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Así que, tras dejarle un breve mensaje («Sólo quería saber cómo van las cosas»), se sentó y se preocupó por si debería estar preocupado. Después de unos minutos sintiendo el pulso acelerado, se levantó y se paseó por el pequeño despacho. Luego se sentó y se puso a responder los e-mails de algunos estudiantes. También imprimió un par de trabajos. Estaba intentando perder el tiempo en un momento en que no estaba seguro de tener tiempo que perder.

No pasó mucho antes de que volviera a reclinarse en el sillón de su escritorio, meciéndose suavemente adelante y atrás, mientras evocaba imágenes del pasado. Una vez, cuando Ashley tenía poco más de un año, contrajo una fuerte bronquitis, y la temperatura le subió de golpe y no podía dejar de toser. Él la acunó en brazos toda la noche, tratando de arrullarla y calmarle la tos. Respiraba cada vez con mayor dificultad. A las ocho de la mañana llamó a la consulta del pediatra y le dijeron que fuera de inmediato. El médico examinó a Ashley, le auscultó el pecho, y luego exigió saber fríamente por qué no la habían llevado antes a urgencias.

– ¿Pensaban que abrazándola toda la noche iba a ponerse mejor? -le dijo.

Scott no respondió, pero, sí, había pensado que abrazándola se recuperaría.

Naturalmente, los antibióticos fueron una solución mejor.

Cuando Ashley empezó a repartir su tiempo entre las casas de sus padres, Scott permanecía despierto en su cuarto, caminando de un lado a otro, incapaz de no imaginarse lo peor: accidentes de tráfico, atracos, drogas, alcohol, sexo… todos los desagradables inconvenientes de crecer. Sabía que Sally estaba dormida en su cama aquellas noches en que la adolescente Ashley andaba por ahí rebelándose contra Dios sabe qué. Sally siempre tenía problemas para enfrentarse al agotamiento que provoca la preocupación. Parecía creer que durmiendo lograría anular la tensión y su causa, como si nunca hubiera existido.

Odiaba esa actitud de su ex mujer. Siempre se había sentido solo, incluso antes de divorciarse.

Jugueteó con un lápiz entre los dedos, hasta que por fin lo partió por la mitad. Inspiró hondo. «¿Pensaban que abrazándola toda la noche iba a ponerse mejor?»

Scott se dijo que angustiarse pasivamente era inútil. Tenía que hacer algo, aunque se equivocara por completo.

Ashley llegó a su trabajo unos diez minutos antes de lo normal, impulsada por la furia, su habitual caminar tranquilo sustituido por un paso ligero, la mandíbula apretada, preocupada por O'Connell. Observó un momento las enormes columnas dóricas que señalaban la entrada al museo y luego se volvió para contemplar la calle. El sitio donde trabajaba pertenecía a su mundo, no al de Michael O'Connell. Se sentía cómoda entre las obras de arte, las comprendía, percibía la energía tras cada pincelada. Los lienzos, como el museo, eran enormes y ocupaban grandes zonas de pared. Intimidaban a muchos visitantes, empequeñeciendo a todo aquel que se detenía ante ellos.

Sintió un atisbo de satisfacción. Era el lugar perfecto para librarse de los grotescos reclamos amorosos de Michael O'Connell. Aquí todo era de ella. Nada era de él. El museo haría parecer ridículo y patético a aquel obseso. Esperaba que su reunión fuera rápida y relativamente indolora para ambos.

Repasó mentalmente la actitud que pensaba mostrar: educada pero inflexible, afable pero fuerte. Nada de quejas con voz partida. Nada de gimoteantes «por favor» y «déjame en paz». Directa y al grano. Fin de la historia. Se acabó.

Ningún debate sobre el amor. Ninguna discusión sobre expectativas futuras. Nada sobre aquella noche. Nada sobre los e-mails. Nada sobre las flores muertas. Nada que ampliase las pocas cosas que los relacionaban. Nada que él pudiera tomar como una crítica. Sería una ruptura limpia y sin complicaciones. Sólo: lo siento, pero se acabó, adiós para siempre.

Incluso se permitió imaginar que, cuando terminara ese desagradable encuentro, quizá Will Goodwin la llamaría. La sorprendía que aún no lo hubiera hecho. Ashley no estaba acostumbrada a que los chicos no volvieran a llamarla, así que se sentía un poco insegura al respecto. Pensó un poco en Will mientras se dirigía a las oficinas del museo, saludando con la cabeza a la gente que conocía y respirando la benigna normalidad del día.

A la hora del almuerzo, se encaminó a la cafetería, se sentó a una mesa y pidió un botellín de agua con gas, pero nada de comer. Se había colocado de forma que pudiera ver a O'Connell cuando subiera por las escalinatas del museo y cruzara las grandes puertas de cristal de la entrada. Miró la hora, la una en punto, y se preparó, sabiendo que él sería puntual.

Sintió un pequeño temblor en las manos y un leve sudor en las axilas. Se recordó: nada de besos en la mejilla ni apretones de manos. Ningún contacto físico. «Sólo señálale el asiento de enfrente y compórtate con sencilla normalidad. No te desvíes.»

Sacó un billete de cinco dólares para pagar el importe del agua y se lo guardó en el bolsillo, donde pudiera sacarlo rápidamente. Si tenía que levantarse y marcharse, pagaría su consumición. Se felicitó por tomar esa precaución. No quería deberle ni una botella de agua.

«¿Algo más?», se preguntó. Ningún cabo suelto. Se sentía nerviosa pero segura. Miró por los ventanales, esperando verlo. Aparecieron un par de parejas, luego una familia, los jóvenes padres arrastrando a un majadero crío de cinco o seis años. Una extraña pareja de hombres mayores subía lentamente las escalinatas, haciendo altos para descansar. Ashley observó la acera y la calle al fondo. Ni rastro de Michael O'Connell.

A la una y diez empezó a preocuparse.

A la una y cuarto el camarero se acercó y con firme amabilidad le preguntó si iba a pedir algo más.

A la una y media supo que él no iba a venir. De todas maneras, esperó.

A las dos dejó los cinco dólares sobre la mesa y salió del restaurante.

Echó una última mirada alrededor, en vano. Sintiendo un sombrío vacío en su interior, volvió al trabajo. Cuando llegó a su mesa, cogió el teléfono, pensando llamarlo para pedirle una explicación.

Sus dedos vacilaron.

Por un instante se le ocurrió que tal vez él se había acobardado. ¿Acaso por fin había aceptado que no tenía nada que hacer? «Tal vez ya ha salido de mi vida para siempre», pensó con una súbita sensación de triunfo. En ese caso, la llamada era innecesaria, y de hecho estropearía el éxito obtenido.

No creía que pudiera tener tanta suerte, pero desde luego era una posibilidad. Sintió un delicioso y reparador alivio.

Así pues, volvió al trabajo, tratando de ocupar su cabeza con la monotonía de la rutina.

Ashley trabajó hasta tarde, bastante más de lo necesario.

Llovía cuando salió del museo. Era una fría lluvia que hacía resonar un tamborileo de soledad en la acera. Ashley se puso una gorra de lana y se cerró el abrigo al salir, la cabeza gacha. Bajó con cuidado la resbaladiza escalinata y echó a andar por la calle cuando sus ojos captaron un reflejo de neón rojo en una tienda frente a ella. Las luces parecieron mezclarse con los faros de un automóvil que pasó de largo. Ashley no estuvo segura de por qué sus ojos se dirigieron hacia allí, pero vio una figura fantasmal.

Inclinado, mitad en la luz y mitad en las sombras, Michael O'Connell esperaba.

Ella se detuvo bruscamente.

Sus ojos se encontraron.

Él llevaba una gorra oscura y una cazadora verde estilo militar. Parecía anónimo y oculto, pero al mismo tiempo llamaba la atención con una extraña intensidad.

Ashley sintió un retortijón en el estómago y jadeó en busca de aire.

Él no hizo ningún gesto. Nada que indicara que la reconocía, aparte de su mirada fija.

Ashley dio un paso atrás y el corazón se le aceleró, pero no supo qué hacer. En la calle ante ella, un coche dio un volantazo para evitar un taxi, proyectando una mancha de luz en su camino. Hubo un súbito sonar de claxons y chirriar de neumáticos sobre el pavimento mojado. Ella se distrajo un segundo y cuando volvió a mirar O'Connell ya no estaba allí.