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Regresó al dormitorio y se vistió. Tuvo un impulso apremiante de ponerse algo nuevo, algo diferente, algo que no le resultara familiar. Metió el ordenador portátil en la mochila y comprobó si tenía dinero en la cartera. Su plan para el día era más o menos el de siempre: dirigirse al ala del museo donde estaba la biblioteca y estudiar un poco entre las estanterías de historia del arte, antes de ir a su trabajo. Tenía más de un ejercicio que necesitaba pulir, y pensaba que sumirse en textos y reproducciones de grandes cuadros la ayudaría a desterrar de su mente a Michael O'Connell.

Cogió las llaves y abrió la puerta que daba al pasillo. Entonces se detuvo, presa de un súbito y horrible escalofrío: enfrente de la puerta, apoyadas contra la pared, había una docena de rosas.

Rosas muertas. Marchitas y decrépitas.

En ese momento un pétalo rojo sangre, casi ennegrecido ya, se desprendió y cayó al suelo, como impulsado no por una ráfaga de viento, sino por la mirada de Ashley. Quedó absorta en aquella agorera imagen.

Sentado a su escritorio en el pequeño despacho de la facultad, Scott jugueteaba con el lápiz que tenía en la mano derecha y reflexionaba sobre cómo indagar en la vida de su hija casi adulta sin que se notase. Si Ashley fuera todavía una adolescente, o una niña, podría haberle exigido que le contara lo que quería, aunque provocara lágrimas y la clásica dinámica negativa padre-hijo. Ashley estaba justo entre la juventud y la edad adulta, y él no sabía cómo actuar. A cada segundo de indecisión, su preocupación aumentaba.

Tenía que ser sutil pero eficaz.

A su alrededor había estanterías repletas de libros de historia y una reproducción enmarcada de la Declaración de Independencia. Había fotografías de Ashley que asomaban en el rincón de la mesa y en la pared frente al escritorio. La más sorprendente la mostraba en un partido de baloncesto en el instituto, el rostro concentrado, la coleta dorado-rojiza ondeando mientras saltaba para arrebatar el balón a dos adversarias. Scott también tenía una foto guardada en el cajón superior del escritorio. Era una foto suya de cuando tenía veinte años, apenas un poco más joven que su hija ahora. Estaba sentado en una caja de municiones, junto a un brillante montón de balas, justo detrás de un cañón de 125 mm. Con el casco a los pies, fumaba un cigarrillo, lo cual, dada la proximidad de tantos explosivos no parecía una buena idea. Tenía una expresión vacía y agotada. A veces pensaba que aquella foto era probablemente su único recuerdo real de su paso por la guerra. La había mandado enmarcar, pero nunca la había colgado. Nunca se la había mostrado a Sally, ni siquiera cuando estaban esperando a Ashley y creían estar enamorados. ¿Alguna vez Sally le había preguntado por su experiencia en la guerra? Scott se agitó en el asiento. Pensar en su propio pasado lo ponía nervioso. Le gustaba considerar la historia de los demás, no la suya.

Se meció adelante y atrás.

Empezó a repasar mentalmente las palabras de aquella carta. Al hacerlo, tuvo una idea.

Una de sus cualidades buenas y malas era su incapacidad para deshacerse de tarjetas de visita y papeles con nombres y números de teléfono. Una pequeña obsesión como otra cualquiera. Pasó casi media hora rebuscando en los cajones del escritorio y los archivadores, pero por fin encontró lo que buscaba. Rogó que el teléfono móvil siguiera operativo.

A la tercera señal, una voz ligeramente familiar contestó:

– ¿Sí?

– ¿Susan Fletcher?

– Sí. ¿Quién lo pregunta?

– Susan, soy Scott Freeman, el padre de Ashley… ¿La recuerdas de tus dos primeros años…?

Hubo una breve vacilación al otro lado, y luego:

– El señor Freeman, claro. Ha pasado un par de años…

– El tiempo pasa deprisa, ¿verdad?

– Y que lo diga. Cielos, ¿cómo está Ashley? Hace meses que no la veo…

– La verdad es que llamaba por eso.

– ¿Hay algún problema?

Scott vaciló.

– Podría haberlo.

