– Conservemos la calma -le dijo-. Ya conoce las reglas sobre las protestas.
El padre airado se giró para mirarla. Abrió la boca como para soltar un improperio, pero se contuvo. Miró a Hope con el rostro enrojecido antes de darse la vuelta. El otro entrenador se encogió de hombros y Hope lo oyó mascullar «Idiota». Hope se llevó a Vicki, que seguía tambaleándose.
– Es que mi padre se cabrea demasiado -dijo la chica, con tanta sencillez y tanto dolor, que Hope comprendió que no sólo se refería al incidente en el terreno de juego.
– Tal vez deberías hablar conmigo después de los entrenamientos de esta semana. O visitarme en la tutoría cuando tengas una hora libre.
Vicki negó con la cabeza.
– Lo siento, entrenadora. No puedo. Él no me deja.
Y eso fue todo.
Hope le apretó el brazo.
– Ya lo haremos en otra ocasión.
Esperaba que fuera cierto. Mientras sentaba a Vicki en el banquillo y enviaba una nueva jugadora al campo, pensó que en la vida nada era justo, nada era equitativo, nada era bueno. Miró hacia donde se hallaba el padre de Vicki, un poco apartado de los demás padres, cruzado de brazos y con gesto avinagrado, como si estuviera contando los segundos que su hija estaba fuera del partido. Hope pensó que ella era más fuerte, más rápida, probablemente mejor educada y sin duda mucho más experimentada en el juego que aquel hombre. Había conseguido todos los títulos de entrenadora, asistido a muchos seminarios de formación, y con una pelota en los pies podría haber avergonzado a aquel padre protestón, mareándolo con sus fintas y sus cambios de ritmo. Podría haber hecho gala de sus propias habilidades, junto con los trofeos de los campeonatos y su certificado de la Federación Americana, pero nada de eso habría importado un pimiento. Hope sintió un arrebato de ira frustrada, que se guardó para sí junto con todos los demás. Mientras pensaba estas cosas, una de sus jugadoras escapó por la banda derecha y con elegante habilidad marcó un gol a la portera rival. Hope comprendió, mientras el equipo saltaba y aplaudía el tanto, todo sonrisas, abrazos y palmadas, que ganar era quizá lo único que la mantenía a salvo.
Sally Freeman-Richards se quedó en su despacho, esperando a la luz mortecina de octubre, después de que sus dos socios se marcharan a casa. En otoño, el sol se ponía tras las blancas torres de la iglesia episcopaliana que estaba cerca del campus, e inundaba las ventanas de las oficinas adyacentes con un resplandor cegador. Era un momento inquietante. El resplandor tiene una cualidad desapacible y peligrosa; en varias ocasiones, estudiantes que volvían a casa después de las últimas clases de la tarde habían sido atropellados al cruzar la calle por conductores cuya visión era defectuosa por la luz reflejada en el parabrisas. A lo largo de los años, ella había observado este fenómeno desde ambos lados: una vez defendiendo a un conductor desafortunado y, la otra, demandando a una compañía de seguros en representación de un estudiante que había acabado con las dos piernas rotas.
Sally vio la luz del sol colarse por el bufete, dibujar sombras, proyectar en las paredes extrañas figuras. Saboreó el momento. Extraño, pensó, que una luz que parecía tan benigna pudiera albergar semejante peligro. La clave era no encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Suspiró y pensó que su observación, en cierto modo, definía lo que era la ley. Contempló su escritorio e hizo una mueca ante el montón de sobres y documentos legales que cubrían una esquina. Había al menos media docena apilados, mero papeleo legal. El cierre de un contrato inmobiliario, un caso de compensación laboral, un pequeño pleito entre vecinos por unas tierras en disputa. En otro rincón, en un archivador separado, tenía los casos que más le interesaban, los concernientes a su especialidad. Implicaban a otras lesbianas de todo el valle. Desde adopciones a disoluciones matrimoniales, pasando por una acusación de homicidio por negligencia. Manejaba sus casos con experiencia, cobrando honorarios razonables, sonriendo y estrechando manos, y se consideraba la abogada de las emociones desatadas. Sabía que en ello había algo de retribución o de deuda, pero no le gustaba reflexionar demasiado sobre su vida; le bastaba con hacerlo profesionalmente sobre la de los demás.
