que él lo sabía.
– Descríbamela -pidió. De nuevo se inclinó hacia delante, como impulsado por la fuerza de sus preguntas, con una súbita ansiedad en cada palabra-. ¿Qué llevaba puesto? ¿Se ha cortado el pelo? Hábleme de sus manos. Tiene dedos largos y delicados. ¿Y sus piernas? Largas y bien torneadas, ¿eh? No se ha cortado el pelo, ¿verdad? Ni teñido. Espero que no.
Su respiración se había acelerado y pensé que podía estar excitado.
– No puedo decírselo. Nunca la he visto. No sé quién es.
Él dejó escapar un largo suspiro.
– ¿Por qué me hace perder el tiempo con mentiras? -replicó. Entonces ignoró su propia pregunta y dijo-: Bueno, cuando la conozca, verá exactamente de qué estoy hablando. Exactamente.
– ¿Ver qué?