Sally estaba contemplando por la ventana la tenue luz del atardecer. Se hallaba en ese extraño estado en que tenía muchas cosas en mente y, sin embargo, no pensaba específicamente en nada. Llamaron a la puerta abierta y se giró. Era una secretaria, con un gran sobre blanco en la mano.
– Acaban de enviar esto por mensajero -dijo-. Me preguntaba si sería importante…
Sally no recordó ninguna alegación ni ningún otro documento que esperara de modo urgente, pero asintió y preguntó:
– ¿De quién es?
– Del Colegio de Abogados del Estado.
Sally cogió el sobre y lo miró con extrañeza, volviéndolo. No recordaba haber recibido nunca nada del Colegio, aparte de las solicitudes rutinarias e invitaciones a cenas, seminarios y discursos a los que nunca asistía. Nada de aquello llegaba por mensajería urgente, con acuse de recibo.
Abrió el sobre y sacó una carta del interior. Iba dirigida a ella y era del presidente del Colegio de Abogados, un hombre al que sólo conocía por su reputación, miembro destacado de un gran bufete de Boston, activo en los círculos del Partido Demócrata y frecuente invitado en los debates de televisión y las páginas de ecos sociales de los periódicos.
Leyó con cuidado la breve misiva. Con cada segundo, la habitación parecía oscurecerse a su alrededor.
Estimada señora Freeman-Richards:
Por la presente la informo de una denuncia recibida por el Colegio de Abogados del Estado referida a su manejo del dinero de las cuentas de su cliente en el pendiente litigio de Johnson contra Johnson, en estos momentos ante el juez V. Martinson del Tribunal de Apelaciones.
La denuncia afirma que los fondos asociados con este asunto han sido desviados a una cuenta privada a su nombre. Se trataría de una violación de la ley 302, sección 43, y también un delito tipificado en la ley 112, sección 11.
El Colegio de Abogados necesitará esta misma semana una declaración jurada en la que usted explique este enojoso asunto, o será remitido a la oficina del fiscal del condado de Hampshire y al fiscal del Distrito Occidental de Massachusetts para su resolución.
A Sally le pareció que cada palabra se le atascaba en la garganta, ahogándola.
– Imposible -dijo en voz alta-. Completamente imposible, joder.
La palabrota resonó en la habitación. Sally resopló y fue a su ordenador. Tras teclear rápidamente, recuperó el juicio de divorcio citado en la carta. Johnson contra Johnson no era uno de sus casos más complicados, aunque estaba marcado por una clara animosidad entre su cliente -la esposa- y su hostil marido. Él era un cirujano oftalmólogo local, padre de dos hijos preadolescentes, un sinvergüenza redomado, a quien Sally había pillado a punto de desviar dinero de una cuenta conjunta a otra en un banco de las Bahamas. Lo había hecho de manera muy torpe, sacando grandes cantidades de la cuenta común, y luego cargando billetes de avión a las Bahamas a su tarjeta Visa para conseguir bonos de viaje extra. Sally había conseguido que el juez inmovilizara las cantidades y las reenviase a la cuenta de su patrocinada hasta la disolución del matrimonio, que tendría lugar poco después de Navidad. Según sus cálculos, la cuenta de su cliente debería tener algo más de cuatrocientos mil dólares.
No los tenía.
La pantalla se lo confirmó.
– No puede ser -dijo.
Al borde del pánico, repasó todas las transacciones de la cuenta. En los últimos días habían extraído más de un cuarto de millón de dólares por medios electrónicos, y los habían transferido a casi una docena de otras cuentas. No pudo acceder a esa docena de cuentas por ordenador, ya que estaban puestas a una serie de nombres distintos, tanto de individuos a quienes ella no reconocía como a dudosas corporaciones. También vio, para su creciente ansiedad, que la última transferencia de la cuenta de su cliente había sido hecha directamente a su propia cuenta corriente. Eran quince mil dólares, y de ello hacía apenas veinticuatro horas.
– No puede ser -repitió-. ¿Cómo…?
