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– ¿Qué ha sido todo esto? -preguntó ella.

Scott no respondió. No estaba seguro.

La camarera regresó.

– Entonces, ¿sólo serán dos para cenar? -preguntó, mientras les entregaba los menús.

Ante el apartamento de Ashley la noche mostraba las sombras y luces dispersas de las farolas que apenas se imponían a la creciente oscuridad otoñal. No había sitio para aparcar, así que Scott paró el Porsche delante de una boca de riego. No apagó el motor y miró a su hija.

– Tal vez deberías venirte conmigo un par de días. Hasta que estemos seguros de que ese tipo cumple lo acordado. Quédate un par de días en mi casa y luego algún tiempo con tu madre. Que el tiempo y la distancia actúen a tu favor.

– No debería ser yo quien corra a esconderse. Tengo clases y un trabajo…

– Lo sé, pero toda precaución es poca.

– Odio esa expresión. La odio.

– Vale, cariño, no es más que un lugar común.

Ashley suspiró y se volvió hacia su padre. Sonrió.

– Me ha dado un poco de miedo, ¿sabes?, pero se me pasará. En el fondo, los tipos como él son unos cobardes. Estaba alardeando, pero el dinero lo dejó sin habla. Se marchará, me insultará cuando esté bebiendo con sus amigos, y al final se dedicará a otra cosa. No me hace mucha gracia que hayáis tenido que darle ese dinero…

– Lo más raro es que dijo que no lo quería y luego se lo guardó en el bolsillo. Era casi como si estuviera grabando la conversación. Decía una cosa y hacía otra.

– Ojalá todo haya terminado.

– Sí. No obstante, al menor rastro de él, llámanos. Localiza inmediatamente a tu madre o a Hope, o a mí. A cualquier hora del día o la noche, ¿de acuerdo? Ante la mínima sospecha de que te siga, te llame o te acose, o incluso te observe, llámanos. Si tienes un mal presentimiento, también llama, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Mira, papá, no pretendo hacerme la heroína. Sólo quiero que mi vida vuelva a la normalidad…

Volvió a suspirar, se soltó el cinturón de seguridad, cogió el bolso y sacó las llaves del apartamento.

– ¿Quieres que te acompañe hasta arriba?

– No. Pero espera a que entre, si no te importa.

– Descuida, cariño. Sólo quiero que seas feliz. Y me gustaría olvidar todo este incidente, y a ese O'Connell, y verte conseguir un máster o un doctorado en Historia del Arte y llevar una vida maravillosa. Eso es lo que quiero yo, y tu madre también. Y es lo que va a suceder. Confía en mí. Antes de que pase mucho tiempo conocerás a alguien especial, y todo esto será sólo un mal recuerdo. Nunca volverás a pensar en ello.

– Un recuerdo de pesadilla. -Se inclinó y lo besó en la mejilla-. Gracias, papá. Gracias por ayudarme y, no sé, por ser como eres.

Él se sintió en las nubes, pero sacudió la cabeza.

– Te lo mereces todo -dijo.

Ella se apeó, y Scott le señaló el edificio.

– Ahora descansa bien y llámanos mañana para informarnos.

Ashley asintió. Él tuvo un pensamiento curioso que pareció surgir de algún punto oscuro de su mente, y preguntó:

– Hija, hay una cosa que me preocupa.

Ella estaba a punto de cerrar la puerta, pero se detuvo y se asomó.

– ¿Qué es?

– ¿Le dijiste algo de mí a O'Connell? ¿O de tu madre?

– No… -contestó ella, vacilante.

– En aquella primera y única cita, ¿hablaste de nosotros?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Por qué lo preguntas?

Él sonrió.

– Por nada. Venga, sube. Y llama mañana.

Ashley se apartó el pelo de los ojos y asintió. Su padre volvió a sonreírle.

– Sólo tardaré cinco minutos en llegar a casa a esta hora de la noche -bromeó Scott-. Todos los polis tienen la noche libre…

– No crezcas nunca, papá. Me decepcionarías -sonrió Ashley.

