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Salió. Mientras caminaba por la calle, hizo una modesta reflexión basada en lo que acababa de oír. «Hay un pequeño margen en la sociedad -se dijo- donde uno puede moverse con relativa impunidad. Apártate de los grandes almacenes con guardias de seguridad. Evita robar en un Dairy Mart o un 7-Eleven, porque en esos sitios roban continuamente y puede que haya un poli vigilando con una escopeta del 12 detrás de un espejo falso. Haz siempre lo inesperado, ya que de ese modo mantienes a la gente confundida pero no alerta. Y nunca confíes en los demás.»

Para él todo eso era natural.

Recorrió la calle hasta su edificio y subió las escaleras. Como de costumbre, el pasillo estaba lleno de maullidos de gato. Como siempre, su vecina les había puesto cuencos con agua y comida. Varios mininos se apartaron de su camino. Eran los listos, pensó, porque reconocían una amenaza, aunque no supieran identificarla. Los otros permanecieron cerca. Abrió la puerta con sigilo y aguzó el oído para escuchar a alguien en los otros apartamentos, sobre todo a la vieja. Luego se arrodilló y extendió la mano, hasta que uno de los gatos menos recelosos se acercó lo suficiente para acariciarle la cabeza. Entonces, con un rápido y hábil movimiento lo agarró por el pescuezo y lo metió en su apartamento.

El gato se debatió un instante, pero O'Connell lo sostuvo con firmeza. Fue a la cocina y cogió una bolsa hermética grande. Éste se reuniría con los demás en el congelador. Cuando llegara a la media docena, se dijo, los arrojaría a algún vertedero lejano. Y luego empezaría otra vez. Dudaba que la vieja llevase la cuenta de sus bichos. Después de todo, él le había pedido amablemente un par de veces que limitara su número. No haber seguido su sugerencia, sobre todo cuando la había expresado con cortesía, era en realidad lo que estaba matando a los gatos. Él no era más que el agente de la muerte.

Scott escuchó hablar a su ex esposa, más furioso a cada segundo que pasaba.

No era que ella hubiera ignorado su corazonada, ni que él no hubiera tenido razón todo el tiempo. Era aquel tono calmado lo que lo enfurecía. Pero discutir con Sally no iba a mejorar las cosas.

– Bien -dijo-, yo creo, y Ashley también, que lo mejor sería que fueras a Boston y la trajeras a casa por el fin de semana, para que pueda calibrar qué clase de problemas puede causarle ese joven.

– De acuerdo. Iré mañana.

– Un poco de distancia suele dar perspectiva.

– Bien lo sabes tú -replicó Scott-. ¿Cuál es tu perspectiva?

Sally quiso responder con igual sarcasmo, pero se abstuvo.

– Bien, Scott, ¿tú recogerás a Ashley? Yo iría, pero…

– No; iré yo. Probablemente tendrás una vista en los tribunales o algo impostergable.

– La verdad es que sí.

– Durante el trayecto podré sondearla -dijo Scott-. Luego podremos trazar un plan o lo que sea. O al menos tomar alguna medida más efectiva que traerla a casa por el fin de semana. Tal vez sea necesario que yo tenga una charla con ese tipo.

– Antes de entrometernos deberíamos darle a Ashley una oportunidad de resolverlo sola. Es parte de la maduración de la persona, ya sabes…

– Ésa es la clase de enfoque razonable y sensato que odio con toda mi alma -replicó Scott.

Ella no respondió. No quería que la conversación siguiera deteriorándose. Desde luego Scott tenía motivos para estar enfadado. Pero ya debería saber cómo funcionaba su mente, la de ella, haciendo que cada palabra pareciera luz reflejada a través de un prisma donde un rayo concreto era importante. Esto la convertía en una abogada excelente y en ocasiones en una persona difícil.

– Tal vez debería ir esta noche -dijo Scott.

– No. Eso sugeriría una alarma desmedida. Actuemos con calma.

Hubo un breve silencio.

– Oye -preguntó Scott bruscamente-, ¿tienes alguna experiencia con esta clase de cosas? -Se refería a experiencia legal, pero ella lo interpretó de un modo distinto.

– Pues no. El único hombre que dijo que me amaría eternamente fuiste tú.

En el periódico local había aparecido un artículo que había sobrecogido a los habitantes del valle donde yo vivía. Un niño de trece años, dejado en custodia en el décimo de una serie de hogares adoptivos, había muerto en extrañas circunstancias. La policía y la oficina del fiscal de distrito local estaban investigando, igual que todos los periodistas de kilómetros a la redonda. El niño había muerto de un disparo de escopeta a bocajarro. Los padres adoptivos decían que el chico había encontrado la escopeta del padre, y estaba jugando con ella cuando se disparó accidentalmente. O tal vez no estaba jugando, sino que se suicidó. O tal vez los moratones recientes en brazos y torso revelados por la autopsia sugerían que le habían propinado una tremenda paliza, o lo habían sujetado mientras algo más terrible tenía lugar. O tal vez niño y adulto forcejearon por la escopeta, y ésta se disparó por accidente. O, aún peor, se trataba de un asesinato. Un asesinato provocado por la furia, por la frustración, por el deseo o simplemente por los malos naipes que la vida reparte a veces a aquellos peor preparados para ir de farol y no meterse en problemas.

Me parecía que la verdad es a veces indeciblemente evasiva.

Cada día durante una semana, la foto en blanco y negro del niño muerto me miró desde las páginas del periódico. Tenía una sonrisa bellamente irónica, casi tímida, bajo unos ojos que parecían sugerir muchas cosas. Tal vez eso había dado mayor interés a la noticia, antes de que fuera tragada y desapareciera en la constante marcha de los acontecimientos; había algo deshonesto en la muerte. Alguien era engañado.

A nadie le importaba el niño. Al menos, no lo suficiente.

Supongo que yo no era muy distinto de todos los que leyeron la historia, o la escucharon en las noticias, o la discutieron a la hora del café. Hacía pensar en lo frágil que es la vida y lo endeble que es nuestro asidero a eso que pasa por felicidad. Supuse que, a su modo, esto es lo que quedó claro para Scott, Sally y Hope.

12 El primer plan

Scott cogió el coche a la mañana siguiente, tan temprano que el sol oblicuo reflejado en el embalse cerca de Gardner cegó momentáneamente el parabrisas con su resplandor. Normalmente cuando conducía el Porsche por la carretera 2, con sus tramos largos y vacíos a través de algunos de los paisajes menos atractivos de Nueva Inglaterra, pisaba el acelerador. Una vez lo multó un patrullero con cara de pocos amigos por ir a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, y le endilgó el proverbial sermón sobre la seguridad vial. Cuando conducía solo y rápido, que era tan frecuentemente como podía, a veces pensaba que era el único momento en que no se comportaba según los cánones de su edad. El resto de su vida estaba dedicada a ser responsable y adulto. Sabía que la intrepidez que exhibía en la carretera se debía a algo que lo roía por dentro.

El Porsche empezó a zumbar con su peculiar tono, un recordatorio tipo «puedo ir más rápido si me dejas», y él se concentró en la conducción, pensando en la breve conversación mantenida con Ashley la noche anterior.

No había habido discusión sobre el motivo de ir a recogerla. Él había empezado con un par de preguntas, pero ella ya había hablado con Hope y con su madre, así que era probable que ya hubiera respondido esas mismas preguntas. Así que todo se redujo a «estaré allí temprano» y «no te molestes en aparcar, haz sonar el claxon y yo bajaré corriendo».

Scott suponía que, una vez en el coche, ella se sinceraría, al menos lo suficiente para hacer una valoración de las cosas.

Hasta ahora no sabía qué pensar. Constatar que su sombrío presentimiento tras leer la carta había acertado no le producía ninguna satisfacción.

Tampoco sabía hasta qué punto debería sentirse preocupado. En cierto sentido levemente egoísta, anhelaba ayudarla porque dudaba de tener muchas más oportunidades para actuar verdaderamente como un padre. Ella era casi una mujer adulta, y pronto dejaría de necesitar a sus padres como cuando era niña.