Se detuvo porque la respuesta a esa pregunta probablemente sería complicada, y además no tenía ninguna explicación a mano. Lo que sí tuvo claro fue que era más que probable que estuviese metida en un buen lío.
– Hay algo que no entiendo…
– ¿Qué? -preguntó ella pacientemente.
– El motivo del amor de Michael O'Connell. Quiero decir, no paraba de decir que la amaba, pero ¿qué provocó que entendiera sus propias pulsiones con el amor?
– Difícil saberlo.
– Creo que en su mente había algo muy distinto.
– Puede que tengas razón -respondió ella, tan distante y seductora como siempre.
Vaciló, y, como hacía a menudo, pareció detenerse para organizar sus ideas. Tuve la sensación de que quería controlar la historia, pero de un modo que yo no pudiera ver del todo. Eso me produjo incomodidad. Sentía que me estaban utilizando.
– Creo que debería darte el nombre de un hombre que podría ayudarte en este aspecto -dijo-. Un psicólogo experto en el amor obsesivo. -Hizo una pausa-. Por supuesto, lo llamamos así, pero tiene poco que ver con el concepto corriente del amor. La palabra amor nos recuerda a rosas el día de San Valentín, tarjetas con frases rebosantes de sentimiento, bombones en cajas con forma de corazón, cupidos con alitas y arcos y flechas, los romances de las películas. Pero el amor guarda poca relación con todo eso. El amor está más cerca de las cosas oscuras que ocultamos en nuestro interior.
– Te veo cínica -dije-. Y resentida.
Ella sonrió.
– Supongo que lo parezco. Digamos que conocer a alguien como Michael O'Connell puede darte una perspectiva diferente de lo que constituye exactamente la felicidad. Como he dicho, redefinió las cosas para todos ellos.
Sacudió la cabeza. Se acercó a la mesa y abrió un cajón, de donde cogió papel y lápiz.
– Ten -dijo mientras anotaba un nombre-. Habla con este hombre. Dile que vas de mi parte. -Soltó una risita, aunque no había nada gracioso-. Y dile que renuncio a cualquier privilegio sobre conflicto de intereses médico-cliente. No, mejor todavía, lo haré yo misma.
Y anotó rápidamente algo en el papel.
16 Nudos gordianos
Ashley se apartó con cautela de la ventana, como había hecho todos los días de las dos últimas semanas.
No era consciente de lo que les estaba sucediendo a las tres personas que constituían su familia, estaba absorta en la sensación casi constante de que la vigilaban. El problema era que, cada vez que la sensación amenazaba con abrumarla, no lograba encontrar ninguna prueba concreta de ello. Si se volvía súbitamente mientras iba a clase o al trabajo en el museo, sólo veía un peatón sorprendido por su brusco gesto. Se acostumbró a correr para coger el metro justo cuando las puertas estaban cerrando, y luego observaba a todos los otros pasajeros, como si la anciana que leía el Herald o el obrero con la vieja gorra de los Red Sox pudiera ser O'Connell disfrazado. En casa, se acercaba a un lado de la ventana y escrutaba la calle arriba y abajo. Pegaba el oído a la puerta en busca de algún sonido delator antes de salir. Empezó a variar su ruta cuando salía, aunque sólo fuera para ir al almacén o la farmacia. Compró un teléfono fijo con identificador de llamada, y añadió el mismo servicio a su móvil. Preguntaba a sus vecinos si alguno había visto algo fuera de lo corriente o, en concreto, a un hombre que encajara con la descripción de Michael cerca de la entrada, o en la esquina o al fondo de la calle. Nadie recordaba haber visto a alguien así ni que actuara de manera sospechosa.
Pero cuanto más se obligaba a imaginar que Michael ya no la rondaba, más al acecho parecía él.
No tenía nada concreto para decir en voz alta «es él», pero había docenas de detalles, indicios delatores, que le decían que aquel hombre no había salido de su vida, que en realidad andaba por allí cerca. Un día llegó a su apartamento y descubrió que alguien había marcado una gran X en la puerta, usando probablemente algo tan vulgar como una navajita o una llave. En otra ocasión le habían abierto el buzón, y un puñado de facturas y publicidad se esparció por el suelo del vestíbulo.