Susan Fletcher era un torbellino de mujer, siempre con media docena de ideas y proyectos entre su cabeza, su mesa y su ordenador. Era pequeña, morena, concentrada hasta lo indecible e infinitamente enérgica. En cuanto se graduó, el First Boston Bank se puso en contacto con ella y actualmente trabajaba en la división de planificación financiera.

Ahora se encontraba delante de la ventana de su cubículo, viendo cómo un avión tras otro aterrizaba en el aeropuerto Logan. La conversación con Scott Freeman la había inquietado un poco, y no estaba completamente segura de cómo actuar, aunque le había dicho que se haría cargo de la situación.

Susan apreciaba a Ashley, aunque habían pasado casi dos años desde la última vez que hablaron. Les tocó compartir habitación en su primer año en la universidad, un poco sorprendidas por lo distintas que eran, pero luego se sorprendieron aún más cuando descubrieron que se llevaban bastante bien. Estuvieron juntas un segundo año y luego las dos se fueron a vivir fuera del campus. Esto las distanció bastante, aunque en sus esporádicos encuentros se sentían cómodas y no les costaba sincerarse. Ahora tenían poco en común: si tuviera que rellenar el test de la novia, ¿habría invitado a Ashley a su boda? La respuesta era no. Pero sentía un gran afecto por su ex compañera de habitación. Al menos, eso pensaba.

Miró el teléfono.

Por algún motivo, se sentía incómoda con la petición del padre de Ashley. Al nivel más sencillo, le parecía que iba a ser como espiar. Por otro lado, podía no ser más que una exagerada preocupación paterna. Podía hacer una llamada, cerciorarse, volver a llamar al señor Freeman y asunto concluido. Además, tendría ocasión de ponerse en contacto con una amiga, lo que nunca era una mala idea.

Si había alguna situación tensa, imaginó que sería entre Ashley y su padre. Así que, con un leve resquemor, cogió el teléfono, contempló una vez más las primeras vetas de oscuridad deslizándose por la bahía, y marcó el número de Ashley.

Sonó cinco veces antes de que lo cogieran, cuando Susan ya creía que tendría que dejar un mensaje.

– ¿Sí?

La voz de su amiga sonó cortante, cosa que sorprendió a Susan.

– Eh, chica-libre, ¿cómo te va?

Era el apodo de Ashley en el primer año de universidad. El único curso que habían compartido fue un seminario sobre la mujer en el siglo XX, y una noche acordaron, después de un par de cervezas, que su apellido free-man, hombre libre, era machista e inadecuado, pero que free-woman o mujer libre sonaba pretencioso, mientras que aquello de chica-libre encajaba bastante bien.

Ashley esperaba en la calle ante el restaurante Yunque y Martillo, el cuello de la chaqueta subido contra el viento, el frío de la acera traspasando los zapatos. Sabía que llegaba un par de minutos antes de la hora fijada. Susan nunca llegaba tarde; no entraba en su naturaleza retrasarse. Ashley miró el reloj y en ese momento oyó un claxon a unos metros de ella.

La radiante sonrisa de Susan Fletcher penetró la noche que ya caía cuando bajó la ventanilla.

– ¡Eh, chica-libre! -exclamó con entusiasmo-. No pensarías que iba a hacerte esperar, ¿no? Entra y coge una mesa. Voy a aparcar.

Ashley asintió y vio cómo Susan continuaba calle arriba. «Un bonito coche nuevo», pensó. Rojo. La vio entrar en un aparcamiento a una manzana de distancia y entonces se encaminó al restaurante.

Susan subió hasta la tercera planta, donde había menos coches, y dejó el Audi nuevo en un espacio donde era improbable que nadie aparcara al lado y le abollara la puerta. El coche sólo tenía dos semanas, medio regalo de sus orgullosos padres, medio regalo a sí misma, y desde luego no iba a dejar que el jaleo del centro de Boston le produjera el menor daño.

Conectó la alarma y luego se dirigió al restaurante. Se movió con rapidez, bajó por las escaleras en vez de esperar el ascensor y en unos minutos estuvo en el Yunque y Martillo. Se quitó el abrigo y se acercó a la mesa donde Ashley la esperaba con dos altos vasos de cerveza.