Entonces cerró la puerta y subió los escalones de su edificio. Sólo tardó unos segundos en abrir el portal, entrar en el zaguán y luego abrir la segunda puerta. Se dio la vuelta y saludó a Scott, quien siguió esperando hasta que la vio subir las escaleras. Luego inició el camino de regreso, preguntándose cómo O'Connell había sabido que él era profesor.

– Entonces, ¿se sintieron a salvo?

– Sí. No del todo, pero bastante bien. Todavía tenían dudas y preocupaciones. Algo de ansiedad residual. Pero, en general, se sentían seguros.

– Pero se equivocaban, ¿verdad?

– Claro. De lo contrario no te lo estaría contando. Los cinco mil dólares no fueron el final de nada.

– Ya.

– Ya te lo dije. Esta historia no tiene final feliz.

Como yo no respondí, ella alzó la cabeza y miró por la ventana. La luz del sol pareció prender en su rostro, iluminando su perfil.

– ¿No te preguntas a veces cómo las cosas pueden torcerse tan fácilmente? -dijo-. Quiero decir, ¿qué nos protege? Supongo que los fundamentalistas religiosos dirían que la fe. Los académicos, que el conocimiento. Los médicos, que la ciencia. El policía, que una pistola de nueve milímetros. El político, que la ley. Pero en realidad, ¿qué nos protege?

– No esperarás que yo responda a semejante pregunta, ¿verdad?

Ella echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

– No -dijo-. En absoluto. Al menos todavía no. Ashley tampoco podía hacerlo.

15 Tres denuncias

Cada uno a su manera, los tres se sintieron intranquilos los días siguientes, como si una densa niebla gris se hubiera aposentado sobre sus vidas. Cuando Scott repasaba una y otra vez el encuentro con O'Connell, había momentos en que le parecía curiosamente inconcluso, y extrañamente definitivo al siguiente.

Le dijo a Ashley que quería tener noticias suyas a diario, sólo para asegurarse de que las cosas iban bien, y por eso se telefoneaban cada noche. Ella, pese a su carácter independiente, no puso objeciones. Scott no sabía que su ex mujer también la llamaba cada día.

Por su parte, Sally descubrió de repente que nada en su vida parecía en orden. Era como si se hubiera soltado de todos los anclajes de su existencia, salvo de Ashley, e incluso éste era tenue. Llegó a comprender que con sus llamadas diarias a su hija intentaba recuperar parte de su asidero, además de comprobar que Ashley se encontraba bien. Después de todo, se dijo, el incidente con O'Connell pertenecía a la clase de incordio que todos los jóvenes experimentan en un momento u otro.

Más preocupante resultaba su bajo rendimiento en el bufete, y la tensión creciente entre ella y Hope. Estaba claro que algo iba mal, pero no podía concentrarse en ello. En cambio, se lanzaba a sus diversos casos de modo errático y distraído, dedicando demasiado tiempo a detalles nimios de algún caso, ignorando problemas gordos que demandaban su atención en otros.

Hope siguió soportando cada día, sin saber qué estaba pasando. Sally no la informaba realmente, no podía llamar a Scott, y por primera vez en todos aquellos años le parecía inadecuado llamar a Ashley. Se volcó en el equipo, que se disputaba las eliminatorias, y en su trabajo de tutoría con los estudiantes. Pero le parecía andar sobre añicos de cristales.

Cuando Hope recibió un mensaje urgente del decano del colegio, la pilló por sorpresa. La orden era críptica: «En mi oficina a las dos en punto.»

Jirones de finas nubes cruzaban un cielo pizarra cuando Hope cruzó el campo a toda prisa para llegar a tiempo a la reunión. Sintió un súbito aviso del frío del inminente invierno en el aire. El despacho del decano estaba situado en el edificio de administración, una blanca casa victoriana remodelada, con amplias puertas de madera y una chimenea con un tronco ardiendo en la zona de recepción. Ninguno de los estudiantes entraba nunca allí, a menos que tuvieran problemas graves.

Saludó a algunos empleados y subió a la primera planta, donde el decano tenía su despacho. Era un veterano del colegio y seguía dando clases de latín y griego, aferrándose a unos clásicos que cada vez eran menos populares.