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– Por qué nunca la olvidaré.

– Incluso aquí dentro. ¿Durante años?

Él sonrió.

– Incluso aquí dentro. Durante años. Todavía puedo visualizarla de cuando estuvimos juntos. Es como si siempre estuviera conmigo. Incluso puedo sentir sus caricias.

Asentí.

– ¿Y los otros nombres que ha mencionado?

Sonrió de nuevo, pero esta vez con malicia.

– No los olvidaré tampoco. -Torció la boca en una especie de mueca-. Lo hicieron ellos, ¿sabe? No sé cómo, pero lo hicieron. Ellos me metieron en este agujero. No tenga dudas. Cada día pienso en ellos. Cada hora. Cada minuto. Nunca olvidaré lo que consiguieron hacerme.

– Pero usted se declaró culpable -respondí-. En un tribunal. Delante de un juez, juró decir la verdad y declaró que había cometido el crimen.

– Eso fue cuestión de conveniencia. No tuve más remedio. Si me hubieran condenado por homicidio en primer grado, me habrían caído entre veinticinco años y la perpetua. Al declararme culpable, recorté siete años o más y tengo opción de solicitar la libertad bajo fianza. Cumpliré mi sentencia. Y luego saldré de aquí y arreglaré las cosas. -Volvió a sonreír-. ¿No es lo que esperaba oír?

– No tenía ninguna expectativa.

– Estábamos hechos para estar juntos -dijo-. Ashley y yo. Nada ha cambiado. El hecho de que tenga que pasarme unos años aquí dentro no cambia las cosas. Es sólo tiempo, y el tiempo pasa. Luego sucederá lo inevitable. Llámelo destino, llámelo sino, pero es como es. Puedo ser paciente. Y luego la encontraré.

Asentí. Lo creía. Él se acomodó en su asiento y miró la cámara de seguridad, aplastó el cigarrillo, sacó un paquete arrugado del bolsillo de la camisa y encendió otro.

– Es una adicción -dijo, mientras el humo resbalaba entre sus labios-. Es casi imposible dejarlo, o eso dicen. Peor que la heroína o incluso la cocaína o el crack. -Soltó una risita-. Supongo que soy una especie de drogadicto.

Entonces me miró fijamente.

– ¿Ha sido adicto a algo? ¿O a alguien?

No respondí.

– ¿Quiere saber si maté a mi padre? Pues no, no lo maté -dijo, envarado-. Condenaron al hombre equivocado.

«Una información que tenía que transmitir.»

Eso me había dicho ella, estaba seguro. No tardé en comprender a qué se refería.

Aparqué en el camino de acceso y salí del coche. El calor del día había aumentado. Imaginé que empujar las ruedas de aquella silla una tarde calurosa de verano sería particularmente difícil.

Llamé a la puerta de Will Goodwin y esperé. El jardín que había visto semanas antes había florecido en hileras ordenadas y coloridas, como una parada militar. Oí la silla rozando el suelo de madera, y entonces la puerta se abrió.

– ¿Señor Goodwin? No sé si me recuerda. Estuve aquí hace unas semanas…

Él sonrió.

– Claro. El escritor. No creí que fuera a volver a verlo. ¿Tiene más preguntas que hacerme?

Goodwin sonreía. Advertí algunos cambios en él desde la anterior vez: el pelo más largo, y la hendedura de su frente, donde lo había golpeado el tubo, parecía haberse suavizado un poco y quedaba más oculta por la maraña de rizos. También se había dejado barba, de modo que su mandíbula transmitía cierta determinación.

– ¿Cómo está? -pregunté.

Él hizo un gesto con la mano, señalando la silla.

– La verdad, señor escritor, he dado algunos pasos. Mi memoria va recuperándose, gracias por preguntar. No recuerdo nada de la agresión, claro. Eso está perdido, y dudo que vuelva jamás. Pero las clases, los estudios, los libros leídos, algo va volviendo cada día. Así que al menos estoy en moderado ascenso, por así decirlo. Tal vez pueda hacer algo en el futuro…

– Me alegro.

Sonrió, giró un poco la silla, equilibrándose, y se inclinó hacia mí.

– Pero ése no es el motivo por el que está aquí, ¿verdad?

– Pues no.

– ¿Ha descubierto algo? ¿Sobre mi atraco?

Asentí. Sus modales tranquilos y afables cambiaron de inmediato.

– ¿Qué? Dígame. ¿Qué ha descubierto?

Vacilé. Sabía lo que debía hacer. Me pregunté si esto era lo que pasaba por la mente de un juez cuando oía el veredicto del jurado. Culpable. Hora de pronunciar la sentencia.

– Sé quién lo hirió -respondí. Lo observé en busca de una reacción. No tardó en producirse. Fue como si una sombra hubiera caído sobre sus ojos, aumentando el espacio que nos separaba. Negra oscuridad y rancio odio. Su mano tembló y apretó los labios.

– ¿Ha descubierto quién me hizo esto?

– Sí. El problema es que lo que he averiguado no es útil para la policía, no es la clase de información con la que se puede crear un caso, y desde luego no llegaría a ningún tribunal…

– Pero… ¿lo sabe? ¿Lo sabe con seguridad?

– Sí. Estoy absolutamente seguro, más allá de la duda razonable. Pero, repito, no le servirá de nada a la policía.

– Dígame -susurró con toda la rabia que acumulaba-. ¿Quién me hizo esto?

Busqué en mi maletín y saqué una fotocopia de las fotos de la ficha de Michael O'Connell y se la entregué. «Dos motivos», me había dicho Catherine. Y éste era el segundo.

– ¿Este hombre?

– Sí.

– ¿Dónde está?

Le tendí otro papel.

– En prisión. Aquí tiene la dirección, su número de identificación como recluso, datos sobre la sentencia que cumple, y la fecha en que podrá solicitar la libertad condicional. Es dentro de muchos años, pero ahí la tiene, junto con un número de teléfono donde puede conseguir más información, si quiere.

– ¿Y está seguro? -volvió a preguntar.

– Sí. Al ciento por ciento.

– ¿Por qué me lo cuenta?

– Supongo que tiene derecho a saberlo.

– ¿Cómo lo ha averiguado?

– Por favor, no me pregunte eso.

Hizo una pausa, luego asintió.

– Vale. Está bien. -Will Goodwin miró primero la foto y luego el papel-. Un sitio duro esta prisión, ¿eh?

– Sí. Eso dicen.

– Ahí dentro puede pasar cualquier cosa, ¿verdad?

– Así es. Pueden matarte por un paquete de cigarrillos. Él mismo me lo dijo.

Asintió.

– Ya. Imagino que así es. -Me miró sin verme un segundo, y añadió-: Da que pensar.

Di un paso atrás, dispuesto a marcharme, pero de pronto me pregunté qué acababa de hacer.

Vi que Will Goodwin estaba rígido, y que sus brazos aferraban la silla cargados de tensión.

– Gracias -empezó lentamente, y pronunció cada palabra con el peso de la crueldad de lo que O'Connell le había hecho-. Gracias por acordarse de mí. Gracias por darme esto.

– He de irme -dije, pero lo que estaba dejando allí no se iría nunca.

– Sólo una pregunta más -dijo él.

– Claro.

– ¿Sabe por qué me hizo esto?

Tomé aliento.

– Sí, lo sé.

Una vez más, su rostro se demudó y su labio inferior tembló.

– Bien… ¿por qué? -Apenas pudo pronunciar las palabras.

– Porque besó usted a la chica equivocada.

Él pareció respirar con dificultad, como si se hubiera quedado sin aire. Pude verlo asimilar la información.

– Porque besé…

– Sí. Sólo una vez. Un solo beso.

Vaciló, como si de repente hubiera docenas de preguntas que quisiera formular. Pero no lo hizo. Se limitó a sacudir la cabeza. Su mano se había tensado sobre la rueda de la silla, con los nudillos blancos, y en su interior estaba arraigando la ira más fría que jamás había visto.

El papel que Catherine me había dado me condujo a una calle, delante de un gran museo de arte en una ciudad que no era Boston ni Nueva York. Eran más de las cinco de la tarde, el tráfico abarrotaba las calles y las aceras estaban repletas de gente que volvía a casa. El sol empezaba a ocultarse tras los edificios de oficinas y ya se oían los primeros acordes de la sinfonía de cada tarde en la vida urbana. Cláxones de coches, motores de autobuses y el apresurado murmullo de voces. Me detuve al pie de unas amplias escalinatas y la marea de gente se dispersó a mi alrededor, como si yo fuera una roca en medio de la corriente y el agua pasara a cada lado. Mantuve la mirada fija al frente, observando las escalinatas, inseguro de lograr reconocerla. Pero cuando la vi, no tuve ninguna duda; la verdad, no sé por qué lo supe con aquella certeza. Había muchas jóvenes que salían del museo a esa hora, y todas tenían ese aspecto típico del final de la jornada, con bolsas o mochilas al hombro. Todas eran sorprendentes, todas atractivas, mágicas. Pero Ashley parecía destacar en todo. La rodeaban varias jóvenes que salían también, hablando ansiosamente. La observé mientras bajaba hacia mí. Pareció como si la luz del ocaso y la suave brisa le alborotaran el pelo y la hicieran reír. Cuando pasó flotando junto a mí, quise susurrar su nombre y preguntarle si lo que veía ante sí merecía la pena después de lo que había ocurrido, pero supe que era la pregunta más injusta, porque la respuesta se hallaba en algún lugar del futuro.