Cogió un lápiz y abrió uno de los expedientes aburridos, pero al poco lo apartó a un lado. Dejó caer el lápiz en una taza con la inscripción «La mejor mamá del mundo». Dudaba de la exactitud de esa frase.
Sally se levantó y pensó que no había nada realmente urgente que la obligara a trabajar hasta tarde. Se estaba preguntando si Hope ya habría llegado a casa y qué iba a preparar para cenar, cuando sonó el teléfono.
– Freeman-Richards.
– Hola, Sally, soy Scott.
Ella se sorprendió un poco.
– Hola, Scott. Estaba a punto de marcharme…
Él se imaginó el despacho de su ex mujer. Seguramente organizado y ordenado, pensó, todo lo contrario del caos que caracterizaba al suyo. Se relamió los labios un instante, recordando cuánto detestaba que ella hubiera conservado su apellido (adujo que sería más sencillo para Ashley cuando creciera), pero compuesto con el de soltera.
– ¿Tienes un momento?
– Pareces preocupado.
– No sé. Tal vez debería estarlo. Tal vez no.
– ¿Cuál es el problema?
– Ashley.
Sally contuvo la respiración. Con su ex marido solía mantener conversaciones directas y al grano, por lo general sobre cuestiones menores procedentes de los detritos del divorcio. A medida que fueron pasando los años tras la separación, Ashley se convirtió en lo único que los mantenía en contacto, y por eso sus temas se ceñían principalmente a asuntos de transporte entre una casa y otra y al pago de las facturas. A lo largo de los años habían alcanzado una especie de pacto de no agresión, y trataban estos asuntos de manera eficiente y superficial. Hablaban poco o nada sobre en qué se había convertido cada uno y por qué; era, pensaba ella, como si en los recuerdos y percepciones de ambos sus vidas se hubieran congelado en el momento del divorcio.
– ¿Qué ocurre?
Scott vaciló. No estaba seguro de cómo expresarlo con palabras.
– He encontrado una carta preocupante entre sus cosas -dijo.
Sally vaciló también.
– ¿Por qué estabas husmeando entre sus cosas? -preguntó.
– Eso es irrelevante. El caso es que la he encontrado.
– No creo que sea irrelevante. Deberías respetar su intimidad.
Él se enfadó, pero decidió contenerse.
– Se dejó fuera unos calcetines y unas braguitas. Los estaba guardando en el cajón y entonces vi la carta. La leí y me preocupó. Supongo que no debería haberla leído, pero lo hice. ¿En qué me convierte eso, Sally?
Ella no respondió, aunque se le ocurrieron varias respuestas.
– ¿Qué clase de carta es? -preguntó en cambio.
Scott se aclaró la garganta, una maniobra habitual para ganar un poco de tiempo, y dijo simplemente:
– Escucha.
Y le leyó la carta.
Cuando terminó, el silencio se prolongó.
– No parece tan malo -dijo Sally finalmente-. Tiene un admirador secreto.
– Admirador secreto. Suena a expresión victoriana.
Ella ignoró el sarcasmo y guardó silencio.
Scott esperó un instante.
– Según tu experiencia profesional -preguntó luego-, ¿no crees que tiene cierto tono de obsesión? ¿De compulsión tal vez? ¿Qué clase de persona escribe una carta así?
Sally tomó aire y se preguntó lo mismo.
– ¿Te ha mencionado ella algo? ¿Algo sobre esto? -insistió Scott.
– No.
– Eres su madre. ¿No acudiría a ti si tuviera algún problema con los hombres?
La expresión «problema con los hombres» quedó suspendida entre ambos, reverberando